¡Estoy aquí! ¡Yo también!

Desde hace años sospecho que los teléfonos nos utilizan porque aún nos necesitan para comunicarse entre ellos, y que en cuanto no les seamos útiles acabarán con nosotros.
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Hace unos días participé con Aloma Rodríguez en una presentación de los libros que acabamos de publicar. Su libro registra una amistad, vista en retrospectiva; la fragua de una amistad que se acabó muy temprano por la muerte repentina del amigo, Sergio Algora. El mío no va sobre la amistad pero está dedicado a todos mis amigos, así que en el título de la charla aparecía como reclamo la amistad, entre otros temas. Hablamos de mil otras cosas, pero al acabar nos preguntaron qué pensábamos de mantener una amistad a través de internet, si nos parecía posible. O a través de las redes sociales. O qué pensábamos de establecerla. Las relaciones virtuales. Contestamos sobre la marcha, claro. Yo estaba un poco agotada porque había tenido que atender muchos whatsapps los días anteriores, así que dije que así en general la vía virtual no me acababa de convencer. Y en general me escama la relación que tenemos con los teléfonos y cómo se han interpuesto entre nosotros. Desde hace años sospecho que los teléfonos nos utilizan porque aún nos necesitan para comunicarse entre ellos, y que en cuanto no les seamos útiles acabarán con nosotros.

Pero he seguido dándole vueltas al tema estos días y aquí voy a apuntar algunas notas, según me vayan viniendo a la cabeza y sin desarrollarlas mucho, porque el uso de las pantallas me ha comido la concentración y me ha metido en el sistema nervioso una forma inhumana de la idea de que las cosas se pueden retomar en cualquier momento, que no hace falta abordarlas ahora mismo (porque se supone que lo tenemos todo a mano, en todo momento). 

Agotamiento general nacido de la permanente disponibilidad de todo, de todos los amigos, de todos los exnovios, de todo lo comprable, de todo lo que se puede ver, leer o escuchar. Permanente vibración inaudible de todos los soldados del ejército veinticuatro horas en formación.

Conviene distinguir entre el establecimiento del contacto que permitirá la amistad y las maneras que permiten que la amistad se mantenga. A veces todo eso tendrá lugar en el ámbito virtual, otras veces el encuentro se producirá en persona y la amistad se desarrollará virtualmente y una tercera opción es que dos se encuentren a través de internet y pasen a tratarse en persona.

También creo que es diferente usar un ordenador que usar un teléfono que puedes llevar en el bolsillo. La irrupción de lo lejano acecha en toda ocasión.

De pequeña quería ser radioaficionada. Oía esa palabra e imaginaba casas en sección con todo el mundo durmiendo y el radioaficionado en la buhardilla, con la única luz encendida, hablando de toda clase de cosas con gente de todo el mundo. Imaginaba un marinero en un barco debajo de las estrellas. No tenía la más remota idea de cómo se organizaban; quizá uno se ponía a hacer girar una rosca y daba por casualidad con alguien que estaba ahí también: “¡¡Estoy aquí!!”; “¡¡Yo también!!”, contestaría desde el Polo Norte el otro, que tampoco se habría metido en la cama todavía. 

El uso generalizado de internet, al principio, pudo parecerse a eso. Si me gustaba la radioafición, debería gustarme cualquier manera de contactar con gente lejana. Nunca usé muchos chats, pero sí recuerdo lo asombrosa que resultaba al principio la confirmación de que el contacto se había establecido, y la familiaridad que fundaba la nueva accesibilidad. 

Sensación de que las posibilidades de comunicación, que parecían haberse abierto tanto al principio, han vuelto a su cauce. Finalmente ha habido una sustitución de las vías de contacto, más que un giro copernicano de nuestros intereses.

Cuando yo era adolescente pedía por correo postal catálogos de sellos discográficos, que te llegaban al buzón. Luego podías hacer el pedido por correo. Metías el cupón en un sobre y el sobre en un buzón. Al cabo de las semanas te llegaba el disco contrarreembolso y como en el ínterin te habías gastado el dinero no podías recogerlo y el disco se devolvía a América.

Tengo la sensación de que los humanos estábamos a punto de alcanzar un hito en el grado de nuestro desarrollo y de que esa posibilidad quedó cerrada por la aparición y el uso generalizado de los teléfonos móviles, como un obstáculo de cascotes en el camino.

Me provoca mucha desazón que todo el mundo, en el metro, en el autobús, vaya volcado en su pantalla. Es posible que vayamos leyendo cosas interesantísimas, pero la pulsión de recurrir al teléfono cada vez que afrontamos una espera parece revelar una desazón informe.

Fue viendo la película Ménilmontant como me enteré de que había existido el correo neumático de París. La película es de 1926. Ese sistema de comunicación que funcionaba por una red de tubos de aire comprimido no dejó de usarse hasta ¡1984! 

Me parece inquietante que las conversaciones se enmarquen en el display impuesto por una corporación. Me parece estresante que un mismo aparato sirva para hacer fotos, pagar cuentas, consultar mapas, llamar por teléfono, hacerlo todo.

He dejado de escribir, y de recibir, aquellos largos y frecuentes mails con mis amigos. El impulso de mandar una postal se evacúa hacia el whatsapp. Desaparece la elección de las postales entre una colección de postales horrorosas, la búsqueda del estanco o de la oficina de correos, el lapso de tiempo entre el envío y la recepción. El recuerdo repentino de una persona se resuelve de manera inmediata, le mandamos un mensaje y el recuerdo se disipa, no tiene tiempo para desarrollarse a su aire en nuestro interior. A veces cuando viajo tengo la sensación de que ya no podemos estar en los lugares, precisamente por la posibilidad de que cualquiera, sin saber si estamos en nuestra casa o en Vladivostok, pueda ponerse en contacto con nosotros, como si no nos hubiésemos movido. Me parece que el mundo está perdiendo densidad. Pero el mundo en el que existe esta tecnología es en el que vivo. Y los bueyes de arado no son caballos.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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