La búsqueda de la locura en los sótanos de Gustavo Faverón

Una entrevista con el autor de "Vivir abajo", una novela hecha de mil historias, un relato de aventuras y terror y un viaje por los calabozos de América Latina.
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I

¿Por qué los sótanos?

Asomados a los sótanos. Sótanos insospechados. Sótanos imaginarios. Esos mismos lugares inhóspitos a los que George W. Bennet, el protagonista de Vivir abajo, desciende con natural impulso. No está solo. Desde aquí vemos a Gustavo Faverón, el autor, quien como arqueólogo desenterrando ruinas, también se desmonta, y recorre sus propias cuevas para recolectar trozos de la locura, de la memoria. El primero mata, el otro escribe: ambos buscan indagar en lo que se oculta detrás de las máscaras.

Esta novela, que comienza con un crimen soterrado, replica a lo largo de sus casi setecientas páginas, producto del arrebato y del delirio, muchas más entrelazadas con la muerte, la venganza, la doblez, la heredad. A pocas horas de la presentación en Madrid, sentados en una terraza en la plaza de la Luna, conversamos y hurgamos en sus procesos y motivos de creación, junto a Olga Martínez y Paco Robles, editores de Candaya, quienes participan en una expedición que exige desdoblarse.

“Las casas no deberían tener sótanos porque en los sótanos ocurren cosas terribles” es una oración que entraña la oscuridad de los actos cometidos en la profundidad de la tierra. Unas palabras que brotan de los recuerdos de una adolescencia sin malicia y que se vuelven horrendas cuando son repetidas en un contexto imaginario.

“El origen de esta frase en la ficción es terrible pero en mi memoria es inocente”, cuenta Gustavo Faverón. Las raíces están en Callao, península rodeada de mar por todos lados, ciudad en la que arranca Vivir abajo y el entorno de la infancia del escritor peruano. Entre sus peculiaridades destaca que los habitantes construyeron casas con sótanos, característica “absurda” si consideramos que estos parajes son propensos a los sismos: el Calle se ha hundido completamente en dos ocasiones. 

“Mi abuelo siempre decía que estas casas no deberían tener sótanos porque se inundan cuando sube la marea. Pensar en ello después de tanto tiempo me permite descubrir aquello que se me quedó grabado, quizás porque desde niño intuía que más adelante tendría otro sentido”. Ese nuevo significado otorgado a través de la literatura está vinculado con las formas que cobra la identidad y el reencuentro consigo mismo.

El sótano como tumba, como refugio; el espacio donde Gustavo Faverón concibió la historia, el único rincón de su hogar –en Maine– en el que enciende sus cigarrillos. Escribe que te escribe, catorce horas diarias, durante tres meses, construyó imágenes sobre lo que no pasa a la vista, lo que sucede a escondidas. Por ello, cuando apareció esta palabra, de manera espontánea, entendió su fuerza como metáfora. A partir de ahí el propósito fue que los distintos episodios transcurrieran en catacumbas.

II

Un par de cerebros conectados

El subconsciente es un submundo: es el sótano. Bajamos y, ya en el fondo, miramos hacia los inicios de Vivir abajo, que se sostiene en dos borradores de cuentos de diez páginas cada uno. El primero narra el crimen de un extranjero en Lima sin saber por qué, lo cierto es que un secuestro, una tortura y un sótano están implicados; el otro habla acerca de un hombre que quiere ser poeta, es rechazado en las universidades donde quiere estudiar literatura, opta por convertirse en militar y en la guerra de Corea se vuelve un torturador.

El plan inicial era transformar estos relatos en un solo guion para una película que Gustavo Faverón haría junto a un amigo cineasta, aunque el proyecto no prosperó. No obstante, siguió tecleando sin parar hasta que reconoció que el verdadero poso del libro, más allá de las aventuras que se desarrollan en distintos escenarios geográficos y políticos, radica en la obsesión de ahondar en la relación que se enhebra, que se teje, entre padres e hijos. Un lazo que no sabía que le interesaba escribir y que germinó en la exploración de cómo la personalidad y la conducta del padre definen las del hijo.

La razón no viene dada por el azar, sino por una experiencia real angustiante. Porque si alguna vez sintió lo que era rozar la locura, fue a lo largo de los primeros dos años de vida de su pequeña hija Zoe, quien estuvo sometida a unas trece cirugías en el cerebro. La niña padece una enfermedad congénita que ocasiona que se acumule líquido ventrículo cerebral en una de las membranas, causando hidrocefalia, por lo que tuvieron que instalarle, a los dos o tres días de nacida, una válvula para drenar esta sustancia.

En esa época, detalla, no contaba con la concentración suficiente para escribir y no era nada motivador poner en palabras una situación tan dolorosa. Sin embargo, era una necesidad y en la poesía encontró cómo expresarla. “Después me di cuenta de que los poemas estaban relacionados con los cuadros de la extracción de la piedra de la locura. Entonces supe que en mí se estaba construyendo la imagen de que la válvula que retira el líquido ventrículo de la cabeza de mi hija está sacando la piedra de la locura de mi cerebro… Y me puse a pensar: por qué estoy sintiendo esto. Era como si ese aparato estuviese al mismo tiempo en el cerebro de mi hija y en el mío”.

Un punto de quiebre, antes insondable, que ahora es convicción. El sentir que junto a su hija era uno solo, incluso en un plano físico, impulsó a seguir moldeando la idea de la paternidad y la herencia. “El efecto que tuviste en mí fue un efecto que no podías evitar tener”, dice Franz Kafka en las Cartas al padre, epígrafe elegido por Gustavo Faverón para esta novela de monstruos y espantos. Es cierto que su hija no anda por Sudamérica matando gente y él tampoco es un torturador, pero es posible que tenga que ver con que “los escritores, a veces, tienden a pensar de forma perversa –o éticamente responsable– para crear personajes perturbados, entregándoles sentimientos propios”.

III

La cordura no siempre es sinónimo de verdad

El contar historias puede ser una compulsión. En Vivir abajo vemos cómo homicidas, fantasmas, desmemoriados o malvados charlan sin cesar, apenas escuchan. Gente enloquecida o rara que piensa de manera exótica o con una manera peculiar de ver el mundo. No importa que sus relatos parezcan poco creíbles a causa de su enfermedad o desequilibrio, quién se salva de vivir una relación conflictuada con la realidad, si cada vez que la reproducimos –voluntaria o involuntariamente– la deformamos.

“No hay nadie en la trama que vea el mundo transparentemente, no hay nadie en quien puedas confiar de verdad: narradores desconfiables son todos. Hay unos que lo son en mayor medida y no quiere decir que no estén diciendo algo. Muchas de las cuestiones más importantes son contadas por ellos. Quería que fuese un libro en el que muchos tuvieran voz y, al mismo tiempo, las vidas estuvieran filtradas por otros, pues casi en ningún momento hay un episodio en el que el lector está frente a los hechos”.

Puede que las últimas páginas sean las únicas en las que da la impresión de estar ante un narrador “más confiable”, que habla directamente, y del que no deberíamos sospechar que está engañándonos. Hasta que, en algún punto, suelta frases que hacen pensar en que es probable que sea él quien más mentiras ha contado, solo porque no quiere ser cruel.

“Por eso, a pesar de que miente, me parece el más cuerdo. No tiene el rasgo de la crueldad gratuita o motivada; es curioso que los más enloquecidos hacen o dicen cosas que nos revelan –y revelan a los demás– verdades de ellos mismos; mientras que el más cuerdo es el que menos realidades muestra. La cordura es palpable en la no narración”.

En ese sentido, aclara, que esta obra no debe leerse como si estuviéramos ante el mundo real. No pretende contrarrestar hipótesis o teorías, sino dejar la incertidumbre sobre lo que está pasando y sus posibles interpretaciones. Es la posibilidad de la literatura: seguir abriendo grietas; no buscar los sentidos de la vida, sino hacer visible el sinsentido. Además, pasa que los personajes que uno más recuerda son los que están más locos.

IV

Buscando la locura en cabezas ajenas

Pasado un buen rato, desde el punto más subterráneo, exploramos la locura de personas extrañas –y la que nos habita. George W. Bennet, muchacho que busca la piedra de su trastorno en cabezas ajenas. Gustavo Faverón, escritor que sigue las huellas de su propia demencia con lucidez. Los dos se quitan las máscaras, aunque curiosamente siempre las lleven puestas, porque en los sótanos es donde son o somos de verdad. El primero mata, el otro escribe: ambos penetran en la hondura sus obsesiones y pasiones.

Más tarde, vemos a George W. Bennet escapar del sótano. Una válvula sale de su cerebro y siente que no está loco, que está curado, que se ha salvado; los lectores sabemos que la vida del protagonista es una tragicomedia sin resolución; muy parecida a la de los seres humanos que no terminamos de sanar nuestra locura. En la superficie, Gustavo Faverón garabatea los borradores de lo que podría ser la siguiente novela –o disparate–. Es invadido por la sensación de que algunos seres de Vivir abajo quieren seguir hablando o quedan asuntos por resolver, así que posiblemente deba regresar. Entre tanto, quedamos los reacios a abandonar las tumbas, porque queremos extraer la piedra de la locura.

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María Laura Padrón es periodista.


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