Conocemos su rostro hasta el hartazgo. Caminando con Angela Davis por las calles de Nueva York en los setenta como si fueran dos Black Panthers. Celebrada por Oprah Winfrey en los noventa. Ovacionada por el presidente Barack Obama en los dosmil. Citada por Beyoncé en la apertura de su reciente documental Homecoming. Dentro de nada seguro que Inditex sacará alguna línea de camisetas con su cara y reproducirá alguna de sus famosas citas. Desde las altas esferas de la política hasta las alcantarillas de la cultura pop, con sus orgullosas canas octogenarias enredadas en rastas grises que le daban un aire de medusa con piel broncínea, Toni Morrison (Lorain, Ohio, 1931 – Nueva York, 2019) se ha convertido en las últimas décadas en una especie de monumento literario cuya consagración en el altar de marfil parece haber sido el premio Nobel recibido en 1993.
Sin embargo, al igual que en la ya clásica relectura del mito griego propuesta por Hélène Cixous en La risa de la medusa (1979), la repetición hasta el hartazgo de su efigie adusta puede provocar un efecto adverso a quien se anime a leer su obra. Al igual que en la interpretación que hace de la temible gorgona Medusa la filósofa argelina, Morrison no convierte en la piedra de museo y vehemencia todo lo que toca sino que lo disuelve por los aires con la fuerza alquímica de su alargada risa, una mueca amarga, una cicatriz de herida abierta. Si bien en sus once novelas plasmó con fidelidad no documental, pero sí literaria la lucha por los derechos civiles y la ardua batalla de los afroamericanos por un lugar para su historia de sufrimiento y explotación con una sonrisa amarga, esa herida abierta que es la historia del país más poderoso del mundo, no podemos resumir el poder de su narrativa en la ideología de su escritora. Hay algo más que supura en su escritura. Una furia implícita, un excedente indomable que, al igual que en la de esa constelación de autores afroamericanos como Maya Angelou, Zora Neale Hurston, Alice Walker o James Baldwin, hurga en nuestra aspiración a algún tipo de reconciliación bienpensante y nos mantiene en vilo, en ese lugar incómodo y desasosegante al que solo los buenos escritores nos llevan y nos abandonan para que nos las arreglemos solos.
Una prueba de ello es Beloved (1987), la que quizás sea su novela más representativa. Con una intensa prosa lírica Morrison contó en ella la historia de una familia matriarcal inspirada en la vida de la esclava Margartet Garner durante la guerra civil americana. La historia del clan asediado por los demonios del pasado aunaba realismo mágico, memoria histórica, leyenda y un intento desaforado de redención. En una época donde los coletazos de la segunda ola del feminismo promulgaban la independización del trabajo de la reproducción, los cuidados y las labores domésticas, Toni Morrison trajo al centro del debate la maternidad y sus demonios, tensando la cuerda entre el deseo, el instinto maternal y la pulsión de muerte de una manera nada reconciliadora.
Nacida como Chloe Ardelia Wofford en 1931 en Ohio, creció rodeada por una familia de cuatro hermanos, una madre ama de casa y un padre obrero. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó de empleada doméstica y luego asistió a una de las primera universidades para afroamericanos, donde estudió literatura inglesa. El reconocimiento literario le llegó cerca de los cuarenta, cuando con treinta y nueve años publicó su primera novela, que escribió mientras criaba sola a dos hijos y trabajaba a jornada completa como editora senior en la editorial Random House.
La cuestión de la identidad ha sido una constante a lo largo de su obra, poblada de intensas voces de mujeres, y también de algunos hombres, como en La canción de Salomón (1977) o en Volver (2012). Las protagonistas de Ojos azules (1970), su primera novela, y La noche de los niños (2015), dos novelas que dibujan un arco temático entre el comienzo y el final de su carrera, presentan los desvíos, las opciones vitales que las traumáticas experiencias infantiles de estas mujeres han escogido de manera infructuosa para redimir su pasado. A la eterna pregunta por la identidad, las posibles respuestas, traumática, racializada, de clase y de género, serían solo etiquetas acomodaticias para alambrar el terreno marcado por una escritura que pasa como un arado sobre los prejuicios que cosechan dichas etiquetas. Por eso, la mejor forma de conjurar la entidad mitológica “Toni Morrison”, que convierte en respeto y vehemencia literaria todo lo que toca, es leerla. Pasen de los obituarios, epitafios, homenajes como este. Entren en el templo, compren una de sus novelas y miren a la Medusa afroamericana de frente.
(Córdoba, Argentina, 1980) vive desde 2008 en Barcelona, en donde estudió Teoría Literaria en la Universidad Autónoma. Escribe sobre libros y arte.