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Los libros “anómalos por accidente” y sus posibilidades

Si después de que un libro ha salido a la venta su autor y sus editores descubren que incluye tantos errores que deben imprimirlo de nuevo, ¿qué pasa, o qué podría pasar, con los ejemplares anómalos que sobreviven?
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Hace unos meses, una conocida publicó su primer libro, una colección de cuentos, editado por un pequeño sello de Buenos Aires. En las semanas previas, ella y yo habíamos conversado acerca de algunos pormenores de la publicación; entre ellos, de su obsesión por eliminar las erratas y su miedo de que, de todos modos, quedaran algunas en la edición final. El libro se presentó; estuve allí, compré un ejemplar y lo leí en los días siguientes. Cuando terminé, le escribí a mi conocida para decirle que lo había leído, qué cuentos me habían gustado más y que, en efecto, había algunas erratas, aunque “nada como para volverse loco”.

Su respuesta comenzaba con la palabra “fatalidad”. Me decía que, poco después de la presentación, comenzaron a llamarla personas cercanas para comentarle que habían encontrado “algunos errores”. Pensó que eran dos o tres pequeños errores de tipeo, pero en una simple revisión halló más de treinta. Llamó al editor y cayeron en la cuenta de lo sucedido: había enviado a imprenta un archivo antiguo, sin las correcciones finales. La pesadilla de cualquier escritor —y de los obsesivos, aún más— hecha realidad.

El “operativo corrección” comenzó de inmediato. Esa primera edición estaba dividida en dos partes: una primera tirada de cien ejemplares, de los cuales se vendieron unos 60 en la presentación y el resto iba a ser destinado a la prensa; y luego una segunda de 300 ejemplares, que irían a las librerías. Por suerte, esta última todavía no se había impreso, de modo que se pudo sustituir el PDF viejo por el nuevo. Los cuarenta libros ya impresos y no vendidos en la presentación irían a parar a la trituradora. Y se imprimirían 60 ejemplares más para entregarlos a quienes nos llevamos de la presentación lo que su autora calificó como “un borrador en forma de libro”.

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Esta curiosa historia me recordó a dos cuentos de dos de los mayores cuentistas argentinos. El primero fue “Queremos tanto a Glenda”, de Julio Cortázar, incluido en el libro homónimo de 1980. Allí, un grupo de admiradores fanáticos de la actriz Glenda Garson (inspirada en la Glenda Jackson de la realidad) se propone “perfeccionar” las películas en las que ella ha participado, de modo que todas esas obras estén —según su particular punto de vista— a la altura de la actriz.

La tarea supone unas dificultades enormes, por supuesto, ya que el grupo debe conseguir todas las copias de las película, e insertar su modificación en cada una de ellas. Como ese no es el tema del cuento, Cortázar lo resuelve con facilidad: “A nadie se le hubiera ocurrido plantearse problemas de dinero, Irazusta había sido socio de Howard Hughes en el negocio de las minas de estaño de Pichincha, un mecanismo extremadamente simple nos ponía en las manos el poder necesario, los jets y las alianzas y las coimas”. Se sabe: con dinero, todo es posible.

La misión de mi conocida y su editor era más simple. Debían rastrear a los 60 compradores del libro en la presentación y entregarles la versión correcta… ¿y reclamar la edición errónea para destruirla? ¿Su objetivo debía limitarse a hacer justicia con los compradores y hacerles llegar el producto final, sin preocuparse por nada más? ¿O deberían ir por más, como los personajes de Cortázar, y tratar de que no quedaran rastros del “borrador con forma de libro”?

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El otro cuento que me vino a la mente fue “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, uno de los más emblemáticos de Jorge Luis Borges (y que integra Ficciones, de 1944). La trama comienza con el descubrimiento de que Adolfo Bioy Casares, personaje del relato, posee un ejemplar del tomo XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia —una reimpresión de la Enciclopedia Británica— que incluye una entrada sobre un país llamado Uqbar. La entrada está en las últimas páginas del volumen, que en la indicación alfabética del lomo dice “Tor-Ups”, es decir, no prevé ninguna palabra comenzada con “Uq”.

Más aún: cuando lo comparan con otro ejemplar del mismo tomo advierten que todo es igual, salvo que el otro posee cuatro páginas menos (917 en vez de 921). Las páginas que faltan son las correspondientes al artículo sobre Uqbar. El relato de Borges nos cuenta luego que esta es una de las intromisiones en la realidad de una sociedad secreta llamada Orbis Tertius y que se propone crear un mundo. O mejor dicho, sustituir el nuestro por el que ellos inventen: “El mundo será Tlön”.

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No fue el caso, pero el PDF viejo que el editor de mi conocida mandó a imprimir podía haber incluido no solo erratas, sino también párrafos y hasta cuentos enteros que no debieran formar parte de la edición final. Podría pasar que alguien se llevara un ejemplar del libro erróneo en la presentación y luego no fuera rastreado por mi conocida y su editor (que no tienen los recursos de los cortazarianos admiradores de Glenda Garson), y entonces conservara el libro convencido —no tendría por qué dudar— de que es el auténtico, y en alguna conversación futura citara una frase o una escena o todo un cuento que estuviera en su ejemplar pero no en los que poseyeran y hubieran leído los demás. Podrían creer, todos, que es Orbis Tertius quien está detrás del misterio.

También podría ocurrir que la obra sea muy elogiada por la crítica y tenga luego varias reediciones, y que esos ejemplares anómalos supervivientes se conviertan en objeto de culto para coleccionistas y que su valor económico se dispare.

O que, con esta misma idea, un escritor de best-sellers construya un relato sobre los ejemplares irregulares perdidos de un libro, en cuyas páginas extras se encuentre la fórmula para revivir a los muertos, o para combatir a los vampiros, o para descifrar los secretos que un pintor dejó en sus obras hace siglos. Bueno, ahora que lo pienso, esto ya debe existir.

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Una posibilidad más es que alguna editorial tome el concepto y decida, de manera deliberada, mezclar algunos ejemplares ligeramente distintos entre los de la edición normal de un libro. De este modo, les daría una especie de pequeño regalo, al azar, a algunos lectores. Un poco como cuando la Coca-Cola incluye un premio debajo de sus tapas. O como las llamadas pistas ocultas, esas canciones difíciles de encontrar en los discos, casetes u otros formatos musicales.

Al parecer, la primera pista oculta fue “Her Majesty”, una canción de apenas 22 segundos de duración al final de Abbey Road, de los Beatles, que aparece después de catorce segundos de silencio y cuyos datos no figuraban ni en la etiqueta del disco ni en los créditos del estuche. El tema iba a ir en el sexto lugar (de un total de once canciones) en la cara B del disco, entre “Mean Mr. Mustard” y “Polythene Pam”, pero a Paul McCartney no le gustó cómo quedaba y pidió que la quitaran. Cuenta la leyenda que, como al ingeniero de sonido le habían dicho que nunca desperdiciara material de los Beatles, puso por su cuenta la canción al final.

¿Cuánto valdrán hoy en día esos discos anómalos originales? Quizás en el mundo de los libros solo falta que coincidan un editor que, igual que ese ingeniero de sonido, se anime a hacer algo raro y un autor, no digamos tan genial como los Beatles, pero que al menos haga un poco de ruido.

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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