Ha muerto el escritor Juan Muñoz Martín, que puso a leer a generaciones de niños con dos libros por los que hemos pasado todos: Fray Perico y su borrico y El pirata Garrapata (yo era más del segundo que del primero). Muñoz Martín era profesor también, y hablaba a los niños de tú a tú, algo que parece sencillo pero que es rarísimo encontrar en la literatura infantil, mucho más en ciertas tendencias de libros destinados a enseñar, a transmitir un mensaje, a dar una moralina. Ese tipo de libros suelen gustar más a los padres que a los niños, y más a los padres que no son lectores que a los que sí. Si usted es uno de esos padres, seguramente no disfrutará de los libros de Juan Muñoz Martín y el escándalo de la semana pasada a propósito de los cambios en los textos de Roald Dahl no es que le parezca bien o mal, sino que no entenderá quién daría a leer a sus hijos ese tipo de libros. Por ejemplo, La maravillosa medicina de Jorge: un nieto hace una pócima con todo lo que encuentra en la casa que sea pocimable (matarratas, pegamento, detergente, etc.) para hechizar a su abuela, que le parece un poco insoportable –y la verdad, simpática no es–. La “maravillosa medicina” la hace cada vez más pequeña hasta que la abuela desaparece. Lo hace con un “pluf” y genera la misma incomodidad que una polilla chocando contra la bombilla. El Superzorro, materia prima para Fantastic Mister Fox de Wes Anderson, está protagonizado por un zorro mentiroso, ladrón y fanfarrón con un irresistible carisma personal que se dedica a robar a tres granjeros feos y bobos: Benito, Buñuelo y Bufón. Y cito dos de los cuentos más “infantiles” de Dahl.
La cosa ya está pasada y casi olvidada, barrida por el escándalo del último minuto, pero ver las reacciones desde la barrera a veces resulta interesante. Lo que se ha visto es una condena unánime por parte de autores –a título personal y a través de instituciones–, editoriales que publican los libros de Dahl y lectores. Como estamos en una guerra global por la verdad, se ha convertido en una nueva escaramuza por el asunto de la corrección política. Ahí es donde han pasado cosas asombrosas: en realidad no es una cosa woke, ha sido el capitalismo, se decía, que ya se sabe cómo es. El resumen es que las reglas son mías y las cambio cuando quiero.
En cualquier caso, la discusión está pasada y ha ganado el bien y la sensatez –cosa que no siempre sucede en los libros de Dahl–: la mayoría de sus editores ailleurs ya han dicho que no van a cambiar los textos. Quiero tirar del hilo para reivindicar la buena literatura para niños. Leo muchos libros para niños, no soy ninguna experta, pero tengo tres hijos y cada noche –si da tiempo– leemos un rato. Dahl es de nuestros favoritos porque nos tiramos de la risa. Dice el escritor Daniel Nesquens que “el mejor conservante de la Literatura es el humor”, también que la autocensura es el único condicionante. A veces le pido consejo a Samuel Alonso Omeñaca, que sí es un experto en libro infantil y juvenil y álbum ilustrado. Siempre me cuenta una cosa: a ningún padre le gusta Al otro lado, de Maurice Sendak, porque empieza con un bebé a cargo de un hermano mayor y el bebé se pierde. “Donde los padres ven angustia y error, los niños ven otra cosa, porque lo que sucede es que al final el hermano encuentra al bebé.” No sé bien el argumento porque fui una de esas madres miedosas.
Otra cosa que pasa es que, como me decía Nesquens, “muchos adultos piensan que el niño (solo por ser niño, o niña) es medio tonto y no va a entender las cosas. Y es al revés. Lo que hay que proteger son los buenos libros, las buenas ilustraciones, los buenos mediadores, los buenos lectores…” No mareo más a Nesquens, que se dedica a escribir libros para niños, y le pregunto si los libros tienen que ser moralmente buenos. “No. Para nada. Los escritores están para escribir buenos textos. Eso es lo importante. Lo demás es una milonga, un negocio y un obstáculo a salvar. Igual que los calamares a la romana no tienen porqué ser moralmente buenos, los libros tampoco.”