“Ciertamente fue una casualidad que la persona con la que elegí casarme fuera siete años más joven que yo, exactamente la misma diferencia de edad que existía entre su madre y su padre. Cuando nos casamos con alguien, nos casamos también con sus orígenes, pasando por los padres, los abuelos y bisabuelos; nos casamos con todo su séquito genealógico”, se lee en Aurelia, Aurélia (Muñeca infinita, 2023, traducción de Vanesa García Cazorla), un libro de memorias de lo vivido y de lo leído (Virginia Woolf, Yourcenar, las tiras cómicas del periódico, o Robert Walser), la primera no novela de Kathryn Davis (Filadelfia, 1946). Tiene ocho novelas y este libro es de 2022. En el centro está la enfermedad y muerte de su segundo marido, Eric Zencey, también escritor, fallecido en 2019. “Cuando muere alguien con quien hemos convivido durante mucho tiempo, la memoria deja de funcionar en la forma habitual: se vuelve loca. Lo que hacemos ya no es recordar; es, la mayoría de las veces, una proyección astral”.
También Janet Malcolm hace un ejercicio de memoria en Fotografías fijas (Debate, 2023, traducción de Raquel Marqués), habría que decir hizo, porque murió en 2021 y al libro le falta un capítulo final en el que iba a hablar de lo que era para ella la fotografía, que practicó de manera aficionada y que fue el primer tema del que escribió. En estas memorias de infancia y adolescencia, Malcolm se sirve de fotos viejas, de esas de 6×9 en blanco y negro y se deja llevar por los recuerdos que le despiertan y que tienen que ver sobre todo con el mundo de los inmigrantes checoslovacos judíos en Nueva York del que ella y su familia formaban parte. Hay otra conexión con algunos temas del libro de Davis: el amor, el deseo, la sexualidad. Malcolm recuerda un libro que leyó de adolescente, una tramilla de enredos amorosos con prota virtuosa y amiga no virtuosa. Cuando lo piensa de mayor, ve “un panfleto de la ideología sexual represiva de la época”. Malcolm se había enamorado de una chica sin saberlo, Davis dice que se enamoró de la muerte cuando vio El séptimo sello, que vio “siendo una adolescente de dieciséis años que se creía adulta” y viajaba en un barco a Europa. El barco se llamaba “Aurelia” y cada noche, en el auditorio, proyectaban una película. “El gran misterio de El séptimo sello residía en el propio filme (distinto de cualquier otro que hubiera visto en mi vida) y en el hecho de que fui incapaz de entender un solo diálogo hasta que leí los subtítulos”. Hay otros momentos de humor en el libro de Davis, como cuando cuenta que descubrió que, al parecer, ya se había acostado con su novio (¡era eso!). A veces el humor viene mezclado con la tragedia, como cuando recuerda sus mascotas muertas: peces suicidas, un periquito muerto tras un baño, un perro salchicha muerto con catorce años caninos a consecuencia de una hernia discal.
Así que el primer Aurelia es por el barco, el segundo es por Aurélia, una novela breve de Nerval, “escrita poco después de que el autor saliera del sanatorio de Passy”. En Aurelia conoció a un joven, estudiante de filosofía en Oberlin. “Mi obsesión romántica por el apuesto universitario no me llevó al delirio, sino simplemente al otro lado del océano Atlántico”. La estructura de Aurelia, Aurélia no solo es circular, cada capítulo, cada escena, anticipa de algún modo la siguiente, casi como si fueran temas musicales.
“Aurelia, Aurélia. Se produce una suerte de tránsito desde el rincón de nuestra mente donde reside la memoria, tan firmemente asentada como la casa en la que crecimos, y la herramienta operativa del pensamiento, diseñada para transportarnos a nosotros y nuestros recuerdos a otro lugar, como si cruzáramos el océano en un barco”.