Su primera novela fue su primera obra maestra. La ciudad y los perros (1963) lo consagró de inmediato.1 José Donoso contaba que lo acompañó a París a la presentación de esta novela recién traducida al francés. La sala estaba abarrotada de gente. Vargas Llosa habló vestido de guayabera cubana y defendió la Revolución. Y las muchas periodistas francesas que había, contaba Donoso con cara pícara, se lo querían manducar ahí mismo, entre bambalinas. No sé si es cierto. Pero es lo que Donoso contaba.
En cualquier caso, la verdad es que a los treinta ya era célebre en el mundo entero. Pienso que de todos los novelistas de la lengua castellana, Cervantes, García Márquez y Vargas Llosa son los que más resonancia han tenido en otras culturas y otras lenguas.
La ciudad y los perros transcurre en el Colegio Militar Leoncio Prado, donde estudió el autor. Un cadete al que llaman “el Esclavo” tiene en su memoria esta escena de su niñez: “…lo distrajo el rumor que crecía, y, de pronto, la habitación estaba llena de una voz tronante y de un vocabulario que nunca había oído. Tuvo miedo y dejó de pensar. Las injurias llegaban hasta él con pavorosa nitidez y, por instantes, perdida entre los gritos y los insultos masculinos, distinguía la voz de su madre, débil, suplicante. Después, el ruido cesó unos segundos, hubo un chasquido silbante y, cuando su madre gritó ‘Richi’, él ya se había incorporado, corría hacia la puerta, la abría e irrumpía en la otra habitación gritando: ‘No le pegues a mi mamá’. Alcanzó a ver a su madre, en camisa de noche, el rostro deformado por la luz indirecta de la lámpara, y la escuchó balbucear algo, pero en eso surgió ante sus ojos una gran silueta blanca. Pensó: ‘está desnudo’ y sintió terror. Su padre lo golpeó con la mano abierta y él se desplomó sin gritar. Pero se levantó de inmediato: todo se había puesto a girar suavemente. Iba a decir que a él no le habían pegado nunca, que no era posible, pero antes que lo hiciera, su padre lo volvió a golper y él cayó al suelo de nuevo. Desde allí vio, en un lento remolino, a su madre que saltaba de la cama y vio a su padre detenerla a medio camino y empujarla fácilmente hasta el lecho, y luego lo vio dar media vuelta y venir hacia él, vociferando, y se sintió en el aire,y, de pronto, estaba en su cuarto, a oscuras, y el hombre cuyo cuerpo resaltaba en la negrura le volvió a pegar en la cara, y todavía alcanzó a ver que el hombre se interponía entre él y su madre que cruzaba la puerta, la cogía de un brazo y la arrastraba como si fuera de trapo, y luego la puerta se cerró y él se hundió en una vertiginosa pesadilla”.
Por su libro de memorias El pez en el agua (1993) sabemos que estas escenas horribles las vivió el niño que llegaría a ser “Vargas Llosa”. Los maltratos del padre en lugar de aplastarlo lo hacen rebelarse. Y esa actitud de resistencia al abuso paterno nutre su repulsión ante las dictaduras de cualquier signo.
Su compromiso con la democracia y el liberalismo arrancan de estas humillantes experiencias tempranas de abuso del poder. Su compromiso inicial con el marxismo y la Revolución cubana, como sabemos, se fue disolviendo, esa utopía se le derrumbó por completo y llegó a ser un intelectual liberal de primer orden. Y esto lo hizo entrar a fondo en la política de su país. Y aunque no llegó a ser presidente —le faltó poco—, las ideas que difundió con elocuencia en su campaña penetraron en el grueso de los sectores poíticos y de la población y cambiaron la historia del Perú hasta el día de hoy. Su influjo se ha hecho sentir en toda Latinoamérica, en España y más allá.
Por otro lado, la experiencia del abuso del padre fortaleció su voluntad de contrariarlo y llegar ser escritor. Porque para Vargas Llosa la ficción es un acto de rebelión ante lo que existe. Siempre pensó que la novela aspiraba, de algún modo, a cambiar el mundo o, al menos, nuestra manera de ver el mundo. En ese sentido, sus lecturas juveniles de Jean-Paul Sartre y, después, de Albert Camus, no lo abandonaron nunca. El hombre rebelde de Camus fue una obra fundamental en su formación como intelectual y como escritor.
Con todo, antes de ser Vargas Llosa un intelectual liberal, sus novelas se desarrollaban como una pluralidad de voces narrativas. Cada una de ellas ofrece una perspectiva sobre lo que está ocurriendo. No siempre son versiones coherentes. En La ciudad y los perros la pregunta que recorre la trama –¿la muerte del Esclavo fue un accidente o un asesinato y, en tal caso, quién fue el asesino?–, en rigor, no se contesta. En ese sentido, sus narraciones son conjeturales. Ese tipo de arquitectura, es decir, la coexistencia de una diversidad de puntos de vista, proviene, como afirmó más de una vez, de William Faulkner, el primer novelista al que leyó lápiz en mano.
Dicho eso, hay aquí, sin embargo, de un modo tácito, una visión de mundo que calza con la concepción de Karl Popper, al que leería después, ya alejándose del marxismo. Para Popper la verdad se conoce a través de conjeturas revisables. La estética de Vargas Llosa como novelista y su pensamiento como intelectual, con los años, convergieron.
La simultaneidad de la experiencia
Vargas Llosa quiere hacernos sentir la simultaneidad de la experiencia. Cuando contamos algo normalmente elegimos una línea causal y omitimos otras. Flaubert trabajó muchísimo su escena de los comicios agrícolas en la que se anima a entrelazar dos líneas narrativas paralelas: los discursos del consejero y el presidente de esa feria agrícola y ganadera con la conversación íntima de Emma y Rodolphe que observan desde la ventana de un segundo piso. Aunque se trata de dos cadenas causales independientes, la conversación de los futuros amantes es modificada por las interrupciones de los discursos y la entrega de premios. El lector entra y sale de la intimidad que busca Rodolphe tratando de seducir a Emma y no puede dejar de sentir un cierto distanciamiento irónico respecto de ellos y, desde luego, de las parrafadas formales de las autoridades. En la correspondencia de Flaubert, hay referencias a esta escena que será “nueva […] los efectos de una sinfonía han sido llevados a un libro”, escribe. Estaba muy consciente de su innovación. Porque lo que logra con ese entrelazamiento es sugerir la simultaneidad. Joyce fue mucho más allá en ese mismo sentido.
En esta escena, el cadete Alberto ha resuelto denunciar al asesino del Esclavo. Leamos con cuidado:
Llega a la puerta del bar y entra. El ruido lo amenaza de todas direcciones, la luz lo ciega y pestañea varias veces. Consigue llegar al mostrador entre cuerpos que huelen a alcohol y a tabaco. Pide una guía telefónica. “Se lo estarán comiendo a poquitos, si comenzaron con los ojos que son tan blandos, ya deben estar en el cuello, ya se tragaron la nariz, las orejas, se le han metido dentro de las uñas como piques y están devorando la carne, qué banquete se deben estar dando. Debí llamar antes que empezaran a comérselo, antes que lo enterraran, antes que se muriera, antes.” El bullicio lo martiriza, le impide concentrarse lo suficiente para localizar, entre las columnas de nombres, el apellido que busca. Finalmente, lo encuentra. Levanta de golpe el auricular, pero, cuando va a marcar el número su mano queda suspendida a milímetros del tablero; en sus oídos resuena ahora un pito estridente. Sus ojos perciben a un metro, tras el mostrador, una casaca blanca, con las solapas arrugadas. Marca el número y escucha la llamada: un silencio, un espasmo sonoro, un silencio. Echa un vistazo alrededor. Alguien, en una esquina del bar, brinda por una mujer: otros contestan y repiten un nombre. La campanilla del teléfono sigue llamando, con intervalos idénticos. “¿Quién es?”, dice una voz. Queda mudo; su garganta es un trozo de hielo. La sombra blanca que está al frente se mueve, se aproxima. “El teniente Gamboa, por favor”, dice Alberto. “Whisky americano”, dice la sombra, “whisky de mierda. Whisky inglés, buen whisky”. “Un momento”, dice la voz. “Voy a llamarlo.” Tras él, el hombre que brindaba ha iniciado un discurso. “Se llama Leticia y no me da vergüenza decir que la quiero, muchachos. Casarse es algo serio. Pero yo la quiero y por eso me caso con la chola, muchachos.” “Whisky”, insiste la sombra. “Scotch. Buen whisky. Escocés, inglés, da lo mismo. No americano sino escocés o inglés.” “Aló”, escucha. Siente un estremecimiento y separa ligeramente el auricular de su cara. “Sí”, dice el teniente Gamboa. “¿Quién es?” “Se acabó la jarana para siempre, muchachos. En adelante, hombre serio a más no poder. Y a trabajar duro para hacer dinero y tener contenta a la chola.” “¿Teniente Gamboa?”, pregunta Alberto. “Pisco Montesierpe”, afirma la sombra, “mal pisco. Pisco Motocachy, buen pisco”. “Yo soy. ¿Quién habla?” “Un cadete”, responde Alberto. “Un cadete de quinto año.” “Viva mi chola y vivan mis amigos.” “¿Qué quiere?” “El mejor pisco del mundo, a mi entender”, asegura la sombra. Pero rectifica: “O uno de los mejores, señor. Pisco Motocachy.” “Su nombre”, dice Gamboa. “Tendré diez hijos. Todos hombres. Para ponerles el nombre de cada uno de mis amigos, muchachos. El mío a ninguno, solo los nombres de ustedes.” “A Arana lo mataron”, dice Alberto. “Yo sé quién fue. ¿Puedo ir a su casa?” “Su nombre”, dice Gamboa. “¿Quiere usted matar a una ballena? Dele pisco Motocachy, señor.” “Cadete Alberto Fernández, mi teniente. Primera sección. ¿Puedo ir?” “Venga inmediatamente”, dice Gamboa. “Calle Bolognesi 327. Barranco.” Alberto cuelga.
En este fragmento magistral se entrelazan varias líneas narrativas: 1) lo que va haciendo Alberto (“Pide una guía telefónica…”); 2) lo que piensa (“Debí llamar antes…”); 3) lo que dice el hombre de delantal blanco, la sombra en el bar (“El mejor pisco del mundo a mi entender”); 4) lo que habla en el bar un tipo que está con sus amigos y que se va a casar (“Se llama Leticia y no me da vergüenza decir que la quiero, muchachos”); y 5) la conversación telefónica del cadete con su teniente (“Yo sé quién fue. ¿Puedo ir a su casa?” “Su nombre”, dice Gamboa).
La trenza de líneas narrativas sugiere la multiplicidad de lo que está ocurriendo, lo mucho que está pasando allí a la vez, es decir, la pluralidad que es cada instante. Esto fácilmente se vuelve confuso. Para evitarlo el autor crea contrapuntos, momentos en que dos líneas narrativas parecen contestarse o hay palabras o sentidos que resuenan en una y otra: “‘¿Qué quiere?’ ‘El mejor pisco del mundo’ […] ‘Su nombre’, dice Gamboa. ‘Tendré diez hijos. Todos hombres. Para ponerles el nombre de cada uno de mis hijos, muchachos’ […] ‘A Arana lo mataron’, dice Alberto.”
Mientras un futuro padre piensa en sus futuros diez hijos, el lector está pensando en el padre de Arana que ha perdido a su hijo. “‘[…] lo mataron’, dice Alberto […] ‘¿Quiere usted matar una ballena?’” Las diversas líneas narrativas se interrumpen e interpenetran. En Cartas a un joven novelista (1997), Vargas Llosa llama a este procedimiento “los vasos comunicantes”.
Todos estos cambios, como asimismo las “mudas del narrador” –para usar otra expresión de Vargas Llosa–, surgen de lo que se quiere contar. Entonces, lejos de parecer artificios que muestran la fábrica y, por tanto, al fabricante, más bien crean la ilusión de que la vida que se narra emerge así, sin más.
La utopía
Me parece que en sus grandes novelas Vargas Llosa explora fundamentalmente dos temas: la utopía y el poder. Por supuesto, su calidad literaria no proviene de los temas mismos, sino de otros factores, como las voces narrativas, su lenguaje, la potencia de los personajes y la intensidad del conflicto dramático. Pero creo que Vargas Llosa sentía que en el fondo del alma humana hay una necesidad de utopía, es decir, de Paraíso, ya sea en el más allá celestial o en un más allá terrenal. Al mismo tiempo, sentía que el ser humano necesita vivir en la realidad y esta niega la utopía. Este conflicto irremediable es el gran conflicto de muchas de sus novelas. Su afición a las novelas de caballería, al Quijote, a Madame Bovary tiene que ver con esto. Son novelas en las que hay personajes heroicos, que encarnan un deber ser. Y en estas dos últimas, sus utopías se estrellan contra la realidad. Don Quijote es capaz de renunciar a su sueño de ser un caballero andante y, luego, muere como Alonso Quijano. Madame Bovary, en cambio, no puede renunciar a su idea del amor y termina renunciando a la vida con su suicidio.
En La guerra del fin del mundo (1981) el protagonista es el Consejero: Era un “hombre alto y tan delgado que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes y sus ojos ardían con fuego perpetuo”. Estamos ante un líder religioso popular que reúne a delincuentes y otros seres abyectos para rechazar al Anticristo que representan la República, la razón y el positivismo. Rechazan hasta la moneda de la República. Usan las viejas monedas de la monarquía con la efigie del emperador Don Pedro. Se niegan a pagar impuestos. Los seguidores del Consejero, los yagunzos, “parecían pordioseros y, sin embargo, tenían caras felices”. Al abrazar su causa esos seres miserables encuentran un sentido, se regeneran y cambian su nombre. Es una rebelión de pobres, de campesinos. El Consejero es un redentor. Y como es casi una presencia divina en la tierra nunca sabemos qué piensa o siente desde él. Siempre está visto desde sus fanáticos seguidores.
Para la élite modernizadora que dirige el Brasil independiente es incomprensible que los campesinos más pobres defiendan la monarquía invocando al “Buen Jesús”. Su mundo y el mundo de los yagunzos son inconmensurables. En los periódicos, los intelectuales explican la rebelión como una conspiración extranjera. El periodismo que falsea la realidad por motivos ideológicos aparece con fuerza en la novela. Así como el intelectual extranjero –Galileo Gall– que llega a América Latina con la esperanza de encontrar un laboratorio para sus sueños.
A medida que avanza la novela, los defensores de la razón republicana y el progreso empiezan a mostrarse tan fanáticos e intolerantes como sus opositores religiosos que avanzan cual “Cruzados a rescatar Jerusalén: cantando, vitoreando a la Virgen y a Nuestro Señor”. La confrontación –la guerra civil de Canudos– es sangrienta y tiene rasgos apocalípticos. Un poderoso cañón-ametralladora del ejército al que los yagunzos llaman “la Matadeira” causa estragos. Sin embargo, hay cierta ironía en medio de las cosas descomunales que suceden. Es cosa de recordar momentos del “León de Natuba” o “el Fogueteiro”. El humor leve del narrador conlleva, claro, una crítica del espíritu utópico presente en ambos bandos. Al fin, se trata, a mi juicio, de una tragicomedia.
Todo esto ocurre en el norte de Brasil a fines del siglo XIX y se apoya en el libro Os Sertões (1902) de Euclides da Cunha. El lector ve en este choque de dos utopías una metáfora de tantas confrontaciones en la historia de Latinoamérica. No solo eso: lo que se muestra es la doble cara de la utopía. Da una razón de ser y, al fin, se transforma en autodestrucción. Es decir, da convicción para vivir y, al chocar con la realidad, acarrea la muerte. Este es el conflicto y es inescapable, salvo, quizás, a través de la sabiduría del humor. La guerra del fin del mundo es una novela de aventuras que se emparenta con las de caballerías.
En su última novela, Le dedico mi silencio (2023), Toño Azpilcueta está poseído por otra utopía: el vals criollo podrá unir al Perú. Otra forma de utopía caracteriza a su Flora Tristán y a su Paul Gauguin de El Paraíso en la otra esquina (2003). Una utopía, esta vez política y revolucionaria, es la que guía al Mayta de su Historia de Mayta (1984).
El poder
El otro gran tema de las novelas de Vargas Llosa es la exploración del poder. La ciudad y los perros es, en gran medida, una novela sobre el ejercicio sórdido del poder oculto al interior del mundo de los cadetes como contracara del poder del mundo de sus autoridades militares y que acabará mostrando su acomodaticia hipocresía.
En Conversación en La Catedral (1969), es una conversación principal del joven Zavalita, un periodista, y Ambrosio, exchofer de su padre. Se encuentran por casualidad, después de años sin verse, y van a tomarse unas cervezas al bar La Catedral. Pero en esa conversación irrumpen otras conversaciones de otros personajes que surgen y se sumergen y luego se retoma la conversación central y vuelven otras interrupciones. El lenguaje es sencillo y transparente, la trama misma no es complicada, pero sí la estructura que es sumamente sutil y exige un lector concentrado y creativo que ha de ir armando la trama de la novela. Porque se van intercalando distintos narradores, distintos relatos y distintos momentos. A veces, en el mismo diálogo se dan, entreverados, trozos de diálogos diversos, lo que requiere gran virtuosismo del autor. La historia se construye a pedazos. Así descubriremos, por ejemplo, que Ambrosio ha sido no solo chofer sino amante del padre de Zavalita. Lo cual ha conducido a un chantaje y un crimen, cuyo autor es Ambrosio. Pero ¿por iniciativa propia o del padre? Nunca lo sabremos a ciencia cierta.
No hay certezas en la novela. Salvo el poder corruptor de la dictadura del general Manuel A. Odría (1948-1956) que se cuela incluso al dormitorio de los personajes. Ese poder se centra en Cayo Bermúdez, hombre de confianza del dictador, el poder en las sombras. El hombre que maneja los hilos ocultos de la represión es un tipo mediocre. Tiene un “rostro curtido e indolente”, un “cuerpo avejentado y ascético” que se encoge en un sillón de terciopelo rojo. Pero es la eminencia gris del régimen. Este personaje, basado en Alejandro Esparza Zañartu, jefe de los servicios de seguridad de Odría, es una de las grandes creaciones de Vargas Llosa.
El poder es también el asunto de La fiesta del Chivo (2000), una apasionante novela de acción que transcurre en Santo Domingo y trata de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo (1930-1938 y 1942-1952), su asesinato y las secuelas. La gran mayoría de los personajes son seres reales. Es una ficción surgida de una meticulosa investigación histórica. El dictador Trujillo concentra la totalidad del poder político, militar y económico. La novela explora los efectos de ese poder omnímodo en su círculo cercano. Las humillaciones y bajezas que se hacen necesarias para mantenerse en el circuito del poder. Todos viven con miedo. Urania, personaje crucial, ha sido víctima inocente de lo que su padre, prohombre del régimen, llega a hacer con ella para congraciarse con el “Jefe”, “el Chivo”. Ha sido algo espantoso. Ella no puede perdonar.
¿De dónde emana el poder de Trujillo sobre los suyos? Sabemos que tenía “una mirada que nadie podía resistir sin bajar los ojos, intimidado, aniquilado por la fuerza que irradiaban esas pupilas perforantes que parecían leer los pensamientos más secretos, los deseos y apetitos ocultos, que hacía sentirse desnudas a las gentes”. No obstante, tal vez ese poder de su mirada, más que la causa, sea la consecuencia de su control de la fuerza militar y también del estómago de toda su gente. La contrapartida de su omnipotencia es que padece cáncer en la próstata y se orina sin poder controlarlo. En última instancia, el origen del poder es un misterio.
Los conjurados para matarlo se reúnen en el lugar convenido. La espera es muy tensa. Cuando aparece el Chevrolet del tirano se desata su persecución y comienzan las balas. Reina la confusión. Nadie entiende bien qué está sucediendo. Incluso se balean entre ellos. El lector siente que está ahí mismo. Es una escena narrada de un modo extraordinario.
La novela también emplea una pluralidad de narradores. En cada uno de sus relatos hay intensidad y hay suspenso. Quizá sea la más entretenida de las obras maestras de Vargas Llosa.
Muerto el dictador, sin embargo, de alguna manera sigue gobernando por medio de los suyos. Se persigue a sus asesinos. El general Román, uno de los conjurados, intenta borrar su responsabilidad en el atentado. Termina cazado en su propia trampa. Este hombre vacilante es uno de los personajes inolvidables del libro. Otro es el doctor Joaquín Balaguer, un hombre timorato y cuyo tono de voz “era tan suave y cordial, y la música de sus palabras tan agradable”. Su aspecto anodino disimula su maquiavelismo implacable. Sabe dónde pisar en esos peligrosos pantanos del poder. Es más solapado, pero más eficaz que los valientes. Se hará del poder.
Más tarde, el fenómeno del poder reaparece, por ejemplo, en su novela Tiempos recios (2019).
Mario Vargas Llosa escribió veinte novelas y varias obras maestras, como las cuatro que he comentado someramente en estas líneas. Su larga vida, llena de logros en los más diferentes planos, fue una continua aventura novelesca. Tenía múltiples intereses y facetas. Era un hombre amistoso, simpático, alegre, disciplinado, entusiasta y sumamente interesado en los demás. Su temperamento era apasionado. Era un gran conversador y tenía muchísimo sentido del humor. Contaba anécdotas con una gracia especial.
En su funeral que fue íntimo y sobrio, según sus instrucciones, estuvo presente su familia y amigos cercanos. Había profunda tristeza. Patricia y Morgana se veían adoloridas y cansadas, pero enteras. También su hijo Gonzalo, recién llegado de Siria. El discurso fúnebre de Álvaro fue conmovedor, profundo, sereno. La generosa personalidad de Mario Vargas Llosa desapareció el domingo 13 de abril. Pero en sus obras, de algún modo, podemos seguir encontrándonos con él. ~
- Este ensayo está basado en los artículos “La ciudad y los perros” en “Vargas Llosa: sus mejores libros”, publicado en el sitio web de Letras Libres, y “Vargas Llosa, la utopía y el poder”, publicado en la sección “Artes y Letras” de El Mercurio. ↩︎