Tenía yo nueve años cuando mi padre me llevó a visitar un parque natural que está situado en el centro de Mozambique, a dos horas de mi ciudad natal. Ese parque es atravesado por una falla tectónica que desgarra el continente africano de arriba abajo. Fue en aquella cicatriz viva que vi nacer el mundo. Era de mañana y la luz se desprendía del vasto río que, atravesando la inmensa sabana, circulaba también dentro de mí. En aquel momento yo era una semilla invisible, una diminuta gota en aquel universo en flagrante nacimiento. Esa ausencia de tamaño no me dio miedo. Fue lo opuesto: yo era parte de algo que no tenía fin. Recuerdo que mi padre puso su mano sobre mi hombro y me preguntó: “¿Te gusta?”. Yo quería responder. Pero no tenía palabras. Me faltaba un idioma. Entonces, él murmuró: “Hijo mío, esta es tu iglesia”.
Era el anuncio de un destino: no era exactamente el lugar. La dimensión casi religiosa de ese momento nacía de la suspensión temporal del lenguaje. Si aquel momento era una iglesia, la poesía vendría a ser mi religión. “No soy creyente”, dice un poeta mexicano. “No soy creyente, pero dialogo con esa parte de mí mismo que está abierta al infinito”. Fue esto lo que escribió Octavio Paz y él hablaba de lo que yo había vivido. Mi padre trajo a casa ese poeta mexicano que venía de muy lejos y que no encajaba con los otros libros que él hojeaba eternamente. Fue este mexicano quien, ahora, me ayudó a encontrar el tema de mi intervención. Octavio escribió lo siguiente:
Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.
Lo que Octavio Paz vio en la grafía de las estrellas y lo que yo busco en la escritura: alguien que me escuche y que intercambie su alma conmigo. Y que lo haga con tal delicadeza que yo me convierta en esta otra criatura que me deletrea. Ese es el oficio de la poesía: entregarnos la palabra que nos hace nacer. En su última entrevista, el mexicano Carlos Fuentes dijo: “Vivimos en un mundo al cual no conseguimos dar un nombre. Si una persona le preguntara a Dante: ‘¿Cómo se siente usted de vivir en la Edad Media?’, él preguntaría: ‘¿Pero qué es la Edad Media?’”.
Estas palabras de Fuentes nunca fueron tan pertinentes. No es solamente por miedo que no sabemos nombrar este mundo que dicen que nos pertenece. No nos falta solamente un nombre. Nos hace falta un idioma para formular la pregunta. Necesitamos, como decía Fuentes, “salvar la palabra”.
Varios fueron los libros que me ayudaron a salvar la palabra. Fueron llegando como mareas: El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa; El bebedor de vino de palma,de Amos Tutuola; el Gran Sertón: Veredas de Guimarães Rosa y, finalmente, Pedro Páramo de Juan Rulfo. Todos esos libros aclaraban mi propósito: lo que yo buscaba no era exactamente una historia. Buscaba un lenguaje. Lo que yo buscaba era el idioma que existe desde antes de que fuéramos personas, lo que yo buscaba era la palabra eternamente suspendida entre el abismo y el camino.
Una vez más pido ayuda a Octavio Paz: la poesía, dice él, “es el arte de ver, a través de las palabras, la otra cara de la realidad”. En nuestros días, la llamada realidad se tornó tan vacía y, al mismo tiempo, tan insolente y tan arrogante. Nuestra cotidianeidad se volvió tan brutal y empobrecida que, para hacernos humanos, necesitamos más que nunca ver esas otras caras de la realidad. Porque esa puesta en escena de la realidad que nos llega por medio de una pantalla luminosa no es solamente una imagen. Es un muro. Un muro que no nos deja ver nuestra propia humanidad.
Vengo de un país donde los ríos y las piedras hablan con las personas, los animales y los árboles comparten silencios con los dioses. No estoy folclorizando lo que es, sobre todo, una sabiduría ancestral. En esas cosmogonías no existen las fronteras entre lo vivo y lo no vivo, no existen las fronteras en los sueños y los dioses que viven dentro y fuera de nuestro cuerpo. Somos humanos porque somos todos los otros. Toda mi obra no busca sino traducir esa movilidad ontológica que todavía hoy habita las varias culturas mozambiqueñas. Esa errancia existencial permite viajar entre identidades que hoy se nos presentan como territorios amenazados, defendidos por murallas sagradas. Esa visita de mundos es absolutamente vital en un tiempo regido por el miedo, por el odio, por el derecho a la violencia y por la legitimación de la venganza.
Queridos amigos:
No puedo terminar sin hablar de mi gratitud con la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, y de mi gratitud con el jurado de este premio. Quiero agradecer no precisamente por esta distinción, sino por los motivos que fundamentaron haberme elegido como ganador. El jurado invocó la importancia del encuentro con sensibilidades literarias provenientes de otros continentes. Pero ese mismo jurado no hace concesiones a criterios de representatividad o a cualquier otro criterio que no sea estrictamente literario. Esta sabiduría ennoblece este premio y realza el prestigio de esta Feria.
Debo decir que no estoy aquí solo. Quiero compartir este galardón con todos los escritores de mi país. Son ellos quienes, desde hace décadas, luchan para que Mozambique gane la visibilidad que merece. Los escritores mozambiqueños, todos ellos, reafirman su identidad plural contra la herencia de los estereotipos que pesan sobre África y sobre los africanos.
Los escritores africanos de la lengua portuguesa viven una doble segregación: su geografía y la lengua en la que escriben. Agradezco al jurado por haber contribuido para que las voces de esos escritores puedan ser conocidas más allá de sus fronteras. Hay todavía y habrá por mucho tiempo muchos mares que nos separen. Pero como advierte José Emilio Pacheco, poeta suyo y nuestro (que fue homenajeado también en esta Feria en el año que estuve aquí): “Este convexo mar, sus migratorias y arraigadas costumbres, ya sirvió alguna vez para hacer mil poemas”.
El mismo Pacheco nos enseñó que ese mar puede tener otros nombres: “Llamo poesía a ese lugar del encuentro con la experiencia ajena. No leemos a otros: nos leemos en ellos”.
El poeta mexicano tiene razón: nos leemos y nos escribimos los unos en los otros. Somos tinta y página, boca y oído de la multitud que nos habita. Nunca fue tan urgente la literatura como un lugar de encuentros. Nunca fue tan necesario rescatar historias que nos devuelvan nuestra humanidad. Necesitamos rescatar un tiempo que sea nuestro y un mundo al que sepamos dar un nombre. La Feria Internacional del Libro de Guadalajara es, sin duda, un lugar para compartir lo que, en cada uno de nosotros, es la humanidad entera. Estoy aquí, en esta fiesta literaria y recuerdo las palabras de mi padre: este lugar, esta feria, se convirtió en una de mis iglesias.
Estuve en esta misma FIL en su edición de 2018 (año en que fue premiada la poeta Ida Vitale, quien ahora tiene 101 años). Para entrar a este país necesité, naturalmente, de una visa en mi pasaporte. Aquella era mi primera visita a México. Una parte de mí, sin embargo, me decía que yo ya había estado aquí. Una parte de mí había nacido en este lugar. Como muchos de mi generación, soy originario de ese México que me llegó a través de sus libros, sus canciones y su pintura.
A todos esos escritores, a todos esos artistas, les debo mi total gratitud. Este premio es más de ellos que mío. ~
Traducción del portugués: Erandi Barbosa Garibay
Revisión y corrección: Francisco Estrada Medina
(Beira, Mozambique, 1955) es escritor. En 2024 ganó el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances.