Querida Aloma:
Estaba yo a la orilla del agua leyendo un libro de bolsillo, arrastrándome centímetro a centímetro al compás del baile de sombras que se traían el sol y el joven árbol bajo el que me había sentado, cuando se acercaron y se pusieron delante de mí unos chicos que me llamaron la atención. Exactamente eran tres chicos y una chica, de veinticinco años como mucho. Uno de ellos atraía las primeras miradas por el volumen y el color de su pelo, una especie de gran bola pelirroja ingrávida que se bamboleaba a cada gesto que hacía él (todo el rato, porque era muy gesticulante y teatral). Llevaba una camisa de leñador, aunque hacía un calor insoportable. Eso quería decir, como se vio más tarde, que él al lago no iba a refrescarse, que era otra cosa la que buscaba en el contacto con la naturaleza. Había otro chico con un aire degenerado, como el que se ve en algunos estudios de rostros de pintores flamencos; unos rasgos muy antiguos en todo caso. Este chico se quedó en calzoncillos y se puso encima unos pantalones como de deporte naranjas, sin forro, muy sucios. El tercer chico era aparentemente el más normal de los tres, y el que más callado iba. No sabría cómo describirlo. Moreno, normal, ni muy alto ni muy bajo. Tardé un rato en darme cuenta de que el traje de baño lo llevaba estampado de calaveras gigantes.
Ella estaba embarazada y tenía un antebrazo vendado. Se quitó la venda y la ropa, y se quedó en bikini. Se había abrasado; se veía la marca del bikini debajo del bikini. Se lanzó al agua la primera, y una vez dentro se veía que era la más audaz. Fue nadando hasta unos árboles que asomaban del agua, y se metió entre ellos como para ver qué podía haber en ese claro anegado. Cuando se le acercó quizá demasiado un pato que también estaba nadando le dio un grito estridente que no solo iba dirigido al animal, sino también a sus amigos, que lo celebraron con risas. El pelirrojo sacó un móvil y puso la música bien alta: una cantante clásica de blues. Después de hacer unos bailes se apoyó en un árbol y con mucha parsimonia se lió un porro de marihuana.
Yo llevaba un rato pensando en irme porque ya me había bañado un par de veces, estaba empezando a no entender lo que leía y quería hacer otras cosas, pero la llegada de ese grupo estrafalario había cambiado el ambiente general y me provocaba mucha curiosidad. Quería mirar lo que hacían. Parecían salidos del pasado, y era como si su llegada hubiese provocado una distorsión profunda en la escena. Cómo decirlo. Si se hubiese desencadenado repentinamente una situación de violencia extrema no me habría sorprendido nada.
Bueno, pero ¿por qué te estaba contando esto? ¡Ah, sí! En cierto momento levanté la vista del libro que simulaba estar leyendo, y los edificios que descendían por la ladera de enfrente hasta casi la orilla del otro lado del lago parecían, vistos desde mi lado y debido a las posiciones de los toldos, abiertos o cerrados, de las terrazas y galerías, distintos hexagramas del I Ching, mandando un mensaje con su sencilla y elocuente alternancia de líneas quebradas y continuas.
¿Te has hecho ya alguna lectura?
Besos,
B
Hola, querida
Disculpa que haya tardado en responder, pero se me van los días y no sé ni en qué. La escena que describes tiene a la vez dos tonos: de un lado la parte bucólico veraniega, los jóvenes pasándolo bien y de otro, una tragedia que aún no ha sucedido. Supongo que de la tensión entre esos dos tonos viene la violencia y el mal rollo que deja en el cuerpo ese trío cafre que quizá lo más terrorífico que termine haciendo sea mojarle el chupete al bebé en miel. Que la música escogida fuera una cantante de blues me tranquiliza, y supongo que eso quiere decir que soy una elitista. Si hubiera empezado a sonar una ópera la sangre estaría garantizada. En fin, me desvío, pero es deliberado: mis hijos se acaban de ir en coche con su padre, pasado mañana nos reunimos, y me ha quedado una sensación horrible, un miedo atávico o así, supongo.
No me he hecho ninguna lectura porque no sé ni por dónde empezar, como tú no me resolvías las dudas, me lancé a un blog que me envió la escritora Belén García Abia. Desde Córdoba, Argentina, Marta Ortiz escribe en su blog (entrada fechada en 2014): “No soy completamente veraz al decir que es único, en realidad todos los libros se pueden usar para la indagación de los acontecimientos de nuestra vida y del mundo; solo es asunto de abrir al azar y leer un poco de lo primero que nos salta a la vista. Si somos buenos lectores, lo que leamos nos mostrará un cuadro de situación de lo que tenemos en mente. Esto demuestra la unidad del mundo y es algo muy fácil de demostrar para un buen lector.” Aquí me desvío de nuevo del I Ching, del libro, pero no de la idea. Resulta que hace unas semanas, cuando llegué a la casa de mi abuela en el pueblo de Teruel me puse a hojear los libros que hay acumulados aquí y allá. Es una biblioteca construida a base de descartes: libros que ya no se quieren o de los que se tiene repetidos. Algunos ejemplares son traducciones de esas de antes, ediciones de letra pequeña y apretada. Usé el método Mingo: mirar los lomos hasta que alguno te llame. No adivinarías cuál fue –aunque compartimos amor por el bigotudo autor. Ojalá hayas adivinado ya el nombre: William Saroyan. El título del libro es la clave: Tú estás loco, papá. Hay una nota previa dirigida a su hijo, el poeta Aram Saroyan: “Siempre que un escritor escribe algo, resulta cierto que hubiera podido escribir otra cosa cualquiera durante el tiempo que se tomó para escribir lo que escribió. […] Yo decidí escribir este libro porque cuando tenías diez años, en 1953, tú me lo pediste, y, porque, cuando yo tuve esa edad, en 1918, mi habilidad no estaba a la altura de lo que deseaba decir.” Pasa por alto el gusto por las comas de Manuel de la Escalera, autor de la traducción; lo importante es que mi hija mayor también tiene ahora diez años, lo cual es buen presagio, sin duda. Lo segundo es que por supuesto que no pienso devolver el libro a las baldas del pueblo.
Un beso,
A.