Por mucho que me apresure la vida acabará conmigo antes de que yo pueda acabarme la vida. Cuenta Jacques Dutronc que a Bonnard lo sorprendieron los guardias retocando un cuadro del Louvre. “¡Pero si es que es mío!”, protestaba el pintor mientras se lo llevaban en volandas.
Me he leído en dos sentadas Et moi, et moi, et moi, que creo que son las segundas memorias de Dutronc, un libro muy somero que si no me equivoco acaba de editarse en España, y en el que el cantante francés, fumador de cigarros puros y embajador de una frivolidad pretérita, declina emoción, épica y sentimentalismo para limitarse a consignar cuatro hitos de manera casi esquemática. Está claro que la música le puede al cine, porque a Dutronc lo pensamos siempre cantando aunque él se sabe sobre todo actor. En lo primero, de hecho, se dice un fraude. Y luego dice que solo cree en las críticas negativas, que cualquier provocación es imposible después de que su tan querido amigo Serge quemase en televisión aquel billete de 500 francos, y sostiene que en los setenta hubo solo dos tipos de actores, los que llevaban bigote y Michel Piccoli. Y habla de Zulawski, de Chabrol, del cargante Pialat (aquí el adjetivo lo pongo yo), de cuando Spielberg le propuso ser el arqueólogo francés de Indiana Jones, y sobre todo de ventosidades, esto es sorprendente, recomienda su máquina de pedos portátil, grado cero del humor galo, y lamenta un proyecto suyo soñado y perdido de interpretar a Joseph Pujol, el más famoso de los pedómanos.
El pensamiento es el arte de existir contra los hechos, algo así escribió Thomas Bernhard. Dutronc, en su escritura tan oral (lo lees imaginándole los gestos de las manos) dice que de chaval creía que todos los escritores estaban muertos. Son cosas distintas, pero juntas se entienden mejor. Et moi, et moi, et moi es un libro llano y olvidadero, pero con dos o tres relámpagos inspirados como aquel que dice que la felicidad no es algo que se viva, sino algo que se recuerda.
Escribo. El yo es el único espacio vacío con el que cuento, ahí puedo meter todo. ¿Qué es lo crucial? ¿En qué consiste la totalidad? ¿Qué sentido tiene el registro de los hechos? Creo escribir, pero las palabras me escriben. Discuto con una muchacha lingüista sobre pronombres y determinantes. Me apunta que al señalar el canal de Saint-Martin he dicho “este agua”, cuando debería hablar de “esta agua”, y aduce la prosodia y sílabas tónicas y cuestiones que no entiendo. En cualquier caso se equivoca, se equivoca ella y todos aquellos que no son yo. Se equivocan quienes eligen su variación, esa regla inoperante, si la métrica va por dentro. Trato de decirlo debidamente, por consideración, pero cojeo, empiezo a cojear si digo “esta agua”, ¡si el agua es esta, si es que es este agua! Es una cuestión física, espacial, me asoma una lesión cerebral si obedezco, y decido que de ese agua no pienso beber jamás.
Pero París, perdón. He puesto la radio, en París, buscando un color distinto. Lo primero que hay que hacer al llegar a un sitio es poner la radio, lo segundo no apagarla nunca. En París, de acuerdo. Debo escribir de París, sí, pero el descubrimiento de París ya no es posible para mí, llevo años explorando esta ciudad, ya solo soy capaz de constatar su derrota. Una ciudad dañada, que vosotros habéis dañado, ¡todos! ¿Quizás me estoy dando a la tentación del vacío?, al fin y al cabo es un concepto eminentemente francés.
La muerte va a ser siempre una novedad, esto ya estaba en Baudelaire, Baudelaire está en todo, en París está en todas partes. Lo nuevo es absoluto, desconocido e incomparable. Aquí se sabe que los libros de verdad nuevos son los libros viejos, pecios del tiempo ganados a la muerte, por eso abundan y están integrados como calderilla y sangre en los usos cotidianos de esta ciudad fabulosa e infernal, expuestos en cajones de madera como mercancías frutales. En París cuesta menos un libro que un café con leche. Esto es rigurosamente cierto.
La escritura es un acto, la lectura es un hecho. Leo también estas noches a Jean Renoir, sus memorias y sus cartas del exilio. Leo en París a Renoir estando él en América, el hijo del pintor, el director de una película milagrosa como La gran ilusión, por ejemplo, alguien que barajó tantas veces renunciar al cine y dedicarse a escribir, que en su opinión era la única manera de ser verdaderamente íntimo y personal.
Para Renoir, la imaginación humana resultaba peligrosamente limitada en su tendencia a los clichés. A eso sumaba lo que él llamó el dios del “buen gusto” que habita en nosotros, y que no sería sino el gusto por la mediocridad. En una realidad como la nuestra, de pijas catalanas y pijos gallegos haciendo películas, Renoir, que se proclamaba absolutamente a favor del mal gusto, me resulta todavía uno de los cineastas más modernos que han hollado nunca la faz de la tierra, y su película La regla del juego, uno de los grandes fracasos comerciales de la historia del cine francés, en 1939, una de las mejores películas de la vida, asombrosa en su curiosidad del mundo, en su comprensión del otro, de todos los demás, insólita en un ahora sin significado.
Bajo su apariencia benigna y sus personajes amables, Renoir defendía allí una historia que atacaba la estructura misma de la sociedad. Una sociedad en descomposición para una película sin estructura dramática, sin matriz, llena de temas, alusiones, correspondencias y deseos particulares, cualidades que ya André Bazin, epítome del crítico, supo advertir en una obra tan compleja como diáfana y fácil de ver, que respondía a ese ideal de Renoir que consistía en dar una película sin tema, toda ella forma y compás, solo eso que lo es todo, la voz esencial, la verdad sagrada del estilo. Allá en Madrid, a más de seiscientos metros sobre el nivel del mar a veces me falta el oxígeno y me llevan los demonios. Aquí, en definitiva, no me entero de la misa la media, me siento más o menos a salvo. En una placita de Bercy se juega al ping pong, ese deporte un poco humorístico que no cabe en sí mismo. Un poco más allá, no muy lejos la calle Jean Renoir, una librería pequeña y desaliñada llamada Mal du siècle luce en el escaparate un letrero de liquidación por cierre, situación que en francés se enuncia con la expresión “tout doit disparaître”, lo que en mi dudosa e interesada traducción vendría a ser que lo poco que podemos estar haciendo bien se debe a todo lo que hemos hecho mal.