El hotel está a dos minutos andando de la iglesia que hace un año nos llevó una caminata de una hora y media encontrar. La ventana de la habitación, en la planta veinte, da a la zona donde está la curiosa iglesia, pero esta está tapada por un edificio de viviendas en el que siempre habrá al menos una ventana iluminada. A cambio se puede ver un manto de tejados que llega hasta el horizonte, cubierto a su vez por una bruma apocalíptica y cálida, como tamizada por un sol polvoriento. De uno de los edificios sale una columna de humo que tampoco se interrumpirá ni de día ni de noche, y al final, en la línea del horizonte, se distingue la silueta de un campanario que indica un probable pueblo independiente en origen y absorbido al cabo por la expansión de la ciudad. Llegar a la planta vigésima le toma al ascensor unos segundos −menos de veinte seguro, quizá diez aunque ¿no sería asombrosa esa velocidad?−, lo que exige que el sistema de ascensores se organice mediante una precisa repartición de los alojados, que no pueden elegir en cuál suben o bajan sino seguir las instrucciones que les dé el sistema. En una ocasión, mientras espero a que se abra el que me ha sido adjudicado, aunque quizá sea yo la que le haya sido adjudicada a él, percibo en la puerta un inquietante ruido vibratorio del que aviso a una empleada del hotel, por si es indicativo de una avería inminente, con las palabras aquí hay un ruido misterioso pronunciadas de manera exagerada y con gesticulación de actor de cine mudo para compensar la ingenuidad de mi enunciado, pero ella me contesta que el ruido es normal.
Las calles están todavía adornadas por bombillas de colores e iluminaciones de felicitación; en la iglesia se mantiene el nacimiento; se lo comento a lo largo de un paseo a A, que vive aquí y que me ha citado en la puerta del Senado, donde con tanta policía y en medio de la niebla reina (¡gobierna!) un ambiente de peligro contenido, un aire también misterioso que sugiere a la vez el interior de una bola de nieve, y ella me explica que las luces se mantienen hasta la fiesta de la Candelaria, cuando se aprovecha su retirada para beber vino y comer crêpes. Así se aseguran de que el mes de enero sea más alegre. Precisamente en una de las calles más iluminadas entro en lo que debe de ser el último resto de lo que había cuando Agnès Varda la retrató, con sus negocios ya algo anticuados entonces, en una película de los años setenta, un bar medio desangelado de barrio que ahora quiero buscar en la película y como había tantos en cualquier ciudad y que concluimos, días más tarde, rodeados de gente y acodados en la barra de otro similar, que en esta han acabado por desaparecer arrasados por las últimas Olimpiadas. El bar medio desangelado resulta ser bastante acogedor.
En el cementerio nos llevamos una sorpresa al ver que el pobre Baudelaire está pasando el tiempo enterrado en la misma tumba que su odiado padrastro. Le han dejado una botella pequeña de vodka, algunos pitillos aplastados, unos bolígrafos y algunas notas. La tumba que está llena de marcas de besos es la de Simone de Beauvoir y de Sartre. Él me cae fatal, pero me acuerdo de la maravillosa peliculita que rodó Alexander Payne sobre una entusiasta turista americana, que tiene un chiste muy gracioso sobre esta tumba que no voy a contar por si alguien no la ha visto. A mí como turista me delata, entre otras cosas de las que me doy cuenta y otras de las que no, que me he traído para leer una biografía de Satie que tengo desde hace años y que resulta ser de lo más interesante, pues por ejemplo cuenta que, cuando el más bien menesteroso músico recibió de unos amigos un regalo de 7.000 francos, se los gastó en a) siete trajes idénticos de pana marrón y b) invitar a sus amigos a cenar todas las noches. También que cuando se vio obligado a mudarse a Arcueil porque no le llegaba para alquilarse nada más céntrico recorría a pie a diario, ida y vuelta, los veinte kilómetros que lo separaban del club en el que trabajaba. Días más tarde, mientras hojeo el libro de Rouault que me acabo de comprar, Sur l’art et la vie, me encuentro con unas líneas dedicadas a Baudelaire, que “a menudo se olvida, murió a la edad en que muchos, hoy en día, comienzan a buscar el equilibrio. […] ¡Pobre Baudelaire! […] Quizá te habría bastado con la sonrisa afectuosa de un hermano de espíritu para remontar la corriente de las penas”. En la calle hay muchos mendigos.
El ambiente general de misterio se mantiene en las calles iluminadas tenuemente y se dispara en las calles no iluminadas en absoluto, en las que solo te das cuenta de que te vas a cruzar con otra persona, la que en un bosque tomarías por un lobo, cuando te estás rozando con ella, silueta azabache contra la negritud. La luna llena coincide con un día despejado y se distingue perfectamente en el cielo, detrás de los árboles pelados, y te das cuenta de que debajo de la ciudad lo que hay es el bosque.
Cuando hacia el final del viaje nos trasladamos a un apartamento, el dueño sube con nosotros en el ascensor para enseñarnos cómo funciona. Aunque este tarda cuatro veces lo que el otro en recorrer un cuarto de la altura, tiene también una modernez en su funcionamiento. Para que suba hay que pulsar una cifra, “diecinueve catorce”. “Como la guerra”, le digo, con la intención de fijar así el truco mnemotécnico. “Por eso mismo es.”
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).