Piensen en un crítico

Imaginen ahora a un crítico que no escriba para ser leído, sino para escucharse mejor.
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Piensen en un crítico. No lo imaginen sentado en un despacho universitario, bañado por la luz ordenada de la mañana, sino en la penumbra de una habitación de hotel, recostado en una cama deshecha. Piensen en un crítico que no se tome demasiado en serio, que se ría de sí mismo y de su oficio, que dude de todo, incluso de su propio juicio.

Piensen en un crítico que no pretenda ser tramoyista, director ni juez; que no busque desentrañar una verdad última sobre los personajes de una novela ni sobre el mundo que habitan. Uno que no llegue con teorías cerradas ni explicaciones definitivas, sino con la certeza de que cada vida es un punto de vista sobre el universo. Piensen en un crítico que abrace la contradicción, no como una falta, sino como una alegría.

Imaginen a un crítico que no encasille ni enjaule, que renuncie a los géneros y, en el vasto océano, persiga los pececillos que se atrevieron a romper filas. Un crítico que ilumine las singularidades en lugar de subrayar, una vez más, lo que se repite incansablemente en una época, cientos o miles de veces.

Piensen en un crítico que solo se dedique a las obras que lo conmueven. Que elija esas obras no porque sean fundamentales para la historia de la literatura, sino porque lo son para su propia vida. Que no busque enterrar a los vivos, sino despertar a los muertos. Un crítico agradecido, que no ha olvidado por qué eligió un día vivir entre libros y que aún conserva, en algún rincón de su estantería, los cómics que lo deslumbraron en la infancia.

Imaginen a un crítico que no tema sus emociones, que las saque del bolsillo como una brújula, porque sabe que el arte no solo se comprende: se siente. Un crítico que, como un animal primitivo, reaccione cuando lo tocan. Alguien que crea, como Nabokov, que “el centro de la fruición artística está entre los omóplatos, en un hormigueo que recorre la médula”.

Piensen en un crítico que no olvide que un libro amado se mezcla extrañamente con el recuerdo del lugar y el recuerdo de la hora y de la luz. Un crítico que ascendió a las Cumbres Borrascosas desde una playa de Cádiz y que atravesó El desierto de los tártaros mientras descansaba en un muelle de París.

Imaginen ahora a un crítico que no escriba para ser leído, sino para escucharse mejor. Que pierda el tiempo en naderías y, aun así, logre concentrarse en lo esencial. Uno que no conozca la prisa ni los plazos de entrega. Que lea en el presente, pero siempre a destiempo respecto a su tiempo. Que escriba para descifrarse, con la única ambición de capturar algo de su verdad, por frágil o tambaleante que sea. Que escriba solo cuando recibe un golpe brusco.

Imaginen a un crítico que, al borde del sueño, hojee Chet Baker piensa en su arte de Enrique Vila-Matas y, ya dormido, sueñe con leer como Virginia Woolf. Un crítico que entienda que la crítica más viva es la que los artistas escriben sobre su propio arte. Imaginen a un crítico que provoque ganas de leer.

Piensen en un crítico que escriba sin jerga técnica, alguien que, dentro de la oscuridad, se esfuerce por ser claro. Y breve, si puede. Un crítico que no se quede solo en la teoría, sino que pase a la acción, que investigue a través de personajes, gestos y objetos. Un crítico que no desdeñe el humor ni el juego. Ni los sueños. Ni las amistades. Imaginen a un crítico que se aventure en nuevas formas de escritura para hacer sentir de otro modo y, así, explicar mejor.

Piensen en un crítico que arriesgue su vida en cada línea, un amateur que ama lo que hace. Un crítico que lea mucha poesía y viva inmerso en la música. Un crítico que pinte paisajes con colores imposibles. 

Piensen, por último, en un crítico que un día se olvidó de que era crítico. Imagínenlo simplemente escribiendo.


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