El cable se sumerge en el abismo.
Busca, a la manera de la raíz,
vida a la cual prenderse.
Su movimiento es líquido;
los destellos, plateados.
Recorre los túneles, despacio.
En bóvedas contiguas se escucha
cómo palpa las paredes y el techo y el piso
y los rincones. Buscando hasta hallar
al destinatario; hasta, por fin, hallar
un par de oídos.
Al otro lado de la línea, bajo escombros,
alguien escucha la voz —¿o las voces? —
que se filtra gota a gota, la voz
que transporta una fila de hormigas
cargando sobre el lomo las vocales suaves
y las ásperas consonantes, migajas de palabras.
A veces, el tránsito del sonido
se interrumpe y se quiebra el filamento.
En el otro extremo de la línea,
alguien guarda silencio o llora
o se ha quedado dormido
y sólo se oye su respiración
y el aire de la madrugada.
De la llamada crecen matorrales,
crecen arbustos. Un bosque,
en la profundidad de la noche, crece.
Avanzas sin rumbo fijo
a través de la estática que oscila
entre la quietud y el sueño.
Alguien te hace compañía.
Camina, a pocos pasos, tras de ti,
delante de ti. No logras verlo,
pero el crujido de una rama,
el temblor de las hojas, lo delatan.
La señal, la extensión de la onda,
disipa esta niebla
de números y símbolos.
Qué rostro aparecerá
si el otro dice “¿hola?”.
(Mérida, 1988). Es autor del libro de poemas Roldán (2014, Libros del Marqués). Tradujo junto con Amado Peña Teoría (2015, El Canon Accidental), del poeta estadounidense Kenneth Goldsmith.