Se está mejor fuera que dentro

Una sociedad que viaja para encontrarse bien, y no para aprender algo, es una sociedad vieja y agostada. Pero digo esto y la calvinista parezco yo.
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Desde la azotea que le han excavado en el tejado a esta casa de alquiler se puede dar una vuelta de 360 grados y no ver más que los picos que rodean el pequeño valle, que es muy fértil y que brilla mucho dividido entre miles de hojas verdes en cuanto subes un poco. Eso si miras hacia arriba, iba a decir, pero no, porque algunas de las laderas, por ejemplo la que tengo enfrente, parece dispuesta con cuidado, como una almohada de arena en la playa, antes de que le pongamos la toalla por encima para remedar una camita provisional, y lo que veo enfrente, entonces, sin necesidad de bajar la cabeza, es un pueblecito al que se llega andando, por una carretera estrecha que también veo ascender, y que es el que recibe los últimos rayos de sol. Una ubicación buscada. Con esa imagen pretendía decir que el pueblo desciende suavemente como si una mano gigante le hubiese acomodado el espacio, o ahora se me ocurre que posa como si alguien le estuviese sacando una foto mientras baja unas escaleras.

La quietud de todo llama la atención y se diría que es donde se esconde el misterio, para el ingenuo que lo busque todavía. El campanario asoma sobre los tejados apiñados. Ayer en el pueblo, en la taberna, el camarero solo hablaba inglés. Más bien quiero decir que no entendía ni la palabra agua. La taberna la han arreglado con lo que se llama buen gusto, y desde la terraza se veía a un pizzaiolo meter las pizzas en el horno con una pala muy larga. La estampa era muy mediterránea, pero está construida y es reciente. También tomaban y servían las comandas unas alemanas bronceadas de más con vestidos de tirantes de satén y zuecos de plástico: frescas y cómodas. Sonreían mucho, como si no se creyeran del todo el papel: “Pues nada, aquí estamos”. Todo el público era también extranjero.

Como en muchos pueblos de la Toscana, aquí ya solo hay alemanes. Alemanes en sentido amplio. Tampoco se sabe del todo qué hacemos nosotros aquí. Una sociedad que viaja para encontrarse bien, y no para aprender algo, es una sociedad vieja y agostada. Pero digo esto y la calvinista parezco yo. Las callejuelas son muy estrechas y no se han visto sonrisas más amplias que las de los conductores de los coches que se ceden graciosamente el paso, mientras los retrovisores se acarician. Leímos, por cierto, en el periódico, que hay un problema con las cabras salvajes que lo están invadiendo también todo, y más tarde nos las hemos cruzado por la carretera. En un mirador donde hay un puesto de perritos calientes, adonde se suben a diario docenas de salchichas, una cabra casi pelirroja nos obligó a frenar mientras cruzaba la carretera. También las hemos visto desde el coche, deambulando entre los niños entusiasmados, con desinterés, sin fijar en ellos sus ojos de luna, en imagen que creo que le he leído a Savinio. La mujer que dio las largas enfadada porque no hemos respetado la preferencia debe de ser del pueblo.

Antes de hacerse de noche las montañas se tiñen de un color entre el rosa y el naranja. Como cuando se recuerda que los griegos antiguos no mencionaban el azul, aquí también falta el nombre de un color. Tampoco tenemos una palabra que dé el matiz preciso entre ayer, de día, y anoche, de noche. Un poco más arriba he echado de menos esa palabra. Llegan sonidos amortiguados, como los rebuznos de unos burros que parecen contestarse de curva a curva, o una moto, pero se apagan pronto. De madrugada se oyen muchos gallos. Pero voces o tintineos de cubiertos no llegan hasta aquí. Las estrellas van apareciendo y no puedo saber si es porque se encienden o porque llevo un rato mirando. En el cielo las estrellas, y distingo Casiopea y el carro, y también en las montañas luces, y entre unas y otras hay una especie de correspondencia. La montaña que tengo detrás parece mirar con dos ojos sin párpado. Por la carretera se adivinan los coches por las luces que aparecen y desaparecen entre la negrura de los árboles. Aquí algo muy bonito, por los juegos de alturas y de distintos planos, es jugar a ver cómo se ve el sitio desde el que antes se ha estado mirando.

Se está mejor fuera que dentro se dice durante el sueño, de madrugada; se está mejor dentro que fuera se dice durante el baño, en la playa. Lo verdaderamente vivaz es el cambio de perspectiva. No sé si todo el mundo ha asumido que no va a conocer a nadie aquí, que esto no puede dejar huella. Tres días son muy pocos para comprender lo que me intriga, la diferencia entre veranear, estar de vacaciones o ser turistas. Pero ¿no son las revelaciones rayos que interrumpen, por iluminación, la quietud que tomábamos por permanente?

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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