Han pasado fugazmente dos amigas por mi barrio. Una ha dormido en mi casa y la otra en casa de otra amiga. Cuando están ya de vuelta en las suyas nos dan las gracias, y les decimos que oh, que su visita ha renovado y embellecido el barrio, y esta cortesía medio bufa me hace pensar inmediatamente en los turistas, en si alguien les diría eso ahora ni en broma, si reconocería que pueden traer consigo un aire fresco. A lo largo de toda la semana han aparecido en conversaciones (los turistas), y también al girar cualquier esquina, con una frecuencia y una abundancia tan geométricamente crecientes que solo puede querer decir que este barrio ya es otro, aparentemente de la noche a la mañana.
La última obra de Angélica Liddell, DÄMON. El funeral de Bergman, ha sido otro de los temas de conversación recurrentes, pues se ha estrenado hace poco en los Teatros del Canal de Madrid. Cada cual trata de enterarse, mientras se lo cuenta a los demás, lo que de ella le apasiona o le horroriza, pero también hay a quien le da igual lo que hace porque considera que ya se está repitiendo a sí misma. ¿Por eso se reía alguna gente del público? Me chocó la manera en que se reía alguna gente, efectivamente como si estuviese asistiendo a una parodia, o quizá yo no entendí las risas, quizá eran de asentimiento, pero me recordaron a un par de últimos conciertos de Jonathan Richman, hace más de diez años ya, en los que el público se reía como si hubiese ido a ver a un payaso y no al fenomenal y vitalista músico que es. De esta obra de Liddell lo que yo recordaré será su manera de moverse como si fuese una araña, taconeando mientras se desplazaba a lo ancho del escenario como una bailarina esencial de tarantela, un movimiento de verdad extraordinario.
A la salida volvimos hablando de su venganza verbal, que ocupa un sustancial porcentaje de la obra, contra los críticos que a lo largo de su carrera la han atacado, muchas veces personalmente, así que al llegar a casa busqué un libro muy gracioso que es una recopilación de críticas en contra de obras musicales que más tarde han brillado como hitos −como hitos que brillasen− (“Para concluir, se presentó una cerdada tonal interminable y desprovista de sentido, un monstruo sonoro creado por Edgar Varèse y titulado Arcana…”; “Quienes se hallaban presentes en la representación de la ópera de Puccini Tosca no estaba preparados para los asquerosos efectos provocados al ilustrar…”; “Ni siquiera la fantasía sobrecogedora de los pintores medievales ha conjurado nada que equivalga, por la repulsión que produce, a los ruidos de Liszt…”). El libro, muy divertido, que se llama Repertorio de vituperios musicales, compilados después de un buenísimo prólogo por Nicolas Slominsky, es ahora el único lugar donde se han mantenido los nombres de los trasnochados críticos que atacaron en los periódicos (muchos también desaparecidos) a Varèse, a Puccini, a Liszt, y también a Schoenberg, a Debussy, a Ravel y otros tantos, que ya no admiten discusión, y creo que en realidad Angélica Liddell tiene que saber que cuando a esos críticos ya no los recuerde nadie, la gente se preguntará cómo sería haber asistido a alguna de las obras que montaba ella. Por otro lado, qué fácil es opinar a toro pasado.
Muy temprano tuve que coger el metro, y quizá el madrugón me permitió reparar en una rara hilazón entre los anuncios que se sucedían en los pantallones inmensos de los andenes. Solamente se anunciaban tres cosas, y los anuncios se alternaban de la siguiente manera: A-B-A-C-A-B-A-C… A era un anuncio de unas cremas o lociones para la cara, y salían primeros planos de chicas muy sonrientes y con la piel brillante, pero lo siguiente era un anuncio (B) de los clásicos quesitos La vaca que ríe, y la cabeza roja de la vaca sonriente salía justo después y ocupando el mismo espacio que las caras de las modelos, también mirando a los viajeros del metro, y entonces no se sabía si se comparaba a las modelos con la vaca, y el otro anuncio, el C, era del musical El fantasma de la ópera, cuyo personaje principal es famoso por llevar la cara cubierta por una máscara porque la tiene destrozada, desde luego nada cuidada por afeites ni preciosa de mirar o acariciar, así que no se entendía por qué se sucedían esas imágenes unas detrás de otras y se podía llegar a sospechar torvas intenciones en los retorcidos publicistas o que quien dispone el orden de los anuncios en el metro aprendió el oficio en la escuela Kulechov.
Aunque muchas veces en el metro prefiero subir activamente por el tramo estático de las escaleras, si las mecánicas contiguas van muy llenas, cuando ese mismo día veo un cartel gigantesco que invita a los usuarios a subir andando para aprovechar y hacer un poco de saludable ejercicio porqué-no, me horrorizo del tono entrometido y me rebelo y me digo para mis adentros que no pienso seguir ese consejo asqueroso, y aprovecho ese impulso para subir bien quieta por las mecánicas, rebelde inadvertida en la estación.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).