Tom Stoppard no siempre fue Tom Stoppard ni tampoco inglés. Como algunos de sus personajes, su identidad era compleja, comenzando por su nombre. Nació Tomás Sträusser en 1937 en Checoslovaquia, de familia judía, cuando la amenaza nazi cerraba el puño. Dos años después la familia, sin el padre, se traslada a Singapur. En 1942 es evacuado por la invasión japonesa y trasladado a Darjeeling, donde se cosecha el té. En 1946 su madre, viuda, se casa con Kenneth Stoppard y se trasladan a Inglaterra.
Tom se desempeña como periodista de 1954 a 1960. Ensaya la ficción con relatos breves, participa como crítico teatral y escribe textos dramáticos para Radio 4, de la BBC. También es autor de una única novela, Lord Malquist and Mr. Moon (1966). En 1964 escribe una obra en un acto en verso que es el núcleo de su trabajo: Rosencrantz and Guildenstern meet King Lear, que se transformaría en Rosencrantz y Guildenstern han muerto, presentada en el festival de Edinburgo en 1966. Con su montaje del Royal National Theatre el 11 de abril de 1967, puso a Stoppard en el epicentro del teatro inglés.
Tom Stoppard no estaba casado con el teatro y de hecho creyó que su novela definiría su futuro. En cambio, Ros y Guil, como debió llamarlos afectuosamente su creador, fueron definitivos. Son dos personajes desprendidos de la obra a la que pertenecen y puestos en otra, en otro tiempo, que conserva del original la infamia clásica, pero actuada sobre arenas movedizas. Esta obra se define por su extravagancia: por su lejanía de lo que la precede, por los juegos estructurales que trastocan la fantasía y la realidad, por sus piruetas estructurales, por los temas que la atraviesan y porque es graciosa. En su momento fue recibida como comedia existencial.
En 1965, hacía diez años que Vladimir y Estragón esperaban a Godot. El público no era ajeno al llamado teatro del absurdo. Era un público abierto a las locuras en boga. Había que aprovechar la escena para algo más. Sartre reflexionaba sobre el infierno en un consultorio, Genet en un prostíbulo, los actores improvisaban, y Pirandello seguía siendo el maestro del teatro dentro del teatro, cuando los personajes entran a la “realidad” del autor, que es otra convención. El mundo cambiaba velozmente y las hazañas de la vanguardia habían fructificado. Tanto estructural como temáticamente, la escena servía para otra cosa. Era importante entretener al público, pero también confrontarlo con asuntos que no solían considerarse teatrales. A nadie se le había ocurrido desmantelar el teatro para contorsionarlo y obligarlo a ver la realidad desde varios puntos de vista cambiantes.
Metateatralidad
Uno de los mecanismos que caracterizan Rosencrantz y Guildenstern han muerto es la metateatralidad, que consiste en un juego de cajas, una dentro de la otra. La obra se inicia en esa inestabilidad en la que los personajes deben elucidar su futuro inmediato. Un mensajero fue enviado para aporrearles la puerta en la madrugada lluviosa y fría. Fueron llamados, creen. La primera escena se dedica a tratar de recordar por qué, para qué y a quién se debe su situación, en vías de presentarse en la corte para reunirse con Hamlet, su antiguo camarada. El tema de la moneda que da volteretas en el aire como símbolo de la fortuna los ocupa. Ponderan diversos asuntos, el detenimiento del tiempo, el índice de probabilidades, el carácter fortuito de la rutina, el crecimiento post mortem de la barba y las uñas de los pies, desde luego la muerte y el cuestionamiento de lo que uno hace en este mundo, eso que se llama el sentido de la existencia.
Ningún tema es nuevo. Trastocar la realidad y la escena, por ejemplo, hunde sus raíces en el teatro clásico de fines del XVII, en el que la fantasía es indiscernible de la realidad. El teatro dentro del teatro es un juego ancestral. También ha sido caro a la modernidad.
Pirandello abre la puerta para que el personaje entre en su realidad (otro nivel de representación dentro de su nivola) y lo cuestione por asuntos que no distan de los que interesan a Stoppard: la identidad, la libertad, el sentido de la existencia. Son grandes temas que se dejan a la filosofía, hasta que Shaw decidió que las cuestiones intelectuales, las grandes preguntas, también tienen cabida en el teatro, al que había que aprovechar para influir la sociedad. Su teatro de ideas no está lejos de Stoppard, quien también cree en la responsabilidad del teatro para transformar la realidad.
La alteración entre la fantasía y la realidad abre la mente a campos más amplios y a juegos sorprendentes como el que sucede en Seis personajes en busca de autor (1921), donde los protagonistas se rebelan contra no ser más que letras y papel. La obra de Pirandello es una pregunta constante sobre la identidad. Su cuestionamiento existencial inquieta al público porque su condición no es ajena a la del personaje, para quien todo está escrito. Pero si es así, la libertad es poca cosa, acotada como está por una voluntad superior. Nuestros actos son superfluos y no alterarán lo que está ya escrito. La responsabilidad del creador es uno de los corolarios de estas experiencias que exigen del público familiaridad con Hamlet y gusto por la intertextualidad, también a dejarse llevar por lo que no está en la superficie.
A Ros y Guil les sucede a menudo ser confundidos como si fuesen gemelos, imágenes exactamente iguales una de otra. Sabemos, por la acotación que los presenta, que no es así. Guildenstern se da cuenta de lo que sucede, calcula, no elimina las sorpresas y sin embargo, como los demás, cumple con su papel.
A veces esa inversión transforma la identidad del personaje, que ya no es quien es porque la sensación de ser uno mismo quizá es otro hábito más. Lo mismo puede decirse del reconocimiento de los espacios, por extensión la percepción compartida de la realidad, que es otra convención. En un mundo indefinido y azaroso, lo único cierto es el final de la obra escrita por un demiurgo que exige obediencia. Como en el teatro, la vida también se encamina a la muerte.
En las comedias, dice Stoppard, los buenos mueren injustamente, los malos inopinadamente. Y esa es la esencia de la tragedia, que las cosas son como son. Para verlas, sin embargo, hace falta reconocerse en ellas o en algunos fragmentos. El espectador es cómplice, acompañante de los comediantes y como ellos actúa el papel que el autor le reservó.
La mise en abyme crea dos realidades paralelas: una que ve el envés de las cosas, otra que se cruza con la historia original, de la que Ros y Guil provienen. Para aumentar los círculos, una tercera teatralidad también presente en Hamlet confirma que la ficción es más auténtica que la realidad. Lo que expone es un punto de vista necesariamente limitado. Como en Hamlet, en Rosencrantz y Guildenstern los comediantes son los encargados de decir la verdad desde su oficio. El histrionismo se nutre de la sangre y la muerte de las tragedias. Hamlet empieza con un asesinato y termina en una carnicería de la que solo Horacio escapa. El exceso es parte de la tragedia, pero en Stoppard la hubris tiene un carácter chungón y artificial. La pasión se ha empequeñecido volviéndose rutina escénica.
Intertextualidad: demiurgo de music hall
Todo texto sale de otro texto, pero Stoppard los entreteje. El teatro de Stoppard es una mezcla ecléctica de filosofía, cine, ficción, metanarrativa, metáforas, situaciones y personajes cuya cercanía inesperada, improbable, exige la voluntad del espectador de aceptar la convención, el choque, pero también la chispa de humor que también depende del carácter “hiperteatral”.
Stoppard tiene la gracia de un intérprete que hace lo que está escrito, aunque es un demiurgo del music hall que admira. Lo que busca en el teatro es la audacia. Quiere ver hasta dónde puede persuadir a los espectadores de acompañarlo en un juego a menudo desconcertante. Stoppard alababa la facilidad con que algunos trabajan. Escribir tendría que haber sido algo muy serio para él, incluso económicamente, pero eso no significaba tomarse las cosas con solemnidad. Habría que escribir con la aparente facilidad del bailarín que desarrolla su secuencia. Y estaba, claro, el aspecto financiero. Escribir era su trabajo y alguien debía pagar la luz. El teatro es una empresa y como tal debe funcionar, atraer al público, tener éxito. Stoppard confía en el music hall para lograr la conexión. Una teatralidad aparentemente frívola abre puertas a una risa que puede darse el lujo de momentos de banalidad derivativa de rutina de teatro de variedades; en otros momentos, porque es preferible reír. El humor compartido crea comunidad.
Stoppard combina la búsqueda metafísica con la comedia de variedades. Es Sófocles haciendo un esperpento. Pero no busca aleccionar a su público. Su obra afirma para negar, niega para afirmar en búsqueda de una síntesis que mantiene al espectador en vilo. Esta es la esencia de su diálogo. ¿Y si fuera de otro modo? Las cosas no solo no son como parecen, sino que se desdoblan en mundos alternos. Algunos diálogos bordan sobre el equívoco de las parejas cómicas al estilo del Gordo y el Flaco, de confusiones verbales, malentendidos exasperantes. La sordera también da lugar al regocijo maligno pero cómplice, como sucede en cualquier rutina cómica. Ros es un poco al Flaco lo que Guildenstern al Gordo.
Este es una de los aspectos que más ha interesado: el salto entre una teatralidad y otra, entre Ros y Guil como actores de Hamlet, pero también como espectadores y pacientes de una emboscada metafísica en la que son desplazados, trasladados a otro texto y a otro contexto.
Dos sujetos de la época de Shakespeare pasan el rato apostando. Es posible que Ros haga trampa, pero esto importa solo porque es parte del carácter y de la diferencia entre dos seres condenados a la confusión de identidades: Ros es Guil y viceversa. Participan en otra situación teatral cuyo signo es la sospecha, donde son personajes entre el vodevil y el arte del suspenso. La conjura, absurda como la vida misma y, como muestra la escena de las apuestas, repetitiva.
Pastiche
Y autoplagio.
Beckett
¿Adivinanza metafísica? ¿Postmoderno? ¿Un sermón? ¿Farsa surrealista? ¿Antiteatro? ¿Una payasada? ¿Juego? ¿Pastiche? ¿Teatro del absurdo? Una comedia absurda y existencial.
Era desconcertante. Y divertido. Stoppard buscaba cambiar la forma de hacer y de recibir la obra, que dependía de su puesta en escena. No solo hay que darse libertades con la estructura del teatro convencional sino también con el espacio escénico, cada vez más depurado desde que Beckett desterrara la escenografía sustituyéndola por la luz. Desde mediados de siglo el teatro, la forma de hacerlo, de actuarlo, de darle vida, ha cambiado. La sociedad a la que se dirige también ha cambiado. Sin embargo, con excepciones, el teatro de Stoppard sigue cautivando al espectador contemporáneo.
Lograr sobrevivir ese momentum aplastante era en sí mismo un reto. Para Stoppard, Beckett era la sangre que le corría por las venas. Era un modelo, pero también podía ser una muralla. Cuando se ha llegado a la economía absoluta, es tiempo de cerrar las cortinas. Pero la vida también es una espera y, si se la examina rigurosamente, absurda.
Espacio
El espectador de ese tiempo habría recordado que Vladimir y Estragón esperan desde 1955 en un camino que no viene ni va a ningún lugar. Podrían estar en cualquier parte, que no es ninguna. En este sentido, un espacio al borde de la extinción y sin embargo poderoso como los símbolos. Como ellos, Ros y Guil forman una pareja pero, al contrario de sus ilustres antecesores, no esperan sino que recelan encontrarse con Hamlet.
Como Ros y Guil, los espectadores llevan una eternidad ocupados cada uno en sus tareas mecánicas y hacen apuestas que están dispuestos a perder. Lo que a Guil le importa es ser consciente de lo que sucede. No lo preocupa, pero tampoco se desentiende. Por eso hacer trampa no es gran cosa y en cambio ayuda a estudiar al otro, aquilatarlo, probar sus límites. Y esto los diferencia. Se diría que Guil es la voz cantante y Ros su palero, pero esto no sería justo. El Flaco nunca tuvo menos importancia que el Gordo. Ninguno de los dos es superior al otro, son dos compadritos cortesanos captados en el breve proceso de su extinción, que actúan sin poderla evitar. Un juego de ver y no ver, de estar y acabar de estar. La eternidad es una comedia de equivocaciones.
Beckett elige un camino, Stoppard un espacio vacío. Es un no lugar, el envés. No saber dónde se está es un elemento inquietante. Para los personajes, porque no saben exactamente a qué han sido llamados; para los espectadores, porque comparten la duda. El suspenso es un arte. El espacio puede ser el patio de Elsinore, la nave, la corte, porque como en el teatro, todo es posible. En términos de montaje prescindir de objetos aligera, hace su producción más accesible y carga el peso de la representación en el actor.
El espesor de la realidad
En Rosencrantz y Guildenstern la realidad y la verdad dependen de la cantidad de testigos. Stoppard habla del hombre que vio al unicornio cruzar su camino y desparecer, lo cual podría ser una alucinación. En cambio, si alguien dice haberlo visto, la cosa se complica, haciendo más delgada la mentira, tan común que es invisible. Y esa visión es la que creemos, porque como todo público estamos dispuestos a creer lo que ya esperábamos. Hay un cuestionamiento epistemológico radical que desestabiliza nuestro sistema de creencias.
La naturaleza no se libra de esta contaminación. Es otro cúmulo que se desvanece en el aire vuelto “normal”. Lo que es, lo que sucede, pasa por el tamiz insustancial pero definitivo de las capas que cada uno añade a la atmósfera de lo que considera auténtico. A Stoppard no le interesa reconstruir la realidad, sino hacer irónicamente plausibles los fragmentos que la forman. El espesor de la realidad es incalculable, pero como el aire, inmaterial. Hay tantos que están de acuerdo en que el unicornio existe, que ya hay toda clase de versiones de a dónde se dirigió y dónde podría encontrarse.
La etapa que produjo el cambio radical en la escena occidental ha pasado a formar parte de la historia reciente del teatro. Quizás a Stoppard le ocurra, como a Beckett, que las expectativas del público lo hayan vuelto extraño. Se piensa en Stoppard como un autor del teatro del absurdo, pero la etiqueta desfigura su trabajo, que podría ser más justamente llamado teatro de la audacia. Stoppard crea rigurosamente un teatro que se caracteriza por los múltiples puntos de vista, la inestabilidad entre realidad y ficción, las rupturas brechtianas de la ilusión, la ironía que le permite ver el lado chusco que desinfla toda pretensión y la redefinición de lo que se considera “teatral”. Esto, que ha intrigado a espectadores y críticos, tiende a desvanecerse con la ignorancia del juego y sus reglas, la primera, dudar de la propia percepción porque cada salida es una entrada. Como Beckett, Stoppard liberó al teatro.
El arte importa porque provee una matriz ética, la sensibilidad moral desde la que juzgamos el mundo. Pero el arte es jugar porque aprendemos jugando. Y como en el deporte, la calidad del juego es fundamental. Nada es más serio que el juego.
Stoppard murió el 29 de noviembre a los 88 años, después de una vida que incluyó la lectura a lo largo de diversas experiencias. Deja un teatro abierto a la especulación, al mundo interior, a la condición humana, pero también a la risa, precisamente porque antes de la muerte y la eternidad la existencia es grotesca. Esta ligereza no rechaza el rigor, al contrario: para transformar el teatro se necesita conocerlo a fondo y, además de no respetarlo, advertir posibilidades, pero también disfrutar las convergencias. El equilibrio entre la reflexión y la chacota hace del teatro de Stoppard una arena intelectual tanto como un circo fundamental para entender la contemporaneidad teatral. ~