Hubo este terremoto. Fue terrible.
En la casa crujieron las ventanas
y el edificio fue un tronar de huesos,
la consulta de un bruto quiropráctico
sadista. Ahora sí, pensé, que vamos
a morirnos. Caían las cosas. Todo
se rompía. Jamás un terremoto
había llegado a tanto en nuestro tiempo.
Miento: ella tenía tres cuando hace décadas
fue un trepidar su casa y la de todos.
Lo recuerda. Sus padres la sacaron
de la cuna, entre libros que viajaban
dispersos y entregados a lo grave.
Es su primer recuerdo y, como pasa,
es óseo y muscular; nítido y terco.
El terremoto la transforma. Falso:
el terremoto dobla el tiempo. Sale
de su portal enloquecido aquella
niña que ya no es y sigue siendo.
Sale Candide. Recorre nuestras calles
que son las de Lisboa en el XVIII,
las de Antigua (tan rota en los setentas
de ese siglo, igual que un avispero
en un árbol talado), Perú un siglo
después, Creta en el cuarto, e Indonesia,
Santiago, Esparta, Haití. El terremoto:
aleph del ubi sunt, del omnia mors,
arrítmica y macabra danza techno
y con laúd. (Para la imagen busco
un editor con grandes dotes técnicas:
hay un hombre —es Candide— da un paso y luego,
al siguiente, cambiamos locación,
pero es él mismo, y otra más, y él sigue
caminando, y con cada paso avanza
por todo el tiempo y mundo (lo hemos visto
en comerciales tontos y carísimos).
Sor Juana, apabullada, se le une,
luego de que el convento y sus badajos
formaran esa música de locos.)1
La cosa es que temblar nos ancla al tiempo
y abre sus dimensiones con la tierra
y nos deja viajar entre el pasado
y al pasado nutrirnos de futuro.
Pero además la cosa fue más rara.
“El mismo puto año de hace cien
putos años”2 (reímos y más tarde
nos duele haber reído). Fe de erratas:
donde el niño asustado dice “año”
debiera decir “día”; donde “cien”,
“treinta y dos”. Diecinueve, día horrendo.
Si yo no fuera ateo creo que hubiera
hecho caso de la mujer testigo
de Jehová, que gritaba en mi banqueta:
“Es una maldición. Dios nos maldice.”
(Cómo nos cuesta ver casualidades,
ver al azar pantócrator sin rostro:
nos negamos a ser abandonados.)
Otra testigo más, al día siguiente,
mientras hacíamos valla en el rescate,
pidió permiso a los soldados para
rezar el padre nuestro. Todo el mundo,
hasta mi boca muda, repetía.
Ella lucía alegre y fascinada.
Volvió a su sitio. El eslabón de junto,
una muchacha atenta, dijo “Oye
¿me guardas mi lugar? Quiero ir al baño.”
No quería perderse la primicia,
y un militar gritaba a los vecinos,
trepados en balcones y azoteas,
dejaran de grabar con sus teléfonos.
(En el morbo también nos hermanamos.)
Nos ofrecieron tortas, café, jugo.
Algunos aceptaban y, ya llenos,
frustrados e impacientes, se alejaban.
(Fue el caso de la beata. Luego supe
que había inventado muertos a decenas,
en las ruinas británicas y adustas,
bebés que estaban solos y berreaban,
donde solo una chica, entorpeciendo
el trabajo de perros y de topos.)
Pero no entiendan mal lo que les digo:
era más el esfuerzo y la impotencia,
el homigueo resuelto que formábamos,
la euforia en cualquier logro por pequeño
que fuese. Era difícil: es lo súbito
el tiempo de la destrucción. Lo tardo
el de reconstruir o construir
a secas. Se cargaban piedras, muchas,
muchas piedras. No así no más: había
que saberle, y si no aprender tu puesto
en esa jerarquía improvisada,
en ese susurrar de abejas súbitas.
Se llamaba Yudith. Los japoneses
—pródigos hijos del étimo tsunami —
vinieron a sacarla del escombro.
(Parecían venidos del futuro,
con esas herramientas y ese porte.
Lo triste es que venían del pasado
—un soldado nos dijo: nos envían
a congresos telúricos en Tokyo
y al volver les pedimos esos gadgets,
y ay qué ingenuos, nos dicen, y se burlan—.)
Queríamos ayudarlos, entre ansias,
y el gesto de aquel puño memorable
nos hacía callar por si alcanzaban
a escuchar su latido, débil, ronco,
difícil como un pez de branquias rojas.
Murió cuando una máquina de mierda
quitó una piedra torpe, destruyendo
el precario equilibrio del derrumbe.
Culpamos a la máquina y al hombre
que alzó sobre una casa cinco pisos.
Era más lo fallido sobre el suelo
que las fallas frotándose en lo oculto;
había sido el temblor y fuimos todos
—unos más, por supuesto, y los odiábamos—,
y no queríamos serlo, y combatíamos.
Algunos lo lograban, y entre todos,
a veces escapábamos, alzando
la vista como un Jano más atento.
Juramos no olvidar, pero lo hicimos
porque si no seguir nos agredía.
Sobrevivimos y nos duele. (Pienso
ahora en unos versos de Ted Hughes:
El ruido era tanto
como los límites del ruido posible podían soportar.
Hubo gritos más altos gemidos más hondos
de lo que cualquier oído podía retener.
Muchos tímpanos reventaron y algunos muros
colapsaron para escapar del ruido.
Todo luchaba en su trayecto
a través de esa sordera dolorosa
como a través de un torrente en una cueva oscura.
Y también estos:
La realidad estaba dando su clase,
su mezcla de escrituras y física,
acá, con cerebros entre manos, por ejemplo,
y allá, con piernas sobre un árbol.
Y estos más:
Y cuando el humo se aclaró se volvió claro
que esto había sucedido antes ya con demasiada frecuencia
y sucedería con demasiada frecuencia en el futuro
y sucedía con demasiada facilidad
los huesos eran tan parecidos a listones y ramitas
la sangre era tan parecida al agua
los gritos eran tan parecidos al silencio
Y ya,
por último, los cuatro con que acaba:
Así que los sobrevivientes permanecieron
y la tierra y el cielo permanecieron.
Todo cargaba con la culpa.
Ni una hoja se movió, no sonreía nadie.3)
Juramos aferrarnos a los vínculos.
No hemos sabido hacerlo, no del todo.
¿Viene alguien del futuro entre las grietas?
(π)
1 Para más de Sor Juana y los temblores, estos versos de Jorge Gutiérrez Reyna.
2 Es cita literal.
3 “Crow’s Account of the Battle” —el terremoto es también una batalla—. La traducción es mía.
(Ciudad de México, 1987) es poeta y ensayista. Su libro Sólo esto resultó ganador del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2017.