Los Ensayos de Montaigne comienzan con uno titulado “Puede lograrse el mismo fin con distintos medios”. Menciona el caso de dos militares condenados a muerte. Pelópidas “fundó su defensa en meras demandas y súplicas”, mientras que Epaminondas “hizo un relato magnífico de las gestas que había realizado y se las echó en cara al pueblo de manera orgullosa y arrogante”. Al primero lo perdonaron por lástima; al segundo, porque sus jueces ni siquiera tuvieron el valor de “coger las bolillas para votar”.
Aunque los dos salvaron la vida, Montaigne considera más valiosa la actitud de Epaminondas. Dice que la conmiseración “es un efecto de la ligereza, del carácter bondadoso y de la blandura” y que “las mujeres, los niños y el vulgo son más propensos a caer en ella”.
Alcibíades siguió otro método. Los atenienses lo citaron para juzgarlo, y él decidió escapar. Dijo que era “estúpido que el acusado intente ser absuelto siéndole posible huir”. Le preguntaron si no confiaba en los jueces. “Ni en mi madre”, respondió, y mencionó las bolillas de marras. “No sea que casualmente se equivoque y eche la piedrecilla negra en lugar de la blanca”. Al final, tuvo razón, porque sin estar presente se le condenó a muerte. Él se envalentonó. “Demostrémosles que vivimos”, dijo y comenzó una guerra contra los atenienses.
Para un condenado a muerte, la actitud que más admira la historia es la de Sócrates, mezcla de valor, sabiduría y coherencia; pero hay que tomar en cuenta que a él lo mataron con cicuta, veneno con efectos parecidos a la presente inyección letal. Su cáliz no fue figurativo. No veo tan risueño y dicharachero a un Sócrates crucificado; ni diciéndole a Critón que le deben un gallo a Asclepio mientras arde en el toro de Fálaris.
Sin embargo, en términos de posteridad, la cruz es un método muy adecuado. Si a Jesús, en vez de crucificarlo, le hubiesen cortado la cabeza allá mismo donde lo azotaron, muy desamparado hubiese quedado el cristianismo. Sin cruz no habría INRI, ni corona de espinas, ni el sálvate a ti mismo, ni Simón de Cirene, ni José de Arimatea, ni Dimas y Gestas, ni lama sabactani, ni consumatum est, ni en tus manos encomiendo mi espíritu, ni el centurión, ni la esponja con vinagre, ni el costado del que sale sangre y agua ni stabat mater.
Montaigne hace una breve relación de algunos condenados que miraron su propia ejecución con algo de humor. Uno que conducían a la horca, pidió a sus verdugos que no pasaran por cierta calle, porque ahí vivía “un comerciante que lo ahorcaría por causa de una vieja deuda”. Otro no aceptó beber de un vaso del que había bebido su verdugo porque corría el riesgo de que le diera viruela. A otro en el patíbulo le ofrecieron perdonarle la vida si se casaba con una muchacha. El hombre vio que ella cojeaba y dijo: “Ata, ata, que es coja”. A otro que le ofrecieron la misma ruta del perdón justo antes de que le cortaran la cabeza dijo que prefería morir porque la muchacha “tenía las mejillas hundidas y la nariz demasiado puntiaguda”. Las últimas palabras de un condenado antes de que lo decapitaran fueron: “¡Que ruede la bola!”
Se cuenta que en París un empresario ofreció a un condenado a la guillotina que le daría dinero a su familia si hacía publicidad de último segundo. Entonces el condenado gritó desde el cadalso: “¡Tomen chocolate Van Houten!”
Mayakovski utiliza la anécdota para componer unos versos:
¡Qué bueno
si cuando te lanzan a las fauces del patíbulo
alcanzas a gritar:
¡Tomen chocolate de Van Houten!
Luego de más de un siglo y de millones de ejecutados, el negocio de Van Houten sigue prosperando.
Boecio no tomó en broma su muerte. Le hizo falta sostener una larga conversación con la Filosofía y, aunque quizás le llegó el momento de aceptar su destino, el tormento final debió quebrarle el ánimo. Aquí traduzco la versión de Arthur Hermann en su libro The cave and the light:
Los guardias se lo llevaron. Lo obligaron a arrodillarse en el suelo de piedra, y le ataron una correa alrededor de las sienes y sobre los ojos. Por orden de Teodorico, el verdugo apretó la correa cada vez más hasta que los ojos de Boecio saltaron de sus cuencas. Luego, en una agonía insoportable, fue aporreado hasta la muerte con barras de hierro.
Una ilustración de esta forma de tortura en la que saltan los ojos aparece en un libro del siglo diecisiete de un tal Philip Vincent: The lamentations of Germany, wherein, as in a glasse, we may behold her miserable condition.
Los caprichos post mortem al estilo de Chopin, “lleven mi corazón a Varsovia”, no los acata la autoridad, son acaso asumidos por la familia. Aunque sí es conocido que a los condenados a muerte se les ofrece una última cena, según los criterios de cada lugar.
Una nota de prensa del año 2011 informa que esta costumbre quedó cancelada en la prisión de Huntsville, Texas, por causa de un reo de nombre Lawrence Russell. Él solicitó dos milanesas de pollo, una hamburguesa triple con queso, quimbombó frito, una libra de carne asada, tres arracheras, una pizza meat lovers, medio litro de nieve y una palanqueta de crema de cacahuate. El problema fue que Lawrence Russell no probó bocado y las autoridades se molestaron por el despilfarro.
Para el que esté interesado en el tema, puede leer Meals to die for, de Brian Price, un expresidiario que trabajó como chef en la prisión de Huntsville y cocinó más de doscientas últimas cenas, que, por cierto, nunca incluyen alcohol.
Lamentable es que esas cenas se tengan que comer en la minúscula celda, al lado del retrete metálico que ni siquiera tiene tapa.
Revisé una larga lista de últimas cenas. Ninguna fue vegetariana. Tampoco supe de nadie que se haya despedido de la vida tomando chocolate Van Houten.
Aunque muchos eligen La Biblia porque ya están pensando en el más allá, Montaigne es una buena lectura para quienquiera que haya sido condenado a muerte, pues éste es un tema recurrente en sus ensayos: las distintas actitudes ante el inminente final, ante el dolor y la tortura.
Termino con uno de tantos ejemplos:
Se le ofreció a un excelente arquero, condenado a muerte, salvarle la vida si consentía en dar alguna prueba notable de su habilidad en el arte que ejercía. Él se opuso a intentarla temiendo que el nerviosismo hiciera temblar su mano, y que en lugar de salvarse de la muerte perdiera la reputación que había adquirido como famoso tirador. ~