En La Boca, no. Me lo dijeron muchas veces. Sobre todo mis compaƱeros del curso de alemĆ”n: es un barrio peligroso, no es recomendable vivir allĆ. āEl patio trasero de Buenos Airesā, me lo definirĆa mĆ”s tarde Lito Diosccia. La clientela del Goethe Institut de la avenida Corrientes estaba nutrida por jĆ³venes de los barrios altos: San Isidro, NĆŗƱez, Barrio Norte, Devoto. Me ha costado completar esa lista mĆnima sin recurrir a Google: me estoy olvidando, aunque sĆ³lo hayan pasado dos aƱos. Pese a la advertencia, vivĆ cerca de seis meses en un conventillo del pasaje Zolezzi de La Boca, a cien metros del estadio de fĆŗtbol. Durante algĆŗn tiempo he recomendado la visita por libre de aquellas calles que fueron (un poco) mĆas; hasta que ayer me llegĆ³ un e-mail de un amigo espaƱol: le dieron una paliza a escasa distancia de la que fue mi casa, eran ocho o nueve niƱos, le robaron la cĆ”mara de fotos y cinco dĆ³lares.
ā¢
MartĆn, Nora y Valentino vivĆan con cuatrocientos dĆ³lares al mes. Los he llamado (el e-mail de mi amigo asaltado y la constataciĆ³n de mi pĆ©rdida de memoria me han hecho pensar brutalmente en ellos): estĆ”n bien. El barrio experimenta una cierta mejora, me ha contado MartĆn, āestĆ”n invirtiendo guita, Jordi, hay quien dice que quieren convertirlo en un segundo San Telmoā.
Precisamente en San Telmo āel barrio vecino y pintorescoā me subĆ por primera vez en el 152. He buscado una fotografĆa en Google ImĆ”genes para recordar el diseƱo de rayas rojiazules sobre fondo blanco, las grandes ruedas, la carrocerĆa robusta que temblaba por el pavimento deteriorado. Era septiembre de 2002: la crisis econĆ³mica eran calles levantadas y farolas sin bombillas. Me habĆan contactado con MartĆn para que me enseƱara La Boca; era mi Ćŗltimo dĆa en Buenos Aires. Quedamos en la parada final del 152, al cabo de la avenida Pedro Hurtado de Mendoza (el primer europeo que pisĆ³ la zona). Lo recuerdo con un sombrero de tela negro, de ala ancha, pero las fotografĆas me desmienten: me recibiĆ³ con el pelo largo sin recoger, barba de una semana y cazadora vieja de aviador. Con su voz ronca me contĆ³ la historia del barrio, sus orĆgenes a mediados del siglo XIX, cuando se asentaron a orillas del Riachuelo las primeras familias genovesas, su carĆ”cter migrante: italianos y espaƱoles sobre todo. Paseamos por Caminito, comimos una pizza en un pequeƱo local que desaparecerĆa algunos meses despuĆ©s, caminamos por los viejos raĆles que bordean un huerto vecinal y conducen al estadio de fĆŗtbol. DespuĆ©s MartĆn me abriĆ³ las puertas de su casa, un viejo conventillo que a copia de esfuerzo habĆa convertido en un museo Ćntimo, en un homenaje al pasado boquense; cebĆ³ mate; puso la radio (la cadena de tango Dos por Cuatro, banda sonora del lugar); pasamos las horas siguientes charlando; llegĆ³ Nora, despeinada y locuaz. Estaba embarazada.
En algĆŗn momento de nuestro paseo nos habĆamos encontrado con un perro vagabundo, que MartĆn habĆa bautizado como VelĆ”zquez. Era negro y, de convertirse en hombre, hubiera llevado el pelo largo y cazadora de piloto.
ā¢
La literatura tiende a resumir una vida en una historia. Construye la ficciĆ³n de que un momento, una experiencia, un viaje fueron la esencia, el misterio, el epĆtome de una existencia. El relato se convierte, entonces, en la crĆ³nica de un revelado.
Desde esa concepciĆ³n de lo literario, la historia de Nora y MartĆn culmina en Valentino. Es una bella historia de amor, perfecta para que fuera apareciendo aquĆ, progresivamente, como un negativo que se vuelve color en el papel fotogrĆ”fico. MartĆn es un bala perdida, un veinteaƱero que vive a salto de mata, recitando versos en lunfardo o haciendo trabajos de manutenciĆ³n o de jardinerĆa. DespuĆ©s de varios domicilios en Buenos Aires (es oriundo de La Plata), se acaba de ir a vivir a un conventillo de La Boca, que se caĆa a pedazos y que Ć©l, que es un manitas, ha ido restaurando y adecentando. Nora es una joven muy guapa que vive con su madre en el vecino barrio de Barracas, hace unos aƱos que rompiĆ³ su relaciĆ³n con un futbolista que ahora triunfa en Europa. Se conocen en el grupo de teatro Catalinas Sur. Un grupo de teatro comunitario, que estĆ” diseƱando una obra colectiva, vecinal, que se propone llevar a escena a un centenar de aficionados de las calles adyacentes al galpĆ³n donde se reĆŗnen. El reto es contar la historia del paĆs a travĆ©s de la historia de un club de barrio. El resultado se llamarĆ” El fulgor argentino: todavĆa sigue en cartelera. Nora y MartĆn son los protagonistas. En la obra, se enamoran, se casan, tienen un hijo, viven y sobreviven en la turbulenta historia nacional. En una escena epicĆ©ntrica, bailan tango y se besan: escenografĆa del enamoramiento. Durante decenas de ensayos el beso fue falso, a algunos milĆmetros de los labios. Pero el dĆa del estreno algo cambia: el beso es real, sobrepasa los lĆmites de la actuaciĆ³n. Se han enamorado. Nora se traslada al conventillo del pasaje Zolezzi. Cuando yo los conozca y su historia llegue a mĆ, ella estarĆ” embarazada. Al cabo de un aƱo regresarĆ© a Buenos Aires y Valentino serĆ” un reciĆ©n nacido.
ā¢
En la Boca no se sabe adĆ³nde comienza y adĆ³nde termina la calle. Entre lo privado y lo pĆŗblico no existe una frontera definida. No sĆ³lo las ventanas y las puertas estĆ”n abiertas para mostrar habitaciones, camas, colchas, cuerpos tumbados mirando televisiĆ³n que impĆŗdicamente muestran muslos, sudor, carne. No sĆ³lo la gente viste la misma ropa para estar en casa que para comprar el pan o sacar la basura. TambiĆ©n los perros callejeros se convierten de repente en perros domĆ©sticos. O viceversa. Se trata de una cuestiĆ³n de lĆmites blandos, que permiten que lo privado se derrame hacia lo pĆŗblico. Las bolsas de basura, por ejemplo, se acumulan en las esquinas igual a como se habĆan acumulado en el patio o en la cocina horas antes: la inexistencia de contenedores provoca ese trasvase. En muchas de esas esquinas se hace explĆcita la transiciĆ³n: las aceras estĆ”n destrozadas, el cemento roto,
la piedra levantada y en sus intersticios crecen plantas, como si entre el asfalto por donde transitan los autos y la fachada de las viviendas hubiera una tierra de nadie, un posible jardĆn silvestre por donde transitan los peatones.
La crĆ³nica de viajes tambiĆ©n circula por esos intersticios: entre la quietud textual y el movimiento de la vida, entre la historia colectiva y la intimidad personal; cada pĆ”rrafo es una acera levantada entre el conventillo del texto y la experiencia en la calle. No hay puertas que separen lo pĆŗblico de lo privado. Muchos conventillos son de obra en la parte inferior y de materiales aĆŗn provisionales en la superior, como si el proceso de urbanizaciĆ³n no terminara nunca: como si siempre se pudiera erigir un piso mĆ”s. Un nuevo capĆtulo.
En verdad, la historia de MartĆn y Nora no es mĆ”s que una de las miles de historias que conforman el entramado de las vidas de Nora y MartĆn. De todas las demĆ”s rescatarĆ© aquĆ algunas, las que se entrelazan con la casa y con el barrio y conmigo, que fui allĆ viajero casual, falso inmigrado, testigo.
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En julio de 2003 VelĆ”zquez ya era un perro domĆ©stico. Como MartĆn, habĆa encontrado el gusto por el hogar. Me recordaba a los perros que, durante mi infancia, vivĆan casi salvajes en los descampados de Rocafonda, barrio de inmigrados. Durante los meses siguientes me instalĆ© periĆ³dicamente en el conventillo del pasaje Zolezzi: en la planta baja, de obra, vivĆa la familia; en el patio, habitaban VelĆ”zquez, el perro
de MartĆn, y Sol, la cĆ³cker de Nora; en el primer piso, tenĆa yo mi apartamento: cuarto de baƱo, cocina, salĆ³n y dormitorio con suelo y paredes de madera y chapa, amueblados con sillones, colchones y cuadros supervivientes de la Ć©poca de los abuelos de mis anfitriones.
Con el tiempo conocerĆa bien a Maruja, la madre de Nora, que naciĆ³ en Galicia y llegĆ³ a Buenos Aires en 1941. Su padre, republicano, habĆa llegado cuatro aƱos antes.
āTodavĆa recuerdo la navegaciĆ³n por las rĆas, con mis tĆos, cuando yo apenas tenĆa unos aƱos de edad. Ese paisaje me acompaƱarĆ” siempre āme dijo varias veces.
āYo vine en barco, un barco como el de Venimos de muy lejos, por eso siempre que veo la escena inicial de la obra se me pone la carne de gallina.
La familia de MartĆn proviene del PaĆs Vasco. Cuando viajaron por Europa, visitaron el pueblo de su bisabuelo, Pedro MarĆa OtaƱo, que era un poeta en euskera. En el comedor del conventillo, junto a viejos libros, imĆ”genes en blanco y negro, el piano y el tocadiscos de anticuario, hay una fotografĆa de MartĆn junto a la estatua de su antepasado.
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La cotidianeidad mata el viaje. Pero tambiĆ©n lo revitaliza: cuando te canses de ella, volverĆ”s a partir. Yo tuve una rutina en La Boca. Me levantaba a las ocho, encendĆa el viejo calefĆ³n, me duchaba y me vestĆa sin hacer ruido para no despertar al bebĆ© con mis pisadas; iba al locutorio de Juan Croce, consultaba mi e-mail; desayunaba en La Perla con Daniel Aguirre, pintor de Caminito; regresaba al conventillo, me tomaba un mate con Nora y Valentino; leĆa o escribĆa sobre la emigraciĆ³n; pasaba la tarde en el Goethe Institut; de regreso a casa, compraba una botella de vino tinto, que compartirĆa con MartĆn durante la cena.
A Juan Croce le habĆan atracado veinte veces en lo que iba del aƱo; acababa de divorciarse; criaba abejas en un islote de Entre RĆos.
Daniel Aguirre vendĆa estampas boquenses en el mercado de Caminito mientras se entregaba en cuerpo y alma a su obra, y a los problemas de salud de su suegra.
Nora trabajaba en el galpĆ³n; y ensayaba; y coordinaba encuentros de teatro comunitario, siempre en compaƱĆa de Valentino Astor, en el cochecito.
MartĆn cambiaba continuamente de ocupaciĆ³n, pero nunca le faltaba trabajo: espectĆ”culo con zancos, cuidado de jardines, recitaciĆ³n con acompaƱamiento de guitarras, carpinterĆa. Incluso recibiĆ³ una invitaciĆ³n de la Academia del Lunfardo, el lenguaje de la delincuencia y del tango, para recitar en un congreso.
Yo paseaba, observaba, anotaba detalles: palabras del argot de los bajos fondos porteƱos que habĆa oĆdo en mi infancia, porque provenĆan de EspaƱa; fragmentos de metal de barco que estaban incrustados en los conventillos, salvavidas o baĆŗles ultramarinos que ahora decoraban restaurantes o dormitorios; nombres de calles que remitĆan a una topografĆa importada de Italia o de EspaƱa; anĆ©cdotas (la mujer que envenenĆ³ a sus amigas con pequeƱas dosis en el tĆ© de la tarde, compaƱera mĆa en el locutorio; las idas y venidas de Granada InsĆŗa, el auto-proclamado Presidente de La Boca, con quien nunca crucĆ© una palabra; el pintor que se pasĆ³ toda la vida retratando paisajes de su NĆ”poles natal, adonde no habĆa regresado en setenta aƱos); oficios que pervivĆan
allĆ (impresor manual, amasador de pasta, pĆcaro, fileteador, afilador, botellero, hincha de fĆŗtbol profesional, bandoneonista, bailarĆn de tango).
Algunas maƱanas caminaba por la orilla del Riachuelo en compaƱĆa de VelĆ”zquez. No tenĆa raza conocida,
aunque sĆ un lejano parentesco con el ovejero alemĆ”n āperro policĆa. En algunos barcos habĆa vida: viejos marineros que hervĆan agua o asaban carne en una parrilla sobre la cubierta; jaurĆas de perros que se habĆan instalado entre los mĆ”stiles podridos, en los camarotes oxidados o en las bodegas sin carga.
Porque predominaban los barcos muertos, carne frĆa de desguace. Sus nombres remitĆan a otra era y a otro continente: Madrid, Ciudad de Vigo, RĆo de la Plata, Lisboa, Emperador de los Mares. Hasta la vĆa del tren que separa La Boca de Barracas caminaba yo a veces, pero las primeras chabolas de una villa me inyectaban enseguida miedo. Y regresaba.
ā¢
En Rocafonda los inmigrados acceden a pisos construidos por nativos. Tras una breve acogida por parte de familiares o conocidos ya instalados, compartirĆ”n un alquiler, entrarĆ”n automĆ”ticamente en el mercado. En un tipo de vivienda que ha sido diseƱado por los arquitectos del paĆs de acogida. La villa, en cambio, supone la llegada a una ciudad sudamericana de tĆ©cnicas de construcciĆ³n y de distribuciones espaciales propias de la cultura del inmigrante. Un traslado. Los conventillos son la pervivencia de una prĆ”ctica comĆŗn en los emigrantes europeos de los siglos pasados: la erecciĆ³n de sus propias viviendas, a orillas del rĆo, antes de que puedan ahorrar para comprarse una parcela o una casa en un barrio ya consolidado. Los conventillos, ademĆ”s, suponen el matrimonio del material local (la madera del Ć”rbol) con el material importado (el metal, la chapa de los barcos): la madera es la tierra y el metal es el mar: el sedentarismo y el viaje se amalgaman en los cimientos, las paredes, las vigas de esa primera casa, necesariamente compartida. Cada familia vivĆa en una habitaciĆ³n, igual a como lo hicieron mis padres cuando llegaron desde sus pueblos andaluces a Rocafonda, en la periferia de MatarĆ³ (en la periferia de Barcelona y de Europa). A finales del siglo XIX, a los conventillos tambiĆ©n se les llamaban cuarteles, por la coexistencia de espacios Ćntimos y comunitarios en el mismo recinto (como en el convento). El patio del conventillo, como el del cortijo o el de la villa italiana, se convertĆa rĆ”pidamente en el centro del diĆ”logo. En el Ć”mbito de la pervivencia oral del imaginario de origen. Los viajeros hablan sobre sus viajes. Los emigrantes sobre su emigraciĆ³n.
En el conventillo el baƱo se llama biorsi. El calentador, calefĆ³n. La cama, catrera. Los bosteros (aficionados de Boca JĆŗniors), xeneizes, es decir, genoveses. El lunfardo, el argot del arrabal, es una legua migrada, hĆbrida, entre el castellano, el italiano, el catalĆ”n, el gallego, el genovĆ©s.
Al poco de mi regreso de Argentina, mi hermano llegarĆa a casa con una pregunta: āĀæPor quĆ© nadie me entiende cuando hablo del poyo de la cocina? Todo el mundo dice el mĆ”rmol de la cocinaā. CogiĆ³ del anaquel el diccionario MarĆa Moliner y buscĆ³ āpoyoā: āBanco de obra de albaƱilerĆa o de piedra que se construye junto a la pared en las casas de los pueblos, por ejemplo para poner cĆ”ntaros. TambiĆ©n en el exterior de las casas, junto a la paredā. La palabra se la trajeron del pueblo, del cortijo, del campo. La heredamos. Su equivalente urbano en CataluƱa es āmĆ”rmolā: el marbre de la cuina.
ā¢
En septiembre de 2002 se representaba en El GalpĆ³n de Catalinas El fulgor argentino; al aƱo siguiente, Venimos de muy lejos era la obra en cartelera. La vi cuatro veces. Habla de la llegada de los inmigrantes europeos y su espacio central es un conventillo. Durante el siglo XX, el tiempo de la acciĆ³n, el espectador asiste a la transformaciĆ³n de Argentina; a la argentinizaciĆ³n de los espaƱoles, italianos, polacos, judĆos hasta entonces sin patria. En la parte final de la obra llegan nuevos futuros argentinos: paraguayos, bolivianos, de los llamados āpaĆses limĆtrofesā.
La escena inicial es un barco que se abre. La proa, hecha con sĆ”banas blancas, penetra en el escenario y no permite ver los rostros de las decenas de inmigrantes que cantan en una mezcla de espaƱol e italiano. Voces que son tristeza. Venimos de muy lejos… La proa se parte, para abrirse en abanico. Vemos los rostros de todos esos reciĆ©n llegados. Su nostalgia incipiente. Hasta que cambia el ritmo de la canciĆ³n, se acelera, y empiezan a hablar de la esperanza. āQueremos laburarā, repiten al final de esta escena de apertura: āqueremos laburarā.
Una vez coincidĆ con Maruja en el teatro: efectivamente, siempre llora con ese barco.
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Hablando con Daniel Aguirre me comentĆ³ que Ć©l antes iba mucho al Dock Sur, cruzando el rĆo en la barca. En La Boca se recuerda a menudo el tiempo de los burdeles econĆ³micos, cuando todos los jĆ³venes del barrio cruzaban el Riachuelo para saciarse. La Ćŗltima vez que intentĆ³ cruzar el rĆo lo hizo por el puente de Avellaneda y tuvo que salir corriendo. Una banda de pibes chorros iba hacia ellos, robando a todos los que se cruzaban en su camino.
āNo vuelvo āsentenciĆ³.
El Riachuelo es una frontera. Del lado de acĆ”: la policĆa bonaerense. Del lado de allĆ”: la policĆa de la provincia de Buenos Aires. Una frontera pĆŗtrida: contamina. El agua es insalubre; el aire, tambiĆ©n, a causa de la petroquĆmica del Dock Sur. Tolueno en la orina y plomo en sangre. Recuerdo el dĆa que me hablĆ³ de ello Lito Diosccia, el presidente de la asociaciĆ³n de comerciantes de La Boca, en una pizzerĆa, las paredes decoradas con fotografĆas en blanco y negro de la Ć©poca de Quinquela MartĆn, el pintor por excelencia del barrio, con sus amigos banqueros, pescadores o cantantes de tango. Ahora esto es el patio trasero de Buenos Aires, pero durante dĆ©cadas fue su recibidor de lujo, un puerto lleno de actividad, un barrio limpio, prolijo, sin vagos, ĀæentendĆ©s?, sin ladrones.
ā¢
Fui sin cĆ”mara de fotos; con cuatro pesos en el bolsillo; con ropa deportiva; sin abrir la boca. Por tanto, no poseo para narrarlo mĆ”s que el recuerdo. Es el embarcadero mĆ”s nauseabundo en que he estado nunca. En las orillas del Riachuelo el agua es petrĆ³leo, cementerio de botellas, ruedas de camiĆ³n, barcas que ya desaparecieron. Desciendo la rampa metĆ”lica: hay una barca esperando; los mechones rubios del barquero no se alteran por mi presencia. Ćl sigue comiendo gominolas y contando monedas de veinticinco centavos mientras escucha algo a travĆ©s de los auriculares. Hasta que no inicie el regreso la barca que hay del otro lado, con cuatro mujeres y una niƱa a bordo, el viejo barquero remando de pie, no me pedirĆ” la moneda el mĆo, mucho mĆ”s joven, vestido con chĆ”ndal, los mechones teƱidos. Entonces saldrĆ” del muelle minĆŗsculo y avanzarĆ” los cincuenta metros que deben separar las dos orillas inmundas, mientras sobre nuestras cabezas el puente de Avellaneda gruƱe cada vez que es atravesado por un camiĆ³n, cada dos o tres segundos un nuevo gruƱido de metal. La cabeza de un perro sobresale goyescamente del rĆo negro: estĆ” nadando en sentido contrario al nuestro: del Dock Sur a La Boca. Enseguida llegamos a la casita de hojalata, pintada de colores, que pese a la neblina y a la porquerĆa se refleja en el agua. Enseguida estoy caminando por la calle General Rivas, entre galpones y astilleros, Caminito a lo lejos, oasis entre tanta degradaciĆ³n. Los conventillos son pĆ”lidos aquĆ. Hay muchos mĆ”s que en La Boca, completamente de madera y chapa, muchos de ellos estĆ”n aislados y no unidos al vecino, el gris y el Ć³xido son los colores predominantes. Campo de fĆŗtbol de la plaza JosĆ© HernĆ”ndez, tapizado de hojas otoƱales, las mismas que cubren todas las calles que recorro, por donde parejas de jĆ³venes, tanto chicas como chicos, armados con rastrillos, las amontonan para quemarlas. El edificio mejor cuidado que veo en mi corto paseo es la Iglesia de Dios de la Isla Maciel.
Todo estĆ” mĆ”s degradado que en La Boca. El patio trasero del patio trasero. El viejo barquero me devuelve a mi barrio. Las venas se ramifican en sus mejillas, como les suele ocurrir a los alcohĆ³licos.
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La Ćŗltima vez que fui a ver la obra le pedĆ permiso a Nora para ver cĆ³mo se maquillaba. Las actrices iban y venĆan, medio disfrazadas de mamĆ” judĆa o de niƱa italiana o de joven sevillana, pero aĆŗn con sus jeans o sus peinados de porteƱas, y Nora, frente al espejo, afilaba sus pestaƱas, se coloreaba los pĆ”rpados, sonrojaba sus mejillas, se pintaba los labios, se recogĆa el pelo, mudaba el acento, impostaba la voz, se quitaba la falda y la camiseta de porteƱa, se ponĆa el traje de inmigrada, cada vez menos aquĆ y ahora, cada vez mĆ”s aquĆ y entonces, principios del siglo pasado, dĆas de hambre y calor e incomodidades en un barco transatlĆ”ntico, la llegada, la adaptaciĆ³n, la peluca, el maquillaje, cada vez mĆ”s argentina y menos de allĆ, menos gallega, se disfrazaba Nora de gallega, de su personaje de gallega, frente al espejo, bajo las luces, sus compaƱeras de reparto ya totalmente vestidas de reciĆ©n llegadas europeas, Nora ultimando su disfraz de gallega, mientras su madre ya la estaba esperando, como cuando era niƱa y volvĆa del colegio, pero esta vez no a la puerta de casa, sino en la platea, en su butaca, dispuesta a llorar de nuevo con la llegada (la partida) del barco, con su acento gallego real, ella misma, tantos aƱos atrĆ”s, idĆ©ntica a esa actriz que es su hija, alguna vez me disfrazaron de andaluz en mi niƱez, yo tambiĆ©n actuĆ©, la identidad es tambiĆ©n una mĆ”scara, Nora ahora es gallega sobre el escenario, realmente gallega, por arte del teatro.
ā¢
En junio de 2004 me fui de La Boca. Dos aƱos despuĆ©s, una banda de nueve o diez niƱos golpearon a un amigo para robarle la cĆ”mara y cinco dĆ³lares, a pocos metros de mi casa. Durante esos lapsos de tiempo he mirado muchas veces las fotografĆas del medio aƱo que pasĆ© en aquel barrio, pero como mera sucesiĆ³n sentimental, sin prestar atenciĆ³n real, detallada. Mientras escribĆa este texto, en cambio, he querido recordar. He nombrado rostros, perros, calles, cuadros, barcos: los he situado en un plano y en una cronologĆa: la memoria esforzada es la Ćŗnica que pervive.
En La Boca, sĆ, les replicaba a mis compaƱeros del Goethe Institut de la avenida Corrientes; pero no recuerdo haberles dado nunca razones de mi sĆ rotundo, sin vacilaciones. Nunca les hablĆ© de Rocafonda, ni de la nociĆ³n hogar, a doce mil kilĆ³metros de distancia, ni de bilingĆ¼ismo, ni de palabras migrantes, ni de barcos, ni de teatros.
Algunas noches, al volver de clase de alemĆ”n en el 152, me encontraba a VelĆ”zquez frente a la puerta del conventillo, cerrada. QuizĆ” habĆa pasado una semana merodeando por el barrio, o en la villa del puente de Avellaneda, junto con su otra familia, la que un dĆa le descubriĆ³ MartĆn en sus propios merodeos boquenses. En una Ć©poca de celo, VelĆ”zquez dejarĆa embarazada a Sol, pero yo ya no verĆa aquellos cachorros hĆbridos de apartamento y conventillo, de dama y vagabundo. VolvĆa: siempre volvĆa a casa. Yo le abrĆa la puerta. EntrĆ”bamos. El pasillo seguĆa siendo un museo. La casa seguĆa siendo la guarida de un anticuario. Mientras yo subĆa las escaleras, Ć©l acudĆa a su rincĆ³n. Junto a Sol, o a solas: allĆ se acurrucaba. Era posible que Nora estuviera actuando, que MartĆn recitara aquella noche, que Maruja y Valentino durmieran ya en la planta baja. ~
(Tarragona, 1976) es escritor. Sus libros mƔs recientes son la novela 'Los muertos' (Mondadori, 2010) y el ensayo 'Teleshakespeare' (Errata Naturae, 2011).