Cultura política y caciquismo

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¿Qué es el caciquismo? El origen etimológico de "cacique" —término arahuaco para designar a un hombre grande, aquel que "posee una casa"— tiene, como casi todas las explicaciones etimológicas, interés lingüístico pero poca utilidad práctica. El "caciquismo" está cargado de resonancias contemporáneas.
Los caciques, como los caudillos, son actores en sistemas clientelistas. Si bien podemos concentrarnos en caciques individuales, éstos deben considerarse como representantes de sistemas clientelistas. De acuerdo con Fernando Díaz Díaz (y otros autores), yo vería a los caudillos como figuras pretorianas al frente de un escenario político más vasto; los caciques, en cambio, son políticos/civiles y habitualmente operan en un nivel más restringido. Esta distinción es muy vaga: los caciques, como lo mostraré, regularmente hacen uso de la violencia, pero rara vez son jefes militares de importancia. Villa era un caudillo y no un cacique; Calles un cacique y no un caudillo. Aunque se puede hablar (y sus contemporáneos lo hicieron) de caciques "nacionales" —Díaz, Calles, Cárdenas— no se puede hablar de caudillos municipales (fuera de Argentina, claro está). En otras palabras, el caciquismo abarca la jerarquía política, mientras que el caudillismo es un fenómeno más "cupular" —y más pretoriano. De esto se sigue que algunos individuos clave cambian de papeles: Díaz —y más tarde Obregón— fue caudillo transformado en cacique. La muerte privó a Villa y a Zapata de la posibilidad de tal transformación.
     El caciquismo, por consiguiente, es un subgrupo muy grande dentro de un universo aún más vasto de sistemas clientelistas. Dichos sistemas se conciben típicamente como jerarquías que encarnan autoridad, pobladas por actores de poder y estatus desiguales que están vinculados por nexos de reciprocidad (también desiguales, claro). El sistema difiere de —incluso se opone a— la clásica burocracia weberiana, gobernada por reglas universales e impersonales. De hecho, no queda claro dónde, dentro de la famosa triada de sistemas de autoridad de Max Weber (el tradicional, el carismático, el racional-legal), pueda colocarse útilmente al caciquismo. Aunque ocasionalmente surgen caciques "carismáticos", distan de ser la norma (y pueden representar una devaluación del concepto original). El caciquismo "racional-legal" es una contradicción, aunque los trueques que ocurren en las relaciones caciquistas pueden ser absolutamente "racionales", instrumentales y utilitarios. Quizá lo mejor es calificar el caciquismo de "racional" pero no de "legal"; tiene que ver con la búsqueda racional de metas concretas dentro de un ambiente arbitrario, personalista y, por ende, no legal. En este sentido (ambiental/organizativo), el caciquismo se asemeja a los regímenes patrimoniales de Weber. Pero decir que el caciquismo es "tradicional" equivale a arrojar otro objeto tosco dentro de un maletín ya sobrecargado (donde se asocia incómodamente con feudos, teocracias y monarquías absolutas). Equivale también a interpretar equivocadamente la base misma del caciquismo (que, en la mayor parte de los casos, no es ni sagrada ni prescriptiva) y a pasar por alto el increíble vigor del caciquismo, su capacidad de mutarse y convivir con la "modernidad", sus poderes de autorreproducción, que no están fundamentados en ningún principio hereditario ni mucho menos divino.
     El caciquismo es arbitrario y personalista. Las reglas formales le ceden su lugar al poder informal: "aquí no hay más ley que yo". Esto no quiere decir que los caciques sean necesariamente déspotas caprichosos. Aunque arbitrarios, los caciques pueden seguir caminos predecibles. Pero tales caminos están determinados por prácticas desordenadas, no por principios universales. No están formalmente trazados, sino que pertenecen al "saber local". Los caciques no necesariamente tienen que ocupar cargos oficiales para ejercer su poder. Sin embargo, algunos caciques —impelidos, en parte, por la regla de la "no reelección"— van y vienen por una secuencia de cargos, con movimientos ascendentes, descendentes y laterales, sin por ello perder —a pesar de los cargos específicos— un poder regional duradero.
     El cacique recompensa a sus amigos y castiga a sus enemigos. Cumple con la vieja máxima de Díaz: pan o palo. Las recompensas (pan), que discutiré más adelante, van desde los obsequios materiales (tierra, crédito, dinero), pasando por los beneficios intermedios materiales e intangibles (trabajos), hasta los beneficios "no materiales" (por ejemplo, la protección, que puede significar defender al cliente del palo de los caciques rivales). El palo también es crucial: "El caciquismo es impensable sin la violencia directa", según dice Eckart Boege. Pero, como ya se mencionó, el caciquismo no es pretoriano; de hecho, en la medida en que la milicia ideal (regular) concuerda con las exigencias prusia-nas/weberianas de reglas impersonales y de disciplina, está en las antípodas del caciquismo. Además, desde los años veinte el ejército federal ha sido una fuerza centralizadora. Por ambas razones, en consecuencia, los caciques y el ejército están en oposición. Sin embargo, si consideramos la función, en lugar de la forma de la violencia política, podría argumentarse que el control social ejercido por el caciquismo mexicano, entre 1950 y 1980, hizo innecesario el tipo de autoritarismo burocrático que se dio en el Cono Sur: el caciquismo y el pretorianismo representan medios alternativos para asegurar el control social.
     Sin embargo, las formas contrastantes de represión son importantes. La violencia caciquil tiende a ser de baja intensidad, esporádica e incluso quirúrgica (sobre todo, parece, en las ciudades, donde hay más alternativas no violentas y donde el precio político del derramamiento de sangre puede ser más alto). Pero los caciques buenos —es decir, eficientes— no incurren en la violencia y la represión generalizadas, aun en las zonas más agrestes. A diferencia de los ejércitos modernos, carecen de equipo, potencial humano y organización. También se fían mucho de métodos que prescinden de la violencia: el pan contrabalancea al palo en un grado mayor en los regímenes caciquiles que en los militares/autoritarios; de hecho, los caciques son casi invariablemente civiles, aunque a menudo están bien entrenados para el tiroteo. El caciquismo, para resumir, es más consensual —quizá hasta "hegemónico", en el sentido gramsciano— que el autoritarismo burocrático. Hemos señalado la existencia de caciques "buenos"; el cacique bueno es el "que sabía tratar con la gente", en palabras de Lola Romanucci-Ross.
     El talón de Aquiles de los cacicazgos establecidos —así como del sistema político nacional en México que apuntalan— es la sucesión política. La sucesión ordenada, ya sea de monarcas hereditarios o de presidentes democráticos, requiere de reglas estrictas con las que se cumple estrictamente. Los cacicazgos carecen de tales reglas, por lo cual las crisis de sucesión son endémicas. Conforme se va debilitando el viejo cacique —o se expulsa al cacique no tan viejo— el resultado puede ser una veloz sustitución por un nuevo cacique, una fase de luchas internas y de inestabilidad faccional o, posiblemente, una transición hacia un sistema más democrático o, al menos, regido por reglas. Aunque el nepotismo puede prosperar en los sistemas caciquiles, la sucesión hereditaria directa tiende a ser excepcional: el "cacique heredero", que carece de la "fuerza y la inteligencia" de su padre fallecido, seguramente fracasará en su intento de sucesión. Los sistemas de cacicazgo exigen cierto nivel de habilidad (inteligencia, elocuencia, valor, intuición), así como suerte y crueldad: todas ellas buenas virtudes maquiavélicas.
     Además de los factores fortuitos de la habilidad, la suerte y la crueldad, un factor poderoso que ha debilitado la sucesión hereditaria es que los caciques —como los mexicanos en general— invierten en la educación de sus hijos, lo cual a su vez resulta en el desarraigo cacical de la progenie, la mudanza a las ciudades, sobre todo a la Ciudad de México o, incluso, a los Estados Unidos. Estudiar derecho, economía o administración pública puede proporcionar un atractivo medio de acceso a la élite política mexicana. Pero dichos estudios no sirven para preparar caciques; sobre todo, no en los niveles más bajos. De hecho, el caciquismo de bajo nivel puede representar una carrera riesgosa y de ingresos relativamente pobres, en comparación con los grandes negocios, la banca, la agricultura comercial y la política nacional. Por consiguiente, como el boxeo, el caciquismo les ofrece a los jóvenes pobres y rudos del barrio una posibilidad de ascenso. La movilidad ascendente, en resumen, inhibe la construcción de dinastías en el cacicazgo. La educación formal es una preparación prescindible para el politiqueo informal.
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     Quisiera pasar ahora a los cinco niveles del caciquismo: el nacional, el estatal, el regional, el municipal y el local. En la cima se encuentra el presidente: "el único cacique de México está en Los Pinos", como dijo Sánchez Vite, pero sus palabras iban dirigidas al presidente Echeverría (¿habrá querido congraciarse con él?). Sin embargo, como ya lo sugerí, el "cacique nacional" es raro desde varios puntos de vista. Para empezar, es el único cacique a quien le falta un jefe y que, por lo tanto, no desempeña el clásico papel de Jano que les toca a los demás caciques: mira en una sola dirección —hacia abajo— y no simultáneamente hacia arriba y hacia abajo. Hay una objeción parcial e interesante a esta generalización: el presidente/cacique tiene que encargarse de las relaciones exteriores, sobre todo de las relaciones con los Estados Unidos. Las reglas del juego son diferentes; en particular, la opinión pública y gubernamental de los Estados Unidos no mira con buenos ojos las prácticas caciquiles; en consecuencia, una de las cosas que no debe hacer el cacique nacional mexicano, en su trato con los Estados Unidos, es comportarse como un cacique clásico. Ante la mirada censora, weberiana y puritana de los Estados Unidos, debe evitar parecer corrupto, nepotista, violento y antidemocrático. De ahí el síndrome esquizoide mediante el cual los líderes mexicanos les ofrecen su lado bueno a las cámaras sentenciosas del norte, mientras que dejan su lado malo en las sombras oscuras de la informalidad mexicana.
     Dentro del sistema político del país, asimismo, el cacique nacional está sujeto a varias exigencias y expectativas, en comparación con los caciques menores. Primero, sospecho que a los caciques nacionales les importa más el juicio de la posteridad, lo cual igualmente puede fomentar la decencia y la respetabilidad a expensas de la violencia y la corrupción, al menos externamente. Segundo, y más importante (si es verdad), los caciques nacionales probablemente gozan de una mayor "autonomía relativa" frente a las clases dominantes de sus contrapartes regionales, locales o municipales, sobre todo desde 1940. Finalmente, dentro del sistema político nacional, el presidente/cacique es el cacique único; los otros caciques forman parte de un grupo más grande, por lo cual tienen sus pares y sus rivales; pero el presidente mexicano, salvo por el periodo inusual del Maximato (1928-1934), no tiene que tolerar ni pares ni rivales. Además, los caciques nacionales pueden surgir de una base regional —Díaz en Oaxaca, Obregón en Sonora—, pero el caciquismo nacional exitoso exige una progresiva "nacionalización" del poder y de la clientela del cacique. Sin embargo, debe pagarse un precio muy alto por la presidencia: la regla inquebrantable —quizá la regla inquebrantable— de la política mexicana, la "no reelección". El cacique nacional mexicano goza de un poder enorme durante seis años, pero lo hace con la certeza de que —como las víctimas del sacrificio azteca a quienes, durante un tiempo, se les alimentaba y festejaba abundantemente, antes de obligarlas a subir los peldaños del templo de sacrificios— esta época feliz se terminará y de que no es más que el preludio a su extinción (política).
     Evidentemente, la "no reelección" no se limita a la presidencia. Pero los caciques/funcionarios menores pueden rotar: una de las artes del cacique es compilar un currículo de cargos secuenciales. Esto es posible gracias a la serie de opciones que existe en el nivel estatal/regional y, a fortiori, en los niveles municipales/locales. Las ambiciones modestas tienen, por ende, sus recompensas; en el nivel nacional, donde prevalece un cargo superior, no hay vida política después de la presidencia. Este patrón también es posible porque, como ya se sugirió, el caciquismo de nivel más bajo, al ser más "puro", adopta una actitud más cínica y utilitaria con respecto a los cargos oficiales. Debido al poder, a la legitimidad y al prestigio vinculados con la presidencia, el cargo puede hacer al hombre, lo cual se opone al clásico proceso caciquil, donde el hombre hace al cargo o, de hecho, simplemente prescinde de él. De ahí la tendencia reciente a designar a presidentes sin experiencia política, hombres que adquirieron doctorados en el extranjero en lugar de cargos electorales en México.
     Los caciques del segundo nivel operan estatalmente. De hecho, el "estado" es una unidad un tanto arbitraria, que puede derivarse tanto de las extravagancias de la historia como de una fundamentación ecológica o económica. La mayor parte combina regiones político-ecológicas muy distintas; sólo estados pequeños, como Aguascalientes o Querétaro, muestran una vaga homogeneidad en la que el "estado" y la "región" pueden considerarse confinantes. Casi todos los caciques "estatales" son por tanto caciques regionales que han conseguido controlar sus estados por medio de una base territorial particular (inter alia). En cierto sentido, por consiguiente, el cacique clásico estatal es con frecuencia un cacique regional que ha logrado ascender en la escala. Este ascenso puede ser precario; además, mantener unido a un estado multirregional es un asunto espinoso. Los cacicazgos estatales son quizá, como sugiere Loret de Mola, los más difíciles de conservar: "sólo un hombre con ilimitada capacidad de maniobra puede extender su cacicazgo a un estado entero. Esto significa un trabajo gigantesco". Los caciques estatales siempre tienen que enfrentar desafíos subregionales. Asimismo, son vulnerables a los movimientos concertados de resistencia cívica y de oposición democrática. Los gobernadores/caciques estatales no pueden evitar el escrutinio y las sanciones presidenciales. Los presidentes pueden estar demasiado encumbrados como para preocuparse por los caciques regionales, municipales o locales; pero los caciques estatales han sido una amenaza y un problema constantes. Los conflictos y las destituciones han sido, por lo tanto, muy comunes. Durante su mandato, Salinas destituyó a un puñado de gobernadores estatales, en parte como respuesta a las protestas democráticas. Los observadores en México proclamaron un nuevo amanecer democrático. Pero, en parte, Salinas cumplía con una vieja tradición, en la que el cacique nacional sacrifica a los caciques estatales en el altar de la opinión pública y la conveniencia política.
     En el tercer nivel y más abajo nos encontramos con los caciques clásicos, "amos y señores de nuestra Patria Chica". Tienen menos fama que los caciques estatales mencionados anteriormente, quienes han tendido a dominar la historiografía reciente. Pero son notables por su longevidad, por su presencia ubicua en los archivos y por el papel fundamental que han desempeñado en la construcción y el mantenimiento del sistema político posrevolucionario. No es fácil definir el tamaño de sus feudos —ni la línea demarcatoria que los separa de los caciques "municipales", cuyo poder irradia desde una sola cabecera—, sobre todo si se toma en cuenta la diversidad de tamaños de los municipios mexicanos. Los caciques regionales no suelen constituir una amenaza seria para los presidentes. De hecho, muchos le deben su longevidad a la indulgencia presidencial: a los presidentes no les importa perpetuar a los caciques regionales, pero sí se opondrían a los gobernadores estatales perennes.
     Los cacicazgos regionales por lo general se erigen sobre la base de cacicazgos municipales menores. Además de ser piezas fundamentales en la gran maquinaria caciquil, estos cacicazgos municipales ofrecen la posibilidad de promoción, ya sea por medio de un ascenso desde arriba o por una movilización desde abajo. Los caciques de nivel más bajo son vulnerables a las vicisitudes del poder superior, y esto fue especialmente cierto durante el periodo turbulento de 1920-1935, cuando una sucesión de revueltas militares y disputas partidistas nacionales produjo una rotación veloz de caciques en los niveles más bajos (usualmente, parece, por obra de gobernadores estatales agresivos).
     Dada la naturaleza personal, inmediata, de las relaciones clientelistas, las unidades caciquiles no pueden desparramarse en forma extensa. Por consiguiente, incluso los caciques municipales necesitan clientes caciques —caciquillos, "mini-caciques"— en el nivel local. Estos últimos, que dominan a las comunidades locales (pueblos, villorrios, incluso manzanas), son como raíces capilares ocultas, profundamente hundidas en la tierra, cuyo sustento proviene de las ramas proliferantes de arriba. Una vez más, los cargos oficiales que ocupan los caciques locales son de una gran diversidad: pueden ser funcionarios políticos, jueces, policías, maestros (el maestro-cacique es un fenómeno común) o, en comunidades indígenas "tradicionales", "ancianos" cuya autoridad se deriva en parte de su lugar dentro del sistema de cargos. Incluso los párrocos pueden figurar como caciques locales. De hecho, uno se siente tentado a formular una regla empírica que postule que los cacicazgos son potencialmente duraderos en proporción inversa a su alcance y su poder: los presidentes-caciques tienen una vida breve pero son muy poderosos; los caciques locales quizá sean débiles, pero pueden perdurar.
     Bosquejada la tipología, quisiera detenerme en el modus operandi caciquil, sobre todo en lo que se refiere a los niveles dos, tres y cuatro, donde el aspecto "Jano" del cacique es más evidente. Los caciques miran "hacia arriba" y tienen ciertas obligaciones con sus patrones superiores. En organizaciones políticas con un sistema electoral competitivo —aunque caciquil—, la movilización del voto por parte del cacique es la que más cuenta y, de hecho, los caciques usualmente tienen lealtades partidistas. Debido a que el partido dominante (PNR, PRM, PRI) ganaba la gran mayoría de las elecciones, los caciques habitualmente eran miembros y empleados del partido. Había algunos deslizamientos sólo en los niveles más bajos, sobre todo en los numerosos municipios de Oaxaca, donde existió una forma tosca de pluralismo electoral mucho antes de la reforma política y la apertura nacional iniciadas a partir de 1980. Usualmente —y casi invariablemente en los niveles dos y tres— los caciques trabajaban para el PRI.
     Además de las elecciones, los caciques tienen toda una serie de obligaciones frente a sus superiores. Les deben un apoyo político de tipo más genérico: tienen que poner a la gente en la calle, ya sea para preparar manifestaciones políticas en el lugar y el momento adecuados o para darles la bienvenida a dignatarios invitados —gobernadores, presidentes— a la localidad. Los caciques son también responsables del orden: el mejor cacique es aquel que evita los titulares de prensa, mientras que la represión atroz puede ser la señal para una intervención desde el centro (Aguas Blancas es un ejemplo de ello). Sobre todo, el cacique es fuente de información y de espionaje político. Saber es poder, especialmente en un sistema político relativamente opaco como el de México, donde los medios son tradicionalmente tímidos y donde florecen los rumores, los chismes, las intrigas y las camarillas. El "saber local" puede ser crucial.
     En algunos casos, donde la "capacidad cognoscitiva" y el alcance político del gobierno central son limitados, el cacique puede ocupar una posición fuerte, desde la que es capaz de filtrar la información política dentro y fuera de su territorio. Hay pruebas de que, en 1910, Díaz estaba mal informado por algunos de los caciques estatales, como quizá también lo estaban ellos por parte de los caciques municipales. Supuestamente, el crecimiento del poder del Estado y de su capacidad cognoscitiva ha reducido este fenómeno. Gobernación debe saber si cae una hoja en la Selva Lacandona.
     A cambio de cumplir con tales obligaciones de modo satisfactorio para sus superiores, el cacique puede esperar algunos beneficios: protección política desde arriba; acceso a las prebendas políticas; obras públicas, y el prestigio de los festejos políticos. Dado que muchos de estos beneficios representan no simplemente recompensas individuales (dinero para el cacique o trabajos para sus compinches), sino también ganancias colectivas (carreteras, escuelas, irrigación) para la comunidad, se convierten en recursos distributivos para el cacique mismo: parte del pan que disemina entre sus propios clientes, lo cual lo transforma en un cacique "bueno" o, al menos, tolerable. De hecho, estos vínculos hacia abajo son los que más cuentan en el modus operandi del cacique, pues si puede mantener "feliz" al distrito local de electores, ha desempeñado su función principal a los ojos de aquellos que están arriba. Casi toda la actividad caciquil, por ende, se refiere al intermediarismo estatal, municipal o local. Comentaré esta actividad —bastante compleja— bajo tres rubros: faccionalismo, violencia (palo) y prebendas (pan).
     El faccionalismo y el caciquismo parecen ser inseparables. El faccionalismo —la organización de conflictos sociales y políticos en torno de redes clientelistas de cierta longevidad— también es antiguo y ocurre en distintos niveles. En el nivel más bajo, divide a los pueblos; más arriba, puede dividir comunidades (internamente) o enfrentar a comunidades rivales. Los caciques con frecuencia manipulan a las facciones para su propia conveniencia: las batallas caciquiles por el poder son esencialmente faccionales. Pero los caciques también median entre las facciones. En ambos casos, los dos fenómenos son inseparables y es probable que se sostengan mutuamente. Pero dado que el faccionalismo, como el caciquismo, es proteico, exige una forma tosca de disgregación.
     Una variante clara y recurrente es la batalla por el poder y la supremacía política que se libra dentro de la estructura político-administrativa formal, lo cual puede llamarse faccionalismo espacial. Tierra, carreteras, bosques y derechos de agua constituyen premios en conflictos que pueden durar generaciones. Otra variante —quizá más común— es el faccionalismo familiar: luchas faccionalistas que se organizan en torno a familias clave y sus clientelas, de modo similar a los Montesco y los Capuleto de Verona. Sobra decir que tales facciones normalmente están encabezadas por caciques. Como las facciones espaciales, estas pugnas familiares pueden adquirir vida propia.
     ¿Qué hay detrás de estas disputas faccionales? A primera vista, el mero poder y las recompensas personales tienen un enorme peso. Sin embargo, las luchas faccionalistas a menudo parecen revelar una motivación subyacente. No son meras luchas en busca de poder y posición. Por lo mismo, los caciques encabezan facciones que encarnan cierta dosis de identidad colectiva; los caciques por tanto "representan" identidades y luchas colectivas. Cuatro identidades parecen ser recurrentes (y pueden mezclarse y alterarse en formas complejas). Primero, hay una obvia motivación de clase. Las batallas faccionalistas tanto internas (dentro de comunidades) como externas (entre comunidades) pueden tener como base las alianzas de clase. Una segunda motivación fue (y es) étnica. Los conflictos tanto internos como externos a menudo exhiben una dimensión étnica, sobre todo en lugares donde una cabecera mestiza domina a localidades indígenas. Una tercera motivación se refiere a "nativos" y "recién llegados". Algunas facciones parecen reclutar migrantes, recién llegados a la comunidad, en oposición a los "nativos". Ello sin que necesariamente haya vínculos previos de clase o de etnia. La última motivación es sorprendentemente común, a pesar de que apenas se ha estudiado de modo comparativo. Tiene que ver con "conservadores" y "progresistas". Evidentemente, esta dicotomía puede disfrazar, o reflejar, otras divisiones, incluyendo aquellas ya mencionadas de clase, etnia y lugar de origen. Pero también surge de manera independiente, irreductible a alianzas previas y "subyacentes".
     Como el faccionalismo, la violencia es inseparable del caciquismo, aunque, según ya dije, los caciques requieren de pan al igual que de palo y su uso de la fuerza bruta puede resultar bastante limitado y considerablemente menor al que existe, digamos, en regímenes "burocrático-autoritarios". De todos modos, tal como lo planteó Gonzalo N. Santos, feliz por la supremacía de su familia en la Huasteca, que fue ganada a pulso: "los Santos siguieron siendo fuertes económica y carabineramente".
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     Como "eslabones", o intermediarios, los caciques son los medios de acceso a distintos niveles de la actividad política. Ya que todo el sistema de múltiples niveles cambia a lo largo del tiempo, las actividades caciquiles también cambian. Una definición o un modelo amplio y estructural es bastante compatible con las circunstancias cambiantes de la macropolítica. Pero estas últimas también son importantes. En particular, debemos señalar que el análisis de los niveles múltiples permite que haya variaciones o "deslizamientos" considerables entre los distintos niveles. Estos "deslizamientos" pueden ser ideológicos o (busco a tientas la palabra) de procedimiento. El deslizamiento ideológico es evidente cuando los niveles diversos de la actividad política no actúan en armonía. Pero los arreglos tienden a trascender la ideología. ¿Qué estudioso de la política mexicana no se ha sorprendido ante la increíble flexibilidad de los políticos mexicanos (sobre todo priístas), ante su capacidad para ser todo para todos los hombres, para "reinventarse" a sí mismos y a su partido sexenalmente, para hacer declamaciones con retórica rimbombante al tiempo que juegan con la ruda pelota de la política? Tales prácticas han recibido distintos nombres: la "amplia iglesia" del PRI, los discordantes "archivos ocultos" y "públicos" del régimen. El caciquismo es tanto un rasgo como una explicación de este síndrome. Está por verse si los partidos de oposición, instalados en el gobierno, quieren y pueden transformar la política mexicana desde sus raíces. Los poderes colonizadores de los intereses establecidos, incluyendo a los caciques, no deben subestimarse. –

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