El ser monstruoso creado artificialmente por el doctor Viktor Frankenstein no tiene nombre. Mary Shelley lo llama generalmente “criatura” y pocas veces monstruo, negándose a bautizar al engendro. Fue el cine quien culminó la transferencia del nombre del creador a la criatura y por comodidad le ha sido dado a lo innombrable el apellido de quien lo inventó. Frankenstein o el moderno Prometeo (1818 y 1831) alude en su título al científico desafiante que da vida a un demonio. Más allá de la novela gótica de la que se desprende, el libro es una reflexión sobre los límites del conocimiento y no un cuento de terror, pues la criatura fue inventada sin la intervención de lo sobrenatural, como resultado de una posibilidad seriamente debatida en aquella alborada de la ciencia moderna.
La novela de Mary Shelley (1797-1851), la ilustre hija del filósofo político William Godwin y de esa mujer extraordinaria que fue la feminista Mary Wollstonecraft, ha generado las lecturas más abundantes, variadas y contradictorias. Frankenstein es el texto polisémico por antonomasia de la literatura moderna. El feminismo y los gender studies han localizado en la autoría femenina de la narración una clave que remite al tormentoso matrimonio de Mary con el poeta Percy B. Shelley, a sus bebés muertos, a su propia experiencia como hija de una mujer que murió como consecuencia del parto. Se insiste, invocando a Freud y Lacan, que la falta de una madre progenitora en el laboratorio de Viktor Frankenstein es la presencia de una ausencia. A su vez, la exégesis marxista leyó la novela como una representación del nacimiento del proletariado, un eco de los ludistas que destruían las máquinas como protesta contra la revolución industrial, o como una denuncia girondina del Terror y, por extensión, de toda la Revolución Francesa.
Ninguno de los mitos clásicos y modernos, desde los Prometeos de Esquilo y Ovidio hasta la leyenda de Napoleón, sin olvidar el Génesis, ha sido desperdiciado a la hora de leer Frankenstein. Acis y Galatea, Pigmalión, el Golem y Fausto han sido convocados al laboratorio del doctor Frankenstein, ante cuya horrible invención se sigue debatiendo si Mary Shelley era atea o cristiana, o si sus conocimientos científicos, inspirados en los experimentos eléctricos de Galvani, Erasmus Darwin o Vaucanson, eran los de una adolescente presuntuosa o los de una insospechada erudita. Hay un Frankenstein para cada lector, para toda escuela de pensamiento, para cada época.
La historia del texto también es materia de debate. La primera edición fue la consecuencia de una corrección estilística que Shelley hizo del manuscrito de su esposa. Al compulsar este último, los filólogos han descubierto que Shelley engoló la prosa, mecánica pero sobria, de Mary. Y cuando se había desechado la idea de una coautoría, Miranda Seymour, en su reciente biografía de Mary Shelley, vuelve hablar de estrecha colaboración entre la pareja.1 A su vez, Mary reescribió el libro quince años después, moralizando a la familia del doctor Frankenstein, que en la edición de 1818 reproducía el desorden sentimental propio de esa época de guerras y revoluciones, mientras que la segunda versión (1831) es más respetuosa de las convenciones manidas que nacían con la era victoriana. Y mientras los académicos discuten cuál de las dos versiones se debe considerar canónica, el lector nunca olvida las circunstancias hiperrománticas en que la novela fue concebida: aquel certamen en que Lord Byron, los Shelley y el nunca suficientemente maldecido Polidori se dan a la tarea de escribir, cada uno, una narración de terror. Mary, tras una pesadilla emblemática, escribe Frankenstein.
Ante esa selva de signos conviene poner algún orden. Para ello es oportuno consultar Frankensteiniana. La tragedia del hombre artificial (2002), el exhaustivo tratado de Pilar Vega Rodríguez, donde la ensayista española exige leer a Mary Shelley desde el punto de partida que ella eligió: el mito originario de Prometeo. Con el Prometeo de Esquilo a la mano, puede establecerse el siguiente cuadro comparativo. Viktor Frankenstein desconfía (como Prometeo de Zeus) de la bondad y de la sabiduría de su propio padre, y continúa con sus lecturas alquímicas pese a la desaprobación paterna; el joven soñador se convierte en científico y acepta para sí una identidad sobrehumana, y al hacer así se enfrenta a su indignidad, como Prometeo cuando escamotea las ofrendas del sacrificio. Acto seguido, el doctor Frankenstein crea al ser artificial con el concurso del fuego robado a los secretos científicos. La criatura encadena al doctor a la promesa, incumplida, de crearle una compañera. La prometida del doctor, Elizabeth, se convierte en trasunto de Pandora; Viktor destruye a su familia, como Zeus a la humanidad. Mientras Prometeo confía en vencer a Zeus guardando el misterio de su liberador, Viktor reta al monstruo guardando el secreto de la creación hasta después de la noche de bodas. Y, finalmente, Robert Walton rescata de los hielos al doctor Frankenstein, como lo había hecho Hércules con Prometeo.2
Al contraste evidente que Mary Shelley buscó entre Frankenstein y Prometeo, le sigue una segunda variante, Rousseau y el Emilio. La escritora inglesa hizo de Frankenstein un Anti-Emilio, o al menos utilizó su novela como una revisión romántica de los postulados ilustrados de sus padres, Godwin y Wollstonecraft. Los capítulos más logrados y persuasivos de la novela son aquellos en que la criatura se empeña en educarse. Oculta, le toca presenciar la vida retirada de la familia Lacey, unos exiliados girondinos. De ellos aprenderá el lenguaje verbal y escrito, así como los valores familiares y comunitarios de la emergente clase media. Inspirándose en el Bien (o en la aceptación burguesa del sufrimiento), la criatura tratará de autoeducarse. Y el violento rechazo de los Lacey, cuyas virtudes humanitarias no son suficientes para aceptar la horrible visión de lo monstruoso, decidirá a la criatura a tomar venganza eterna contra la humanidad. Las dos oportunidades en que el creador y su engendro se encuentran escenifican, en opinión de Lawrence Lipking, ese diálogo crítico entre Emilio y su mentor que Rousseau no habría consentido.3
Tal parece que Mary Shelley fue la primera en intuir que el Emilio de Rousseau era el retrato de un hombre artificial, antes que un proyecto pedagógico liberador. Su criatura es un Narciso que se mira en el espejo de la Ilustración y descubre su irremediable falta de humanidad, el fracaso de toda escuela de virtud, el destino funesto que espera a todo aquel que, creyéndose fiel al estado de naturaleza, está construyendo, en realidad, un adefesio artificial. Mary creyó que tan artificial era el Emilio como el déspota Robespierre y que, una vez pasada la época de las ideologías, tocaría a la ciencia plantearse los verdaderos problemas. Mary Shelley, por ignorancia o por astucia, se cuidó de describir cómo había sido creado el monstruo, ausencia que el cine colmó con la tramoya del alquimista fáustico o del laboratorio futurista. En Frankenstein, en cambio, la criatura solamente nace casi como resultado de un deus ex machina. En la ausencia narrativa de detalles, Mary Shelley colocó el vacío, esa duda pascaliana que siempre termina por convertir la anticipación científica en un hecho consumado. A diferencia de Rousseau, Mary Shelley supuso que la artificialidad de la cultura era una segunda naturaleza y que en su desafío estaba el infausto futuro de la civilización.
Los profesores de literatura suelen interrogar a sus alumnos sobre qué calificación moral conceden a Viktor Frankenstein y a su criatura, que a su manera son (también) un solo ser, el doble romántico. El remordimiento del doctor se acepta como una declaración de culpabilidad: fue un cómplice dudosamente involuntario de los crímenes del engendro, al grado que prácticamente le regala a su esposa en el lecho nupcial. Pero en el caso del monstruo, Mary Shelley deja abierta la cuestión: la criatura, ¿fue víctima brutalizada por el contrato social, como lo diría el humanitarismo roussoniano, o una encarnación demoníaca a la manera de otros viejos avatares escatológicos? Con mayor tino que su padre, William Godwin autor de una Justicia política (1793) que lo convirtió en el John Rawls de su época, Mary hizo de Frankenstein un auténtico nudo de la filosofía moral.
Releer Frankenstein es una hermosa experiencia; la belleza del libro, su inaudita capacidad de asombro, y hasta sus evidentes defectos de factura, lo tornan entrañable. El libro autoriza casi todas las lecturas; en su aparente llaneza, su genealogía es tan rica como la de tantos dramas de Shakespeare, y mucho más interesante, a nuestros ojos, que el Fausto de Goethe. Más que los poemas prometeicos de Byron, Shelley o Milton (cuyo Paraíso perdido fue un contrapunto decisivo a la hora de redactar Frankenstein), Frankenstein ha resultado ser, para los modernos, un texto tan esencial como lo fue la versión esquileana del mito de Prometeo para los antiguos. Quizá sólo Mary Shelley, quien tuvo como familia sanguínea a varios de los fundadores de la modernidad, estaba en condiciones de absorber y sintetizar toda una biblioteca mitológica y ofrecer el último de los mitos de fundación a cuyo autor conocemos de sobra. El anarquismo individualista de Godwin había quedado superado cuando el filósofo murió; el feminismo de Mary Wollstonecraft fue absorbido por las conquistas civilizatorias; la electricidad animal fue refutada por las neurociencias, y podemos disfrutar de los poemas de Shelley y Byron mientras ignoramos sus prédicas humanitarias. Sólo Frankenstein, cuando la clonación de seres humanos está a la vista, sigue encarnando a la figura en el abismo, al hombre artificial cuya creación en el laboratorio de un lunático es menos impresionante que su condición de temeraria suma de la imaginación moderna. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile