Trofim Lysenko.

La ciencia neoliberal

No hay duda en cuanto a que impulsar la ciencia debe ser una prioridad nacional, pero el pasado abunda en lecciones de lo que pasa cuando esto se hace con anteojeras ideológicas.
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Como consecuencia de la colectivización que Stalin inició en 1928 y que llevó a la ejecución o al destierro de 10 millones de campesinos, la producción agrícola en la Unión Soviética sufrió un duro golpe. En los años 30, el partido comunista exigió a la comunidad científica nuevas variedades de cultivo; el consenso en ese momento era que obtenerlas mediante la cruza sistemática tomaría años.

Trofim Lysenko, un ingeniero agrónomo ucraniano, había desarrollado técnicas de cultivo que, aseguraba, permitirían obtener esas variedades en mucho menos tiempo. Poco importó que los resultados de sus experimentos estuvieran manipulados, que sus teorías carecieran de sustento científico y que, en última instancia, no sirvieran para aumentar la producción agrícola: a lo largo de las siguientes décadas, Lysenko acumuló poder, acalló a sus críticos y consiguió, entre otras cosas, que el Politburó declarara que la genética era una “perversión burguesa” y la proscribiera en la URSS.

La relación entre el científico y el poder se basaba en la conveniencia mutua. Lysenko solo podía seguir adelante con su trabajo, que sus pares no avalaban, si estaba libre de su escrutinio. Para el régimen, esa supuesta nueva ciencia, capaz de alimentar a un pueblo hambriento más rápido que la vieja ciencia, era una demostración de su propia capacidad de transformar las cosas.

Por supuesto, la “nueva ciencia” no era tal. Para resolver ese problema, el aparato del que Lysenko formaba parte se arrogó el poder de decidir qué podía ser considerado ciencia y quién podía considerarse científico. El escrutinio entre pares fue sustituido por la lealtad al partido; la replicabilidad por el falseamiento; la ciencia por la ideología.

 

En días recientes, María Elena Álvarez-Buylla, directora del Conacyt, puso sobre la mesa, no por primera vez, el concepto de “ciencia neoliberal”. Lo hizo al presentar los prototipos de ventiladores mecánicos que un grupo de centros públicos de investigación y empresas privadas, coordinados por el Conacyt y supervisados por la Secretaría de Salud, han diseñado con el propósito de atender a personas enfermas de covid-19.

En su presentación, Álvarez-Buylla habló de la “ciencia neoliberal” como un modelo pasado, que deberá ser sustituido por la “soberanía tecnológica”: la fabricación de los citados ventiladores sería un primer paso en esa dirección. Aunque dicha soberanía presupone una “tecnología 100% mexicana”, la funcionaria no dejó de reconocer que los prototipos se basan en un diseño que hizo público el estadounidense MIT, y que serán fabricados por empresas como la francesa Safran y la mexicana Mabe.

No hay nada criticable en que así sea. La cooperación, incluso la asociación, entre empresas y gobiernos a través de las fronteras es necesaria para hacerle frente a un desafío de salud como el que el mundo atraviesa, y es común aún en tiempos menos interesantes. Presentar este modelo como un nuevo paradigma es una maniobra propagandística que sería de poca importancia si fuera solo eso.

Más delicada es la insistencia en hablar de “ciencia neoliberal”. Como concepto, tiene poco valor descriptivo, y las características que se le adscriben –“baja eficiencia en innovación”, “transferencias millonarias al sector privado” y “dependencia tecnológica”– corresponden, en todo caso, a un modelo de gestión y financiamiento de la investigación que, por muy criticable que sea, no es la ciencia misma.  

Pero el mote “neoliberal” en el contexto del gobierno actual sirve como juicio sumario. Se usa para descalificar el pasado. Hay, ya se sabe, intelectuales neoliberales, empresarios neoliberales, y hay científicos neoliberales. El adjetivo es un diferenciador que permite distinguir quiénes son aceptables y quiénes no. Es de suponerse que el gobierno, como descalificador, es también el que decidirá quiénes son los científicos no neoliberales e, inevitablemente, cuáles son las disciplinas y las áreas de investigación que deben ser fomentadas –y cuáles no. Como apuntó Antonio Lazcano en nuestra edición de abril, “vivimos la creación de una zona de desastre en donde lo que uno ve es el impulso de un modelo estatista, con claros tintes estalinistas. Es el modelo que un sector de la izquierda universitaria había estado desarrollando en los años ochenta: centralización en la toma de decisiones, lenguaje medio new age para tratar de complacer a la figura presidencial y una desconfianza creciente del poder político hacia las decisiones de los científicos”.

No hay duda en cuanto a que impulsar la ciencia debe ser una prioridad nacional, pero el pasado abunda en lecciones de lo que pasa cuando esto se hace con anteojeras ideológicas. La ciencia no necesita adjetivos: necesita presupuesto, certidumbre legal y autonomía. Solo con una visión de largo plazo, ajena a los vaivenes políticos, podremos cosechar sus frutos.

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