Una atmósfera extática pero un tanto agridulce predominó la noche del domingo 16 de octubre en la Sala Nezahualcóyotl de la Ciudad de México, durante el concierto de la banda ucraniana DakhaBrakha. Los dotes musicales del ensamble fueron muy claros, el sonido fue excepcional y la intensidad emocional estuvo a tope. Pero el trasfondo de la invasión rusa a Ucrania estuvo presente.
“En esta ocasión nuestro set estará menos dirigido al baile y alegría, porque todos los días hay gente muriendo en nuestro país”, había adelantado Marko Halanevych, uno de los cantantes y multinstrumentistas del grupo, en una charla con un pequeño grupo de periodistas. “Cada mañana nos aterra mirar las noticias en el teléfono y ver qué ha sucedido en casa”.
Abrieron el concierto con la pieza “Tataryn” (2010), que contenía todas las emociones que se desatarían a lo largo de la noche: el canto introductorio a manera de lamento del folclore ucraniano expresaba profunda tristeza, pero la evolución del segmento vocal hacia la polifonía búlgara revelaba las dinámicas de intercambio cultural regional del Este europeo: el entendimiento y la armonía a través del arte. La percusión, con un ritmo que abreva de tradiciones árabes y africanas, funcionaba como una suerte de catarsis ante la impotencia frente al conflicto bélico.
La pieza en sí encierra la visión que ha forjado DakhaBrakha desde su fundación en 2004: rescatar, deconstruir y reinventar el folclore ucraniano. Forjar a partir de la música y la cultura la identidad de una nación que por siglos ha buscado sacudirse distintos yugos imperiales, sean rusos, otomanos o polacos. “Nuestra música se basa en la tradición ucraniana o en piezas que fueron importadas a Ucrania en distintos momentos y adaptadas a la tradición local”, explicó en la misma charla Nina Garenetska, chelista y cantante. Algunas de las piezas las cantaban desde niñas ella y sus otras dos compañeras del ensamble, Olena Tsybulska e Iryna Kovalenko.
Precisamente el extraordinario chelo de Garenetska, junto con un sagaz uso del sampler que multiplicaba su sonido, comenzó a adueñarse de la noche después de la segunda pieza, “Sho z-pod duba” (2014), a la que siguió “Sonnet” (2020), para dar un toque tan intenso como oscuro al concierto. Después vendría el primer clímax emocional con una magistral interpretación de “9 nedilechok” (2021). Compuesta en tiempos de pandemia, esta canción presenta una melodía lúgubre en el piano, acompañada de un gran bajeo en el chelo y una serie de contrastes en las voces: segmentos cantados a la manera pausada de Leonard Cohen, con una cama armónica de voces soprano que evolucionan hasta transformarse en una compleja melodía polifónica que genera tensión. Después, el regreso a la calma lúgubre como resolución de la pieza. No creo que haya quedado corazón alguno sin estremecerse en la sala tras esa extraordinaria interpretación.
Para ese momento, la manera en que DakhaBrakha interpreta en vivo su reinvención del folclore ucraniano con toques de músicas de todo el mundo había quedado demostrada. En la charla previa, Garenetska y Halanevych habían descrito cómo la construcción del ritmo representa buena parte del trabajo en la composición y adaptación de la música tradicional, pues originalmente el folclor ucraniano no destaca por su sección rítmica. Yo añadiría que el cuarteto de música popular experimental –o “etno-caos”, como lo definen ellos– expande esa elaboración al ámbito armónico.
“No hay una receta para crear nuestra música”, había dicho Halanevych. “Todo nos puede inspirar: un sonido o un ritmo que alguien comienza a tocar, a veces uno llega con una pieza y esta evoluciona”. La chelista y cantante evocó, por ejemplo, cómo la pieza que da título al álbum Alambari (2020) –que DakhaBrakha no tocó en el concierto– fue creada al momento, inspirada en la atmósfera que creaba la lluvia al azotar al estudio brasileño en el cual la grabarían.
En la Neza, la noche se tornaría más política. Ya habían proyectado constantemente una imagen con la leyenda “No war, stop Putin”, pero cuando Garenetska presentó “Salgir Boyu”, enfatizó que era una pieza tradicional de los tártaros de la región ucraniana de Crimea. El tono nacionalista se iría elevando, al grado de que dedicarían piezas a los caídos, a los soldados, y a los héroes de su país. Imágenes de soldados ucranianos en la guerra aparecieron en la pantalla, rompiendo un tanto con la estética que había predominado en sus visuales. Terminando la pieza “A boat is sailing” (2019), proyectaron un mensaje que afirmaba que las cuatro regiones que Rusia anexó ilegalmente hace unas semanas, así como Crimea, son parte de Ucrania.
Esas imágenes bélicas, aparentemente tomadas con cámaras de celulares de los combatientes, rompieron un poco con la armonía e inmersión artístico-musical que disfrutaba hasta ese momento. Las escenas, que en muchos casos celebraban victorias en el campo de batalla, reflejaban un nacionalismo que me pareció un poco anticlimático. Pero al final mi contexto es totalmente distinto: no hay millones de personas siendo desplazadas de mi patria a causa de una invasión extranjera, ni hay miles de civiles muertos a consecuencia de ello. Tampoco están destrozando cotidianamente las ciudades de mi país con cientos de misiles.
Además, el conflicto y la injerencia rusa va mucho más allá de la guerra actual. Desde sus inicios, DakhaBrakha se ha centrado en reforzar una identidad a partir de la reinvención de la tradición ucraniana. Son parte de una generación de músicos ligados a la Revolución naranja que rompieron con la casi obligación de tener que ser exitosos en el mercado moscovita antes que en su propio país y el resto del mundo. Son conscientes de que esa ruptura era necesaria para enfrentar la idea sostenida por Rusia de que Ucrania es casi un apéndice de su país. En cierta forma, la lucha de DakhaBrakha es parte de un continuo que se remonta a tiempos en que Kiev fue invadida y destruida por el imperio mongol (1240), para iniciar el periplo en que estuvieron subyugados primero por dicho imperio, y después por los reinos de Polonia-Lituania, el imperio otomano, el imperio ruso y la Unión Soviética.
“Ahora más que nunca la música y la cultura funcionan para salvar nuestra identidad, porque nuestra identidad, nuestra nación, está en grave peligro. Cada concierto es una posibilidad para mostrar que Ucrania es un país”, había dicho Halanevych durante la charla.
Lejos de Kiev, donde llovían misiles, en la sala Neza el tempo se tornaba más alegre; algunas personas llegaron a bailar con la pieza “Vesna” (2013), casi al cierre del concierto. Las banderas ucranianas ya eran más visibles entre el público. Este ovacionó de pie a la banda por varios minutos, y DakhaBrakha regresó al escenario para interpretar como encore “Baby” (2014), quizá la pieza más conocida de su repertorio, que trajo consigo el momento emotivo en que las luces de los celulares se contoneaban al compás de la música
“Es verdad, por un lado, es la peor forma de que te conozcan, es muy triste que esta desgracia ayude a difundir nuestra cultura por el mundo”, dijo Garenetska ante mi pregunta sobre el sentimiento agridulce de que, tras la invasión, la banda haya tenido más trabajo que nunca, con cerca de 100 presentaciones, incluyendo una en el escenario principal de Glastonbury. “Quizá sea la forma en que nuestro país puede mostrar que existe, de demostrar que merece estar en este mundo”, reflexionó Halanevych al respecto. “Es una gran tragedia, pero quizá sea la única forma”.
Corte a la Neza, ya casi vacía: los instrumentos, testimonio de esos cruces culturales que han lacerado a la tierra ucraniana por siglos, yacen inertes sobre el escenario. Pero esa energía que permanece tras un concierto magistral se siente en la sala vibrante.
Sociólogo, etnomusicólogo, periodista y DJ.