Pulp: la experiencia pascaliana de una banda británica

“More”, el primer disco de Pulp en 24 años, no es un cambio de trayectoria sino el fruto de un proceso de madurez, lleno de reflexiones sobre el pasado, el renacimiento y la conciencia de finitud.
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A Adriana, trece años después

Es más divertido buscar la profundidad
en algo que no está diseñado para tenerla.
JC

En “La canción de amor de J. Alfred Prufrock” de T. S. Eliot asistimos, por primera vez en la poesía moderna, al despliegue, no de la tarde como un paciente anestesiado en la plancha quirúrgica, sino de un monólogo dramático que plasma el flujo de conciencia para transmitir al lector-testigo-espectador los impulsos y vacilaciones de un individuo. Personaje cuya vida ha transcurrido en sociedad, medida en cucharillas de café –un indicio de la banalidad de sus actos–, Prufrock exhibe, además de tedio y hartazgo, una conducta timorata. Es un prototipo de los hombres huecos –que aparecerán en un poema posterior de Eliot, con el que encuentro paralelismos–, cuyo soliloquio es una serie de cuestionamientos y suposiciones. ¿Osaría alterar el orden, el camino que ha emprendido, o esperará la vejez hasta que sea demasiado tarde?

Como ese emblema de la ansiedad y la indecisión, More parte de una reflexión que se convierte en un punto de inflexión: el instante en que el sujeto recapitula su existencia, advierte el paso del tiempo y comprende que proseguir por la misma senda implica morir. Como aquel descubridor español que, situado en la cúspide de una montaña, podía avizorar en torno suyo a los dos océanos americanos, desde las cumbres de la desesperación, el personaje que perfilan las líneas de “Spike Island”, la canción que abre el álbum, atisba su pasado al tiempo que contempla el horizonte. Como Prufrock, comprende que su existencia está vinculada con la del cosmos. Mientras aquel se preguntaba si se atrevería a perturbar el universo para descubrir que carece de fuerzas y es tan solo un figurante en un drama mayor, el de Jarvis Cocker reconoce que la angustia personal –ese luchar contra un perchero, “I was wrestling with a coat hanger”– nada le importa al universo, quien se encoge de hombros (“The universe shrugged, shrugged, then moved on”). En vez del fatalismo o del conformismo de la resignación debe afrontar su libertad: su destino no está trazado, en el sentido estoico, ni depende de una convención dramática (“I was conforming to a cosmic design, I was playing to type”). Así, al comprender que el patrón anterior lo conducía a la muerte, a fin de controlar su vida, emprende uno distinto (“Something stopped me dead in my tracks / I was headed for disaster”).

No se agotan aquí los pasadizos entre “Spike Island” y el agónico canto de sirena de Prufrock: mientras este considera que su banal vida afecta el orden cósmico –aunque los hombres huecos descubrirán que el universo no concluirá con un estallido sino con un suspiro–, el sujeto de la canción discierne que a nadie le interesa su minúscula vida y por ello puede renacer. Este es el momento decisivo del que parte el octavo álbum de estudio de Pulp, tras un intervalo de veinticuatro años en el que la banda, como el Rey Pescador de la tierra baldía, no estuvo ni viva ni muerta: las decisiones conllevan emprender nuevos derroteros. Si bien Prufrock fantasea con cambiar para convertirse en una suerte de Lázaro que emerge de la tumba para recibir una segunda oportunidad, pero no se atreve, el protagonista de “Spike Island” se asume como un renacido, quien tras aspirar profundamente, regresa al jardín de las delicias terrenales.

Con la intuición y sabiduría de un autor de letras en las que reverberan ecos de distintas tradiciones, incluida la de la poesía inglesa, Cocker transforma el latiguillo del DJ del legendario concierto celebrado en Spike Island –un antiguo vertedero de residuos industriales cercano al poblado de Widnes– en un llamado al renacimiento: “Spike Island come alive”.

Renacer implica examinar los actos del pasado y confrontarlos con el presente, además de enfrentar el porvenir. Experiencia pascaliana semejante a la que vivió Francis Scott Fitzgerald después de la enfermedad y la conciencia del fracaso, registrada en The crack-up, “Spike Island” es una confesión y una recapitulación que une el nuevo álbum con el corpus anterior. Como instaura todo camino de iniciación, el renacimiento exige la aniquilación de la antigua personalidad. Por ello, aun cuando al cosmos poco le importen las minucias sublunares, el destino personal del sujeto lírico de la canción se vincula con el cósmico. Esa idea reaparecerá, con la metáfora de la renovación del universo, en “Background noise”.

Mientras que Lázaro no se menciona directamente en el disco, sí hay alusiones al retorno de la muerte, eco acaso de las pérdidas de Steve Mackey, bajista del grupo, en marzo de 2023, y de la propia madre de Jarvis, Christine Connolly, en enero de 2024. Además del demandante estribillo “Come alive”, se menciona a Cristo –como el personaje al que resucitó, un sobreviviente, alguien que trasciende la muerte aunque en una distinta dimensión–, y el hastío conyugal se configura como una “muerte lenta”, que habrá de superarse a través del erotismo (“Slow jam”). La confidencia reaparece en “Farmers market”, con las referencias a los peligros de la fama: el sujeto se ve “atrapado en el laberinto de su propio mito”.

Musicalmente, “Spike Island” complementa la recapitulación temática: su poderío de funk norteño, marcado por el persistente bajo –fraguado mediante sintetizador por Candida Doyle–, remite a los grandes himnos de His ’n’ hers (1994) y Different class (1995) y a la apoteosis de la cultura rave. Elegir esta pieza, que había permanecido inconclusa desde los noventa, como carta de presentación manifiesta que More, más que un cambio de trayectoria, es el fruto de un proceso de madurez. No hay ruptura, sino continuidad. No es únicamente una declaración subjetiva, sino una sensación colectiva que insinúa qué ocasionó la separación de la banda. La reminiscencia se presenta tanto en el ritmo y su revestimiento de synth-pop como en las referencias intratextuales: así, la mención al concierto de The Stone Roses en mayo de 1990, al cual se habían remitido en “Sorted for E’s & Wizz” de Different class. Por otra parte, la melancólica evocación en tonos menores de “Tina” sugiere otras piezas del grupo –por ejemplo, “Something changed”–, además de que esa postulación de destinos alternos Jarvis la ha abordado anteriormente (“Sylvia”, la Deborah de “Disco 2000”). Aquí aparecería la huella de Prufrock: contemplar la vida como una potencialidad, la senda que pudo tomarse, pero no se siguió. Y para indicar la secuencia, en “Grown ups” la misteriosa chica se menciona: “Forget about Tina”.

Renacimiento, conciencia de la finitud y triunfo del amor es la tríada que sostiene More. Su periplo narrativo expresa la necesidad de recapacitar, detenerse y observar el cruce de caminos a fin de elegir el mejor; y, ahora sí, vislumbrar la vida como parte de una urdimbre cósmica, aceptando la sentencia de John Donne: “Ningún hombre es una isla”. Acaso por ello, con el eco de la reflexión del gran poeta isabelino, en “The hymn of the North” se nos dirá que busquemos el amor, a condición de que “nos mantengamos a la vista del continente” (en inglés la línea remite más evidentemente al símil de Donne: “Please stay in sight of the mainland”).

Si el ego y la soberbia lo impulsaban, el cantante, tras el aprendizaje, un proceso que le ha tomado una vida, comprende que la lección del recorrido es el valor de la compañía, del amor y del conocimiento de uno mismo. El tema de “Spike Island” cobra entonces simbólico relieve: como aquel concierto, al que por mistificación se le proclamó el más importante del rock británico, resultó una desilusión –o un autoengaño– para los asistentes, así sucedió con el éxito y el estrellato, largamente perseguidos por la banda; esos son los sueños que terminan sofocando a quienes los tejieron –como cierto tejido mortal en un relato de August Derleth– y atrapando al solitario en el laberinto del mito, citados en “Farmers market”.

Reflexión personal sobre el proceso de crecimiento y maduración, sobre las elecciones y los sueños de la niñez y la adolescencia, More prosigue esa estrategia compositiva articulada en el disco anterior, We love life (2000), en el que las composiciones transmiten y propician un tránsito, no únicamente con palabras sino con música. La secuencia plantea etapas y connota un proceso. En las primeras tres hay una recapitulación lírica y musical; ritmo e instrumentación recuerdan a canciones anteriores. La siguiente, “Slow jam”, por el contrario, marca el viraje con su oposición entre la muerte lenta y el baile lento (“slow death” y “slow jam”), y el ascenso de un apremiante reclamo erótico, con Jarvis impostando a Barry White y ecos del funk de cámara de Tindersticks. Crucial en el diseño del disco, refiere la necesidad de afrontar las propias decisiones. Frente al yermo erótico y la miseria conyugal –la metafórica muerte lenta– queda la alternativa de la separación y un nuevo comienzo. De ahí la implicación cristiana –además del guiño a las iniciales, un sarcasmo ya lanzado anteriormente–: JC se reconoce en Cristo como alguien capaz de morir para resucitar y con ello alcanzar la salvación: “Jesus died upon the cross / Then Jesus came back from the dead”. El contenido de los versos se corresponde con el paso de instrumentos electrónicos a acústicos y un ritmo pausado, como el nombre lo indica –slow jam designa las baladas de R & B.

A partir de “Farmers market”, con la que da inicio un nuevo ciclo, la orquestación adquirirá mayor presencia. Inspirada en la historia de amor de Cocker y su actual esposa, es una de las pocas baladas amorosas de Pulp, y la música alterna entre los acordes de piano y el motivo interpretado por las cuerdas, que circula por toda la canción como si fuera un estado de ánimo embriagador. En la segunda mitad, el tempo se ralentiza, el tema se sugiere más que plantearse y se ofrecen sutiles variaciones cromáticas hasta confluir en una suerte de marea, como si nos encontráramos en un limbo desde el que se avizora la resurrección. “¿No es hora de que comencemos a vivir?”, cuestiona el cantante; pregunta que al final se convertirá en un apremiante “¿No es tiempo de que comencemos a sentir?”.

La sensualidad que introdujo “Slow jam”, el predominio del soul y de los elementos funk, se asienta en “My sex”, una reflexión sobre el género que expone la sexualidad como un constructo. Con acordes que recuerdan a Edwyn Collins, los coros y los compases distorsionados de la guitarra convierten a esta polémica pieza en uno de los mejores frutos de la cosecha por su cromatismo polifónico.

“Got to have love”, con sus acentos de música disco y su homenaje al funk norteño, más evidente en el video, con pietaje del documental The Wigan Casino de Tony Palmer (1977) que retrata la escena del northern soul, parece un glorioso espiritual, sin menoscabo del elemento bailable. Si “Farmers market” abordaba sin empacho la canción amorosa, esta pieza transmite con júbilo la buena nueva: no se puede vivir sin amor; algo que cierto cónsul descubrió un Día de Muertos mientras peregrinaba infernalmente.

Si en “Slow jam” las cuerdas sostienen con vehemencia un motivo, en “Background noise” se retoma esa peculiaridad compositiva. Mientras los violines insinúan un lamento con ligeras disonancias, los redobles de Nick Banks adquieren preponderancia, sugiriendo el apremio y la angustia que provocan el desamor, ese ruido de fondo al que alude el título. En “Partial eclipse” hay también sutilezas minimalistas que conducen a la concentración atmosférica. Las cuerdas y los teclados presentan el tema, para posteriormente efectuar una suerte de ritornelo, muy adecuado para enfatizar el renacimiento, con la luminosidad del sol desplegándose a través de las nubes.

Musicalmente, las composiciones finales son las más interesantes. Si en “My sex” las notas refluían al final en un estuario musical, la segunda parte de “Partial eclipse” nos conduce a un manantial en el que los sonidos pierden su timbre entreverándose en un remanso atmosférico, como un guiño al ambient de Brian Eno. No es únicamente que las piezas estén enlazadas, sino que conforman una especie de suite, en la que no sería extraño ver, por su riqueza melódica, un cántico a la vida nueva. “The hymn of the North”, la más impresionante por su variedad de orquestación y por su cambio rítmico, nos prepara para el final, “Sunset” –¿alusión a “Sunrise” de We love life?–, una celebración de tintes barrocos que, por momentos, nos recuerda los pomposos arreglos sinfónicos de la balada en español de los setenta. El viraje que da el himno a la aurora boreal nos sugiere el ingreso al paraíso. Con las notas en pizzicato, es un canto de esperanza a la vez que una advertencia: mantente en tierra firme, lucha por tus ideales. La declaración se acompaña de un coro (formado, precisamente, por Brian Eno y su familia) que concluye el recorrido, el progreso del peregrino, en un paisaje luminoso. El sol se pone, pero volverá a salir.

Por sobre todas las cosas, More es el triunfo del sentimiento –la lírica reitera la importancia de seguir el llamado de la voz interior y de las sensaciones por sobre la razón: “Nothing but a feeling way down at the base of my spine /That’s got nothing at all to do with my mind” (“Farmers market”)– y de las emociones sobre la ironía y la crítica que imbuían el trabajo anterior. Quizá no sea una obra maestra, pero sí es una obra redonda, madura y digna de escucharse con algarabía, a la altura del prestigio de Pulp como una de las grandes bandas del rock. ~


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