A Chava y Mau, con los que oí a Queen en Puebla, en 1981.
Medio siglo después, parece muy fácil afirmar que, desde su primer álbum, Queen, el grupo inglés que en sus orígenes fue paradigma del mejor glam rock de los años 70, estuvo destinado al éxito masivo, al súper estrellato, a la adoración del mainstream y a la leyenda. La reciente restauración de su primer álbum –antes Queen a secas, ahora Queen I– enfatiza todas las cualidades que ya había corroborado una remasterización digital previa, de 2011, y lo hace aparecer como una primera piedra, sólida, contundente y llena de buenos augurios.
El pasado 25 de octubre vio la luz la que el guitarrista Brian May se niega a considerar una simple remezcla y remasterización: Queen I “es una reconstrucción completamente nueva”, asevera. Aunque ya había sido trabajada de la mano del productor estrella Roy Thomas Baker –a quien muchos consideramos una suerte de Sir George Martin del sonido Queen y que luego hiciera proezas con los primeros álbumes de The Cars–, la grabación original ha sido retocada y retrabajada de tal modo por Justin Shirley-Smith, Joshua J. Macrae y Kris Fredrickson que, aunque parecía que ya no era posible mejorarla, resulta elevada en nitidez, calidez, detalle y potencia.
May ha dicho en días recientes que la grabación de hace cincuenta y un años (se publicó el 13 de julio de 1973) no los dejó satisfechos y que la restauración que ahora presentan es como hubieran querido que fuera el disco. (Vale la pena echarle un ojo al video dedicado a contar la historia de esta rescate.)
Hay suficientes elementos anecdóticos para creerle al guitarrista: el cuarteto accedió a utilizar los afamados estudios Trident londinenses por las noches, cuando artistas famosos y en la cumbre no los ocupaban, y trabajar con algunos de los instrumentos disponibles. En específico, la banda siempre se quejó de la batería ajena que utilizó Roger Taylor. Por eso cada pieza del álbum, cada track, cada instrumento –incluida la voz de Freddie Mercury y los coros de May, Taylor y el bajista John Deacon– se sometió ahora a un tratamiento de belleza que asombra por la claridad resultante. No faltará quien critique estas puestas al día y mejoramientos (¿”restiradas”?) que son posibles gracias al avance tecnológico. Aun así, es difícil ponerse a discutir con May a la hora de argumentar que, ahora sí, el álbum quedó como lo habían concebido, pero en 1973, en los inicios de su carrera, no tenían ni el poder, ni el músculo para pelear y exigirle al productor y a la disquera (EMI Records) lo que deseaban.
Queen I, como de ahora en adelante le llamaremos, muestra a una banda privilegiada como crisol de estilos y talentos. Luce todas las vertientes y capacidades del primer Queen, tan glam y duro como melódico, engolado, operático y sentimental. El grupo que en tan solo cuatro años –de 1973 a 1977– pasó a la historia como una admirable amalgama de lo que podía ser el rock que casaba agresividad con delicadeza, estruendo con vaudeville, music hall y torch song. Un conjunto, también, que podía ostentar la bravata más histriónica a la vez que regar por doquier las primeras semillas masivas de lo queer (en el apelativo del grupo se trocaba una erre por una ene y se abría una ventana a la insinuación). Después de ese periodo inicial, de melenas largas, satín, maquillaje y zapatos de plataforma, Queen fue desafiado no solo por el punk y la new wave, sino tal vez aún más por la disco y el techno de fines de los 70 y principios de los 80. Si alguna vez se ufanaron en las fundas de sus álbumes de no utilizar sintetizadores (“No Synthesisers!”), terminaron por abrazar lo bailable, lo funk (uno de sus mayores éxitos comerciales, “Another one bites the dust” se asemeja a las mayores gemas de Chic) y se valieron de lo electrónico para empatar con el zeitgeist.
Su primer álbum, sin embargo, anunció la veloz gestación de una leyenda rockera. Esta restauración llega como una edición para coleccionistas con la friolera de seis CDs, que lo mismo incluyen demos realizados en los estudios De Lane Lea, grabaciones de los Trident, apariciones en la BBC y cortes en vivo registrados en antros emblemáticos como el Rainbow londinense. Todos confirman el talento individual y la formidable química grupal de Queen. No hay trucos. Demos y grabaciones en directo confirman el valor primigenio de las composiciones.
El día del lanzamiento de esta edición para coleccionistas acudí a una sesión de escucha de los once cortes del álbum (se restituyó “Mad the swine”, que se había dejado fuera de la edición original) en Dolby Atmos. Admiro a Queen, trato de ser objetivo, pero aquello fue una apabullante marejada de sonidos, una múltiple ola de Kanagawa de electricidad. Convenía moverse alrededor del auditorio de la disquera Universal para percibir el fluir de las guitarras de May, las voces de Mercury y de la banda, y las percusiones, ahora sí detalladas, pulsaciones admirables, de Taylor. Escuchar las mismas canciones, horas después, en Spotify, no fue mucho menos sorprendente. Se defienden muy bien. Hay piezas, como “Doing all right”, en las que el embellecimiento de la voz de Mercury está en los límites de lo creíble.
Es muy fácil entender por qué May lideró con tal arrojo esta restauración. A estas alturas ya no deben quedar muchos –si alguna vez hubo alguno– que no le concedan pertenecer al selecto grupo de los mejores guitarristas eléctricos de la historia. Hendrixiano sin la menor duda, a la par de monumentos como Tony Iommi y Ritchie Blackmore, May sigue fascinando con un estilo en el que la elegancia y la melodía remiten con frecuencia a lo clásico, se mueve con gracia y libertad entre lo acústico y lo eléctrico, sus riffs son contundentes y su lirismo es equilibrado en florituras. Por si hiciera falta una nota de singularidad, no hay que olvidar que May generó todos esos sonidos con su Red Special, la guitarra que él mismo fabricó con la ayuda de su padre, en los años 60, con la madera de caoba de una chimenea y piezas de una motocicleta.
Queen I abre con la avasallante “Keep yourself alive”, rola con la que parecen gritar, exultantes, ya estamos aquí, conquistaremos un sitio preeminente en la historia del rock. “Liar” y, sobre todo, “Modern times rock’n’roll”, hacen gala de rock duro. “Son and daughter” es glam desde las letras y “The night comes down” coquetea con la sicodelia. Es, reitero, la primera entrega discográfica de una banda que absorbía con avidez diversas influencias de la época y otras anteriores. Cincuenta años después, cuando la biopic Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018) apuntaló el sonido Queen entre las nuevas generaciones (y cuando la canción del mismo nombre sigue escuchándose intermitentemente en las estaciones de radio y a través de las plataformas digitales) ya casi nadie repara en la singularidad de la presencia del piano en medio del estruendo y el alud eléctrico del bien llamado rock duro, el hard que dio origen al metal. El piano y la voz de Freddie Mercury están por todas partes en estos once cortes, signando el estilo característico y la singular propuesta estética del cuarteto londinense.
Las letras muestran temáticas diversas. Desde la ambición por la carrera musical y el umbral de la vocación (“Ayer mi vida estaba en ruinas/ Ahora Dios sabe lo que estoy haciendo” de “Keep yourself alive”), pasando por lo fantástico de “Mi rey de las hadas” (My fair king) hasta arribar al sencillo manifiesto decibélico de una nueva manera de hacer ruido gozoso (“El viejo bop se está cansando, necesita un rol, bueno, ya sabes a qué me refiero/ ’58 fue genial, pero ya se acabó y eso es todo” de la pesadona “Modern times rock’n’roll”). Llama la atención, aunque se entiende por la época (años post-jipismo de amor y paz, resonancias mesiánicas y Jesus Christ Superstar de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice) que Freddie Mercury, un parsi zoroastrista cuyo nombre original era Farrokh Bulsara, eleve a lo largo del álbum alabanzas a Dios. Hasta se incluye una pieza de nombre “Jesus”, con ecos bíblicos, en la que Freddie canta: “Todo empezó con los tres reyes magos / Seguir una estrella los llevó a Belén / Y lo hizo oír en toda la Tierra”.
Con Mercury muerto hace casi 33 años y transformado casi de inmediato en ícono y leyenda, Deacon en la más absoluta reclusión (de repente la intrusiva prensa sensacionalista inglesa lo sorprende caminando en su barrio con el periódico bajo el brazo), May (quien apenas en septiembre pasado sufrió un derrame cerebral que le paralizó temporalmente el brazo izquierdo) y Taylor se han convertido en los preservadores del rico legado de Queen. Con una discografía oficial que ronda la quincena de álbumes en estudio, más otros tantos en vivo y recopilatorios, no debería extrañarle a nadie si en el futuro cada uno de ellos llegara a recibir un tratamiento similar al de este reempaquetado y rebautizado Queen I. “Mantente vivo”, cantaron en el primer corte del primer álbum que entregaron al mundo. Ahí sigue Queen, cumpliendo sus sencillos deseos de juventud. ~
Ernesto Flores Vega (Huichapan, Hgo., 1964) es un melómano ecléctico. Ha ejercido el periodismo y la comunicación corporativa.