A Adriana Ortega, quien recibirá
su cumpleaños cantando a Paul.
Un moribundo, de quien la cámara únicamente nos muestra sus labios bajo un espeso bigote, musita “Rosebud” antes de exhalar y soltar la bola de nieve que sostenía en su palma. La esfera rueda escaleras abajo y se rompe. A continuación, vemos entrar –desde la perspectiva del difunto– a la enfermera de turno, quien constatará la muerte.
Posteriormente, en la pantalla se muestra un documental que compendia la trayectoria de ese magnate de los medios, Charles Foster Kane. Al término de la proyección, efectuada en la sala de juntas de un diario, el director exclama fastidiado que “todo lo que vieron en la pantalla es que Charles Foster Kane murió, lo cual ya sabía porque leí los periódicos”, y añade que más que exponer lo que un hombre hizo, lo que importa es relatar quién fue. Para ello, encomienda a sus reporteros a averiguar la referencia de la última palabra que pronunció.
El significado de esta palabra que articula la composición de El ciudadano Kane es subjetivo porque todos poseemos un Rosebud, un objeto o experiencia perdidos, que anhelamos recuperar para transportarnos al pasado. El de Paul McCartney ha sido tocar en vivo. No como una estrella aclamada en arenas y estadios, sino como el adolescente que un sábado de julio en Woolton, Liverpool, fue presentado por su amigo Ivan Vaughan a un joven casi dos años mayor, ante el que interpretó “Twenty flight rock” de Eddie Cochran, “Be-Bop-A-Lula” de Gene Vincent y una seguidilla de éxitos de Little Richard. Al cabo de unas semanas, John Lennon lo invitó a sumarse a The Quarrymen.
Aun cuando todos los integrantes de The Beatles disfrutaron sus actuaciones en The Cavern, cuando acompañaban al rock ’n’ roll con chanzas y bromas, sería Paul quien recordaría con mayor nostalgia ese periodo. Tras el retiro del grupo de los conciertos multitudinarios, en 1966, McCartney consideró que eventualmente retornarían a los escenarios, pero no en un estadio sino en un pequeño club, como en sus inicios. Un primer paso para cristalizar ese anhelo fue la creación de una ficticia banda de music hall y espectáculo circense denominada Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, a la que se atribuyó la composición del álbum homónimo.
A despecho de la trascendencia de esta obra cimera del rock, en modo alguno refleja el espíritu de un grupo en vivo. Por el contrario, acentúa la distancia entre sus inicios, interpretando versiones de las primeras celebridades del rock ’n’ roll, y una madurez creativa en la que, para plasmar sus ideas, incluso recurrían a músicos clásicos y soluciones de la vanguardia musical.
Concluidas las sesiones de The Beatles, conocido popularmente como el Álbum blanco, McCartney intentó convencer a sus compañeros de tocar nuevamente en vivo. Amante de los disfraces, deseaba que se presentaran de manera anónima y sorpresiva en pequeños clubes o bares. (Acaso este sea la simiente de la costumbre del McCartney superestrella de actuar días antes de sus conciertos estelares en pequeños locales, como sucedió en Glastonbury, en 2022, y en Brasil, en 2023). Ante el rechazo de su extravagante propuesta, sugirió que dieran un concierto único, en un escenario excepcional –un crucero o las pirámides de Egipto–, el cual sería filmado y distribuido por Apple, la empresa de la que los Beatles eran dueños.
En Get Back de Peter Jackson, que recupera esa labor titánica destinada al fracaso, el documental de los ensayos previos al rutilante concierto encomendado a Michael Lindsay-Hogg, muchas de las intervenciones, acotaciones y sugerencias de Paul remiten a capturar el espíritu, la presencia de la música interpretada en directo, como lo prueban sus sugerencias de que el órgano de Billy Preston suene como si fuera el instrumento de un músico en un honky tonk. El propio título de la empresa y de la canción que articula la cinta es significativo: Get Back, regresa. Que incluso retomaran una de las piezas inconclusas de los Quarrymen, “One after 909”, y que otra, “Two of us”, parezca una recapitulación sobre la dupla creativa que John y Paul, refrenda esa sensación.
Como había ocurrido con el desenlace de la ficción psicodélica del Sgt. Pepper’s, pese a que en la génesis de Let it be y canciones aledañas permeaba un poderoso sentimiento nostálgico por parte de Paul, nuevamente el resultado fue decepcionante. Hay un momento en el que el solitario capitán del barco destinado al naufragio se dirige a su apática tripulación y le espeta: “No entiendo por qué ninguno de ustedes está interesado en el proyecto. ¿Por qué están aquí? No es por el dinero… Yo estoy aquí porque quiero hacer un concierto.” El álbum resultó sobreproducido por Phil Spector y la camaradería y la complicidad creativa que en momentos emerge entre Paul y John –y que representa los grandes momentos del documental de Jackson– terminó en la disolución del grupo. El único momento en que McCartney cumplió su anhelo de formar parte de una banda tocando sin pretensiones, retomando las canciones olvidadas e inconclusas de la época de The Cavern, fue en la azotea del edificio de Apple. El último concierto de The Beatles significa la recapitulación de una historia que había comenzado doce años atrás.
Muchos de los proyectos de McCartney han intentado ese retorno a las raíces. Cancelada la oportunidad de recuperar la energía primitiva de The Beatles, y tras corroborar que sus esfuerzos en solitario, convertido en autor total, le resultaban insatisfactorios, decidió que, para lograr la añorada comunión con la audiencia, necesitaba una banda. En el verano de 1971 invitó a dos de los músicos de estudio que lo habían acompañado en la grabación de Ram, el baterista Denny Seiwell y el guitarrista Hugh McCracken, a visitarlo en su granja en Escocia. A los pocos días llamó por teléfono a Denny Laine, antiguo integrante de The Moody Blues, que en esa primera formación habían acompañado a The Beatles como teloneros, con quien Paul se llevaba bien, y así nació el nuevo grupo. El 13 de agosto, mientras Paul rezaba para que su segunda hija sobreviviera a la cesárea de emergencia, tuvo la inspiración para el nombre: se llamaría Wings, las alas de los ángeles que habían salvado a Stella.
McCartney es un hombre de obsesiones. Mientras elaboraba Band on the run, retomó su vieja idea de filmar un documental que registrara al grupo en directo, mostrando su potencia y calidad; la misma que lo impulsó a pergeñar el proyecto de Get Back. Esa filmación, además, acompañaría la publicación de un disco en vivo. Invitó a David Litchfield para que filmara los ensayos en los estudios Abbey Road, en Londres. De la formación inicial, además de la pareja McCartney, solo sobrevivía Laine, tras la salida de Henry McCullough y Denny Seiwell, a quienes relevaron el joven guitarrista escocés Jimmy McCulloch y el sólido baterista de rockabilly Geoff Britton, poco antes de la grabación de aquel disco de Wings. Del mismo modo que nunca se completó el proyecto de Lindsay-Hogg, el documental y el álbum, cuyo nombre es One hand clapping, nunca se publicaron, aunque al cabo de los años aparecieran fragmentos de ambos en ediciones especiales de discos de McCartney y de Wings. En este 2024, se anunció que, en conmemoración de los cincuenta años, álbum y película serían publicados de manera autónoma. Remasterizado en 4K, el documental se estrenó en cines de manera global y simultánea el 26 de septiembre de 2024.
El registro muestra a una banda perfectamente cohesionada, sin importar el poco tiempo que llevaban juntos. McCartney disfruta su papel de director, marcando los compases y sugiriendo las tonalidades, e incluso enseñando al conductor de la orquesta qué pasajes debería destacar. Como en Get Back, se enfatiza su cariz rocanrolero, que a Paul le interesa resaltar, como patentizan los programas de sus giras, incluido el de la Got Back, cuyo listado incluye piezas representativas de esta faceta. Los momentos memorables, más allá de la integración que se patentiza en “Jet” o la emoción que provoca escuchar una “Band on the run”, todavía palpitante de líquido amniótico, o el ensayo y la discusión del timbre orquestal en “Live and let die”, son las interpretaciones de “Soily”, uno de los más vigorosos y vibrantes temas de rock interpretados por McCartney; en una “Maybe I’m amazed” asombrosamente funky, llena de acentos negros y tonalidades que la versión en estudio no tenía, y en el boogie delirante de “Nineteen hundred and eighty five”.
Este es quizá el motivo por el que cincuenta años después álbum y película fueron rescatados: para demostrar que Wings fue una buena banda y no únicamente la extensión de la personalidad creativa de su director –aunque en varios momentos el documental registre su actitud impositiva, como cuando le indica al saxofonista Howie Casey cómo interpretar su solo en “Blue Bird”.
Como regalo adicional, el filme añade el pietaje de una breve sesión de McCartney tocando solo, con la vieja guitarra acústica con la que grabó “Yesterday”, en el patio trasero de los estudios, las canciones que marcaron su gusto por el rock: “Twenty flight rock” –la pieza de Cochran con la que impresionó al adolescente John–; “Peggy Sue” y “I’m gonna love you too”, de Buddy Holly –al que se refiere como “el inigualable”–; además de una sus primeras composiciones, “Blackpool”. Al respecto, One hand clapping ofrece no solo una vista del taller creativo de la banda, sino un atisbo a la personalidad de McCartney y a sus orígenes, con la confesión de que sus primeros intereses fueron moldeados por el music hall, el cabaret y las baladas de Peggy Lee. Auténtica excursión a las raíces, puede considerarse como la recuperación del Rosebud que Paul añoró durante tantos años. ~
(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.