Elegía

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Al desterrarte a Tomis,
aquella aldea bárbara
en los límites extremos del Imperio,
el César te habrá despojado de todo
–de felicidad, riqueza y fama–
pero no de tu talento
ni de tu poesía,                                
aquello tuyo
que él, Octavio,
no podrá arrebatarte
por más poderes que tenga.

Y a ese don te apegas.

A servirte del verso
y su inclaudicable música
para expresar todo el dolor y queja
que en el corazón se pueda encerrar
y hacer de tu arte
el lamento y un reclamo
de quien ya de humano
–allí, en aquellas enfermizas y desoladas regiones–,
le resta muy poco
y de lo poco
sólo soledad y tristeza. Nostalgia.

¿De qué horrible delito se te culpa,
que ni Augusto y menos Tiberio
acceden al perdón,
y el ansia de retornar a Roma
–tan lejana de la tumba que
en tierras hostiles cavas–,
se torna cada vez más una quimera? *

Todos callan o se resignan,
tú mismo pareces
no querer saberlo
y la causa de tus días sombríos
se torna un verdadero enigma.

Todavía hoy, si existe misterio
que rodee a poeta alguno, este lo es.

¿Te burlaste acaso del César,
de sus afanes morales
y su fastidioso tartamudeo
en versos que también mancillaban
su pretendida condición divina?                                                                           
¿Te metiste con Julia, la esposa,
o, lo imperdonable, ultrajaste el honor de su hija?
¿Viste algo de lo que no debiste ser testigo
en aquel sigiloso quehacer palaciego?

Las conjeturas no faltan
y oscurecen aún más las causas.

Amigos que no temen
la ira del Emperador,
te acompañan la noche de la despedida.
Y tú, siervo de la desgracia,
hasta el último momento
alargas el adiós a aquello que es tuyo
y no volverás a ver:
A tu hija ausente –de viaje por África.
A tu mujer que solloza
y maldice asistir a tan perentorio instante.
A tus apenados, cariacontecidos, criados.
A tu suntuosa casa y dioses amigos.
A todo aquello, en fin,
que rabioso te ha arrebatado el César.

Al partir, Flavia cae al piso, desmayada.

Y de aquel venusino huerto
que, con meditada pasión cultivabas,
huye la gracia. **

Bastan unos pocos años
para que en tus cartas
Flavia no vuelva a ser mencionada.

Tu mujer te ha olvidado,
tal es ahora el abandono y desdicha
en que te encuentras.

Ahora no existe nadie en el mundo
que te ofrezca amor y consuelo.

Y aún no es el fin.

Paciente, enemiga,
como al más desdichado de los mortales,
la muerte se te da a la espera. ~

Notas.    

* Burlarse en un soneto de los dedos amorcillados de Stalin, leído y recitado en las tabernas moscovitas, al poeta Mandesltam, le costó la vida. No es el humor, ni hoy ni antes, atributo imperial.

** Refiere Ovidio cómo la diosa Venus, entre mirtos y laureles, se le apareció una tarde en su huerto casero. Tenía que llegarle la desgracia para que, sumido en la crisis religiosa, renegara de ella y los demás dioses familiares y terminara apegado a un solo dios, Zamolxis, divinidad tracia anterior a todas –sin un límite claro todavía entre lo bestial y lo humano–, y último vínculo en aquel puerto oscuro e incivilizado. El más trágico castigo para un romano.

Este poema forma parte de A merced de las horas bellas, de próxima publicación.


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