Imagen: Flickr/Edward Kimmel

Al revelar su información genética, la senadora Elizabeth Warren sentó un precedente preocupante

¿Cuánto tiempo faltará para que un candidato quede efectivamente descalificado debido a que presenta un 10 % de probabilidad de sufrir tal enfermedad o un 20 % de padecer tal otra?
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

El 26 de mayo de 2016, Donald Trump, por entonces candidato a la presidencia de los Estados Unidos, tuiteó: “Me parece ofensivo que la ridícula de Elizabeth Warren, a veces llamada Pocahontas, haya pretendido ser nativa americana para entrar en Harvard”. Se trataba de otro clásico  del género “Insulto Tuitero de Trump”: tan ofensivo que exigía una refutación, pero a la vez tan infantil que perjudicaba a cualquiera que se sintiera obligado a responderle. Durante dos años, Trump recurrió al insulto innumerables veces, e incluso desafió a la senadora Warren a hacerse un análisis de ADN. Trump dijo que donaría USD 1 millón a la organización filantrópica que Warren eligiera si ella demostraba su ascendencia nativa americana. En ese momento, Warren respondió con desdén. Sin embargo, el lunes 15 de octubre, la senadora dio a conocer un análisis de ADN que demuestra, sin lugar a dudas, que tiene un porcentaje real (aunque pequeño) de ascendencia nativa americana, el cual siempre dijo que se podía rastrear hasta una retatarabuela. Con eso, obligó a Trump primero a retractarse torpemente de lo que había prometido y, luego, a lanzar una fanfarronada teñida de amenazas físicas.

Los comentaristas conservadores, en el mejor de los casos, minimizaron la importancia de la revelación. De parte de la izquierda, la aprobación, rápidamente quedó ensombrecida por los debates sobre los particulares problemas de identidad que enfrentan los nativos americanos, muchos de los cuales demostraron estar sumamente preocupados por toda esta situación. (Está claro que el objetivo de Warren no es solicitar ingreso a ninguna tribu: lo que quiere es comprobar su historia familiar y poner fin a una situación difícil y pantanosa que muchos ven contraria a su reputación de transparencia moral). Pero su decisión puede llegar a tener un impacto más amplio y mucho más negativo a largo plazo, más allá de los cuestionamientos –totalmente válidos– planteados por los nativos americanos. Así como las diatribas de Trump fueron suficientes para obligar a un presidente en funciones a mostrar su propio certificado de nacimiento, ahora provocaron que una posible candidata presidencial revelara su ADN o,  por lo menos, un fragmento. Warren le concedió a un adversario político el poder de exigir algo que ningún político había pedido y conseguido antes.

Ahora bien, Warren es consciente de los riesgos asociados con la pérdida de control sobre la privacidad genética. De hecho, ella formó parte de la iniciativa que presentó la Ley de Protección de la Privacidad en la Investigación Genética en 2016, que buscaba aumentar los niveles de protección de la privacidad de pacientes y sujetos de estudios. A pesar de que no fue aprobado, gran parte de las disposiciones de dicho proyecto de ley se incorporó en la Ley de Curas del Siglo XXI de ese mismo año. Tal como Warren dijo en ese momento, “Las familias tienen que tener la seguridad de que [su información genética] seguirá siendo privada”. Pero las leyes son una cosa y las expectativas sociales, otra. Al mostrar voluntariamente su ADN, Warren ha dado lugar a una nueva expectativa: que la información genética de un político –ya no solo información sobre su estado de salud– debería estar abierta al escrutinio público. 

Quizá era inevitable. Lo que sí ha generado es que se sienta mucho más cerca lo que Robert Green y George Annas denominaron “la amenaza del macartismo genético” en un artículo de 2008 que apareció en la revista académica New England Journal of Medicine. Los autores señalaron que, en los últimos años, el historial médico se ha convertido en blanco de la prensa, especialmente desde 1972, cuando el candidato a la vicepresidencia Thomas Eagleton tuvo que retirarse de la contienda electoral debido a una internación por depresión. También conocimos la verdadera dimensión de las enfermedades que sufrían presidentes como Dwight Eisenhower y John F. Kennedy. Y no olvidemos la revelación de que Ronald Reagan tenía Alzheimer, hecho que despertó dudas sobre su desempeño en el cargo.

Cuando John McCain y Barack Obama dieron a conocer su información de salud en 2008, eligieron qué revelar: solo aquellos datos que los favorecieran. Obama hizo alarde de su energía en la cancha de básquetbol (y en la playa), pero evitó mencionar en el breve resumen de salud que envió a la prensa que su abuelo había fallecido a causa de un cáncer de próstata. McCain comentó la agilidad mental de su madre, de 95 años de edad, pero no la muerte de su padre a los 70 años debido a un ataque cardíaco. En un mundo donde sea fácil acceder al ADN de cualquier candidato, esa información podría distorsionarse con fines más oscuros, y nos veríamos bombardeados por diversas interpretaciones de los mismos datos. Green y Annas escribieron lo siguiente:

En las futuras campañas, los candidatos presidenciales podrían revelar información sobre fragmentos de su propio genoma con el fin de resaltar algún dato que podría considerarse un antecedente étnico favorable o, si sufrieron una enfermedad, como cáncer, para enfatizar que ya no hay genes que podrían albergar el riesgo de que reaparezca. Pero en un clima de mensajes personales y políticos negativos, es más probable que las personas o los grupos opuestos al candidato sean quienes revelen esa información, con la esperanza de perjudicar sus chances de ser electo o reelecto.

Los partidarios de un gobierno abierto podrían afirmar que todo esto es para mejor. ¿Cuál es la diferencia entre una exigencia de este tipo de, por ejemplo, el derecho de conocer la declaración de ingresos de una persona? Pero una cosa es el derecho de conocer y comprender las acciones y el carácter de una persona, y otra muy distinta es el derecho de ver al “interior” de alguien y emitir juicios sobre su destino genético. Por ejemplo, es posible sacar conclusiones sobre una persona al considerar las pruebas documentales de sus acciones. Pero de todo el escándalo que generó en algunos círculos la revelación de Warren, solamente podemos sacar la conclusión de que, de pequeña, escuchaba las cosas que le contaba la madre.

¿Cuánto tiempo faltará para que un candidato quede efectivamente descalificado debido a que presenta un 10 % de probabilidad de sufrir tal enfermedad o un 20 % de padecer tal otra? Un candidato de mayor edad podría sostener que sus adversarios más jóvenes tienen mayor probabilidad de sufrir Alzheimer. Algún candidato podría pedirle a su adversaria que realice un análisis del ADN de sus hijos a causa de ciertos rumores de infidelidad, “para que se pueda poner fin al asunto”. Y otros candidatos podrían verse presionados para revelar su ADN a fin de acreditar su ascendencia, a pesar de que el uso del análisis genético para este propósito es muy limitado. El conocimiento reducido y hasta primitivo que tenemos sobre cómo se relacionan los genes con la identidad racial y la salud ha dado origen a otro obstáculo que los futuros candidatos presidenciales deberán superar (o rodear). Aunque no suceda en 2020 ni en 2024, quedaría poco camino por recorrer entre la acción de Warren de dar a conocer esos resultados y publicar el genoma completo de un candidato para el escrutinio público.

Un poder que se revela se convierte pronto en un poder del que se abusa. Hasta el lunes, los dichos de Trump eran solo eso, dichos. Warren había eludido sus ataques, y otros ataques similares que recibió en 2012 de parte de su adversario Scott Brown, con cierta habilidad. Pero ahora estableció un precedente. La “falsa medida del hombre” nunca se pudo prevenir con nuevos análisis, solo se desvió hacia nuevas vías. Seremos testigos de que candidatos calificados tengan que alejarse de la política debido a alguna falencia potencial descubierta en su mapa genético. Seremos testigos de que nuestro país se aleje cada vez más del discurso racional, en vistas de que las pruebas objetivas se presentan, pero luego se descartan como “ciencia inútil” en el marco de una refriega política. El presidente Trump no será el último bravucón que exija examinar el ADN de un adversario. Ojalá Warren haya sido la última en permitirlo, por mucho tiempo.

Future Tense es una colaboración entre SlateNew America y Arizona State University que explora tecnologías emergentes, política pública y sociedad.

+ posts


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: