En la madrugada del 3 de agosto, Edward Coristine, un joven de 19 años, y su novia se dirigían a su auto estacionado en la calle Swann, en un barrio de moda de Washington, DC. Los reportes varían un poco en este punto, pero parece que un grupo de adolescentes intentó o amenazó con robarles el auto. El joven hizo a un lado a la novia, se encaró con los agresores y terminó recibiendo una brutal golpiza que lo dejó semidesnudo y ensangrentado a media calle.
Aparte de los testigos directos, nadie se enteró de esto hasta dos días después, cuando el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, se solidarizó con el agredido y amenazó con tomar el control de la ciudad para combatir a la delincuencia. Edward Coristine resultó ser el autoapodado “Big balls”, quizá el más visible de los jóvenes del grupo compacto que Elon Musk despachó a las agencias del gobierno estadounidense, como parte de su Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por sus siglas en inglés), para buscar la manera de recortar 1.2 billones de dólares del presupuesto federal. El vulgar apodo del adolescente, utilizado incluso en su perfil de LinkedIn, se convirtió en la representación más precisa de la enorme inmadurez y ridícula inexperiencia de una camada de jóvenes que, provistos de las más sofisticadas habilidades cibernéticas y una fanática veneración por Musk, pero carentes del más mínimo conocimiento del servicio público y las implicaciones sociales e individuales del ejercicio presupuestal, estuvieron pronto a cargo de decisiones –algunas literalmente de vida o muerte– sobre cuestiones como el acceso a la seguridad social, la continuidad de programas de salud y educación, y la seguridad en el empleo de decenas de millones de personas.
A partir de la amenaza de Trump, los eventos siguieron con bastante rapidez. El 11 de agosto, rodeado por el secretario de Defensa, Pete Hegseth, el director del Buró Federal de Investigaciones (FBI), Kash Patel, y la fiscal general, Pam Bondi, el presidente anunció que desde ese momento el gobierno federal asumiría el mando de la Policía Metropolitana de Washington (MPD) y desplegaría a la Guardia Nacional bajo control federal, reforzada por contingentes de la Guardia Nacional organizada por gobiernos estatales afines, como los de Ohio y Virginia Occidental, para hacer frente a una crisis de proporciones apocalípticas que no tiene sustento en los datos sobre inseguridad en la capital.
Hasta el 25 de agosto, hay en Washington, DC alrededor de 2,500 miembros de la Guardia Nacional, algunos de ellos armados, según una directiva reciente, y la presencia de los retenes de seguridad y convoyes de vehículos militares en las calles y avenidas ya es parte de la vida cotidiana de la ciudad. En los retenes, es difícil saber con precisión qué agencias están involucradas. Los agentes de la MPD y el FBI generalmente llevan uniformes con sus siglas y el rostro descubierto, pero los de ICE (la nueva migra) nunca se identifican. En las últimas dos semanas, los noticieros y las redes sociales se han empezado a poblar de videos tanto de detenciones como de actos de protesta y resistencia de los ciudadanos, y la sensación generalizada en la ciudad es de temor e incertidumbre.
Es fácil trazar un relato causal entre la golpiza que sufrió Edward Coristine y la militarización de Washington DC y adjudicarle al presidente una reacción oportuna u oportunista, según sean las simpatías. En el primer caso, Trump solo habría reaccionado a una situación inaceptable ante la cual las autoridades de la ciudad se habrían tardado en actuar. (En esa misma zona de la ciudad, en el verano de 2021, cuando la ciudad emergía de la pandemia para llenar de nuevo los bares y restaurantes, el esposo de una colega de trabajo fue alcanzado por una bala perdida, a media tarde y en presencia de cientos de personas, y murió al instante.) En el segundo caso, la agresión contra el joven habría sido la excusa para un golpe decidido de antemano. Me inclino por la segunda posibilidad. Hay que recordar que antes de ser ocupada Washington fue humillada.
Cuando “Big Balls” entró en escena, recordé que la vida no es parca en ironías. Hay una leyenda familiar que dice que cuando yo era muy chico y me preguntaban mi nombre solía responder: “yo soy Alberto Fernández, el de los güevos grandes”. Parece que esa aptitud poética no me duró más allá de los tres años. Ahora, en febrero de 2025, tenía que enfrentarme a la posibilidad de que otro chico que también creía tener los “güevos grandes”, y lo seguía pregonando a sus 19 años, estaba en una posición de decidir si yo iba a conservar o no mi empleo. La organización para la que trabajaba recibía la mayoría de sus fondos del gobierno federal. Durante un mes angustiante escuchamos como la parvada de muchachos de Musk entraba y salía de las oficinas de gobierno con tijera en mano, haciendo preguntas totalmente ignorantes sobre el funcionamiento de los programas hasta que, cansados de pretender que operaban bajo criterios objetivos, decidieron cancelar prácticamente todos los programas de asistencia internacional de varias agencias de gobierno, además de la desaparición de USAID (Agencia Estadounidense para el Desarrollo), anunciada desde la primera semana de la nueva administración.
Como yo, alrededor de 300,000 personas en el área metropolitana de Washington se hallaron desempleadas de la noche a la mañana, algunas después de décadas de servicio y sin certeza sobre su liquidación o jubilación. La primera ocupación de Washington fue la toma del servicio civil de carrera por parte de una pandilla que no cree en él, ya sea porque privilegia la lealtad al presidente por encima de la competencia o porque son personeros de una oligarquía extremadamente rapaz que busca deshacerse de cualquier forma de regulación gubernamental.
Washington DC, lo sabe todo el mundo, es una ciudad de enorme desigualdad. Encima de la clase media afroamericana, sindicalizada y empleada por el gobierno federal, hay una élite altamente educada, cosmopolita y móvil, que trabaja en agencias que sirven al gobierno, en las sedes nacionales de las grandes instituciones de la sociedad civil y en varias agencias internacionales. Ambos grupos ayudan a mantener una enorme economía de servicios que emplea a inmigrantes y nativos de escasos recursos. Todos estos estamentos han sido golpeados de lleno y a la misma vez por la nueva administración de Trump y ahora se descubren igualmente desamparados en las calles. Sus interacciones o falta de ellas determinarán el futuro de la ocupación militar de la capital de los Estados Unidos. ~