Ilustración: Letras Libres

¿Y si López Obrador no es la excepción, sino la regla?

Nuestra clase política no se instruyó ni maduró en democracia y sus integrantes, en su mayoría, no actúan como demócratas convencidos. ¿Tenemos una democracia sin demócratas?
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“Todos los políticos son priistas”, declaró Adam Przeworski en la conferencia que dictó en marzo pasado en el Instituto Nacional Electoral (INE). El sentido de sus palabras era que todos los políticos tienen vocación de perpetuarse en el poder. La metáfora es acertada: en sus distintas encarnaciones, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) ostenta el récord mundial de permanencia ininterrumpida en el gobierno, con 71 años. El politólogo polaco nos invitaba así a repensar el actual retroceso democrático en México, no como una aberración sino como un regreso al orden natural de las cosas. En efecto, si invertimos los términos como Przeworski sugiere, es posible imaginar nuestra democracia de entre siglos como un paréntesis entre un pasado autoritario y un futuro incierto que apunta a consolidarse en un régimen híbrido.

¿Cuál democracia?

En 212 años de vida independiente, el país ha vivido en el desorden o bajo regímenes autoritarios. La democracia, tal como la conocemos, ha sido la excepción: los años que corren durante la República Restaurada (1867-1876); 15 meses con Francisco I. Madero entre noviembre de 1911 y su asesinato en febrero de 1913; y los 26 años que llevamos desde 1996. En ese año el poder ejecutivo dejó de controlar los procesos electorales al aprobarse la “reforma definitiva”, que otorgó total autonomía al entonces Instituto Federal Electoral (IFE) y al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Este hecho, que muchos no alcanzan a aquilatar en su justa medida, ha permitido que en México exista un sistema democrático, es decir (y para volver a citar a Przeworski), uno en el que “los partidos de gobierno pierden elecciones”. Por lo demás, el autoritarismo en México ha campeado, sea bajo la forma de dictaduras personales como la de Porfirio Díaz (1876-1911) o la de un partido hegemónico como el PRI.

Todo esto significa que la mayor parte de los mexicanos de ayer y de hoy, salvo los más jóvenes, crecimos bajo un régimen autoritario. Esto es verdad también para nuestra clase política, el grueso de cuyos miembros se formaron bajo las reglas de un partido casi único. Y, si bien se han adaptado (y enriquecido) en democracia, la cabra siempre tira al monte. Con esto no sugiero la existencia de una cultura política autoritaria en México, como muchos imaginan desde la academia. Muy lejos de ello. Lo que sí digo es que nuestra clase política no se instruyó ni maduró en democracia y que sus integrantes, en su mayoría, no actúan como demócratas convencidos. De hecho, son pocos los que en su historial muestran una preferencia normativa por la democracia. La usan y se pliegan a sus reglas cuando les conviene o cuando no les queda de otra, pero las tuercen a la menor oportunidad.

AMLO y el PRI

Este no es un artículo sobre AMLO en particular. Si me refiero a su persona es porque funciona como un arquetipo del político mexicano de entre siglos: uno que se forma en el PRI, abandona el barco cuando empieza a hacer agua, se transforma de la noche a la mañana en un paladín de la democracia, abjura violentamente de las prácticas clientelares y autoritarias del PRI, consigue y explota las libertades y generoso financiamiento público que garantizan las instituciones democráticas y, una vez en el gobierno, le sale el priista autoritario interno.

En efecto, y contrario a lo que se sugiere hoy, el paso de AMLO por el PRI no fue un “amor de juventud”. Estuvo ahí doce largos años y tuvo una carrera destacada y ascendente al interior del partido, al que ingresó en 1976, el año que su tocayo de apellido, José López Portillo, se alzó con la victoria en unas elecciones presidenciales en las que solo hubo un candidato. Con esas premisas y antecedentes, AMLO se afilió a los 23 años al PRI local de su natal Tabasco.

Pero repito, AMLO es solo un arquetipo. Sin ir más lejos, ahí está su padrino político, Cuauhtémoc Cárdenas. Sin restarle un ápice a su aportación a la democratización del país, también es cierto que su compromiso con la democracia aparece tardíamente en su biografía política.

No es de extrañar tampoco. Su padre el general Lázaro Cárdenas convirtió al PRI en un partido de masas obreras y campesinas y, naturalmente, su hijo se nutrió y socializó en ese medio. Su carrera en los gobiernos del PRI empezó en el año 1960 como secretario del Comité de Estudios de la Cuenca del Río Balsas, y tuvo su punto más alto cuando se convirtió en gobernador del estado de Michoacán entre 1980 y 1986 –cargo al que accedió con la bendición de López Portillo, en unas elecciones que oficialmente ganó con 93 por ciento de los votos.

No es sino hasta 1987, a sus 53 años de vida y 27 en el PRI, que Cárdenas se cae del caballo y ve la luz de la democracia. Y qué bueno que haya sido así. Este país sería muy distinto si se hubiese plegado a las formas autoritarias del PRI y esperado su turno como todos los demás. Cabe señalar también que su salida del partido fue una decisión valiente, pues le ataban a él fuertes lazos políticos y familiares. Sin lugar a dudas, si hay alguien que tiene derecho a reclamar un lugar de privilegio en la “familia revolucionaria”, es Cuauhtémoc Cárdenas. Todo lo cual no quita el hecho de que su salida y súbita conversión a la democracia están claramente informadas por un frío cálculo político sobre sus muy legítimas ambiciones presidenciales.

El arquetipo del que AMLO y Cárdenas son ejemplos se reproduce en muchas instancias, lugares, y tiempos de nuestra vida pública. Lo confirmamos viendo a los actuales miembros del gobierno. Van algunos nombres con su respectivo número de años de militancia en el PRI: Ricardo Monreal, líder del oficialismo en el Senado, 23 años; Marcelo Ebrard, canciller y “mil usos” internacional, 17 años; Esteban Moctezuma Barragán, embajador en Estados Unidos y ex secretario de Educación, 21 años; Alfonso Durazo, gobernador de Sonora y ex secretario de Seguridad, 27 años; y, cómo no mencionarlo, Manuel Bartlett Díaz, actual director general de la Comisión Federal de Electricidad, 44 años.

¿Poder o democracia?

Las ambiciones de los políticos mencionados son, reitero, perfectamente legítimas. Y entre el poder y la democracia, es natural que los políticos elijan lo primero. Nada hay de excepcional en ello: el objetivo último de un político es obtener el poder. Se echa en falta, sin embargo, una mayor preferencia normativa por la democracia entre nuestra clase política. En estas líneas he sugerido que esa falta de compromiso con la democracia quizá se deba a que su formación política fue bajo las reglas de un partido casi único. Es una mera hipótesis que, sin embargo, se confirma al observar a políticos que se formaron haciendo oposición al PRI, algunos de los cuales sí muestran una clara convicción democrática.

Carlos Castillo Peraza, ex presidente del Partido Acción Nacional (PAN) entre 1993 y 1996, fue uno de ellos. Él lo tenía muy claro: la democracia es siempre preferible al poder, y no es un asunto de echar al PRI del gobierno, de un quítate tú para que me ponga yo. La democracia va de crear ciudadanía y, sobre todo, instituciones. Lo explica en la página 204 de su libro titulado El porvenir posible:

Se requiere pues de instituciones políticas que ordenen la libertad a la razón y a lo ético, instituciones sociales que permitan a cada hombre y a los grupos de personas tomar parte en la elaboración de un proyecto común que otorgue todas las oportunidades de desarrollarse como seres individuales y sociales, instituciones jurídicas que garanticen esos derechos individuales y sociales.

Por el lado de la izquierda la cosa fue más complicada: no fue sino hasta que muchos adherentes al marxismo se decepcionaron del “socialismo real” que lo que antes consideraban “democracia burguesa” empezó a ser objeto de su estudio. Fue un tránsito traumático para algunos, pero al final muchos y muy destacados dirigentes y académicos de izquierda lograron desarrollar una preferencia normativa por las reglas de la democracia. Aquí vale citar las palabras de Roger Bartra en entrevista con Reforma en octubre de 2022, en donde hace referencia a su libro Las redes imaginarias del poder político, publicado en 1981:

Para mí ese es un libro extremadamente importante, no porque yo esté de acuerdo con todo lo que escribí ahí, pero es importante porque marca claramente mi transición, esta transición digamos al reformismo o a un nuevo mundo político. Ahí ya estaba desencantado de la idea de revolución, desencantado de lo que pasaba en los países llamados socialistas, y decidí emprender una investigación que, aunque todavía tenía ciertas raíces en el marxismo y en Marx mismo, ya avanzaba por otro terreno. Y ahí desarrollé una teoría peculiar sobre las redes imaginarias del poder político para explicar porqué los regímenes, incluso autoritarios como el mexicano, tenían legitimidad, es decir tenían una base social y una serie de estructuras de mediación que legitimaban un poder político que no era democrático.

El PRI y la democracia

Se dice que por el lado del PRI también hubo políticos con una preferencia normativa por la democracia. No lo dudo. En particular se señala a Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación de José López Portillo. Reyes Heroles fue en buena medida el arquitecto de la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE) aprobada en 1977. La LOPPE marca el inicio de la transición democrática al introducir dos cambios en el sistema de representación en la Cámara de Diputados. Primero, aumentó significativamente el número de escaños, que pasó de 186 a 400. Segundo, y más importante, introdujo un método mixto de representación inspirado en el modelo alemán, a través del cual 300 diputados serían elegidos por mayoría y los 100 restantes se asignarían por representación proporcional. Ello permitió que los partidos de oposición tuvieran por primera vez un mínimo de presencia en el Congreso.

Sin menoscabo de las importantes aportaciones de Reyes Heroles a la democracia mexicana, en lo personal no me queda claro que la LOPPE haya sido un intento deliberado de iniciar una transición democrática. Más bien me parece una salida sensata a una crisis política que se agudizó en 1976, año en que solo el PRI presentó candidato a las elecciones presidenciales. Fue una medida, además, en sintonía con los vientos democráticos que soplaban en otras partes del mundo de habla hispana. Una jugada a varias bandas que le permitió al PRI desactivar una crisis de legitimidad, hacerse de una careta democrática, y mantener el control de las elecciones. Y les salió muy bien: estuvieron otros 23 años en el poder. Ello fue en gran medida posible gracias a un ingenioso añadido al sistema mixto de representación alemán: si en Alemania la Bundestag se integra por 50 por ciento de diputados por la vía distrital y 50 por ciento por la vía de representación proporcional, en México esas cifras serían 75 y 25 respectivamente, asegurándose así el PRI una cómoda mayoría en el Congreso.

Al final

¿Tenemos una democracia sin demócratas? Eso pareciera. ¿Cómo pudimos entonces transitar a un régimen democrático a fines del siglo pasado? Lo he sugerido antes: quizá fue por un accidente serendípico. Si observamos con atención, la transición democrática mexicana empieza en 1977 con la LOPPE. Ese fue su inicio, pero la intención del PRI nunca fue iniciar una transición, sino afianzarse en el poder con una careta democrática. Lo que siguió fue una serie de reformas en los años 1986, 1989–1990, 1993, y 1994 que avanzaron a trompicones para dotar de autonomía a las autoridades electorales. Estas reformas nunca siguieron un plan maestro. Respondieron siempre a coyunturas específicas en las que el PRI y la oposición se veían en la necesidad de sentarse a negociar. Ciertamente, eran reformas prodemocráticas, pero más que nada fueron concesiones del PRI a la oposición en el marco del quehacer legislativo.

Así llegamos al año de 1996, en que finalmente se logró a cabalidad el gran objetivo de dotar de total autonomía a las autoridades electorales respecto al poder ejecutivo. De esta forma, y sin ningún tipo de fanfarrias, nacía la democracia mexicana con la autonomía otorgada al INE y al TEPJF. Es por lo anterior que digo que la democracia llegó a México por serendipia. Fue un caso raro y excepcional en que políticos sin preferencia normativa por la democracia lograron una transición democrática, no por convencimiento sino por conveniencia.

Si en verdad “todos los políticos son priistas”, y en efecto transitamos por accidente a la democracia, habrá que reconocer que ha sido un bello sueño del cual parece que ahora estamos despertando. ~

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es profesor de la Universidad de Toronto, investigador de RIWI Research y editor de Global Brief.


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