Foto: 愚木混株 cdd20 en Unsplash

El “régimen de la transición”: aclaraciones en torno a un oxímoron

La confusión en cuanto al significado de dos conceptos clave en la ciencia política lleva a perder de vista que México enfrenta una regresión democrática.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

En estos días se habla mucho del fin del “régimen de la transición”, sin reparar en el simple hecho de que este concepto es un oxímoron; es decir, una combinación de términos opuestos. Un régimen político, por definición, es un conjunto de reglas aceptadas y acatadas por todos los actores políticos. Estas reglas establecen cómo se accede al poder y cómo quienes lo ejercen deben tratar a la oposición. En cambio, en una transición, las reglas son negociadas y modificadas por los actores políticos, quienes en un momento pueden preferir unas y en otro rechazar otras. Este oxímoron, “régimen de la transición”, sería meramente anecdótico si no fuera porque ha impedido –y sigue impidiendo– entender claramente la regresión democrática que atraviesa el país.

En gran medida, este problema es conceptual: tanto académicos como legos en la materia utilizan la palabra “régimen” para referirse a un grupo de individuos en el poder. De este modo, se habla con desdén de un “régimen salinista” o un “régimen foxista”. Este es un error que proviene de la ignorancia o del uso abusivo del lenguaje político. Lo correcto sería hablar del gobierno de Salinas o el gobierno de Fox; esto, por supuesto, no tiene la misma resonancia periodística que “régimen”, término que en el imaginario colectivo lleva connotaciones negativas, al menos en comparación con el más neutro “gobierno”.

En el México moderno podemos identificar dos regímenes claramente demarcados. El primero fue el régimen autoritario del PRI durante buena parte del siglo XX. Es importante aclarar que “autoritario” no es sinónimo de “arbitrario”, aunque a menudo se califica de “autoritarios” a los políticos que violan las reglas del juego. Un régimen autoritario, en realidad, es lo contrario. Un régimen, por definición, es un conjunto de reglas para acceder al poder que han sido aceptadas tanto por el gobierno como por la oposición, aunque sea de mala gana. Un régimen autoritario, entonces, es un sistema de reglas para acceder al poder que no contempla elecciones libres. En el caso del PRI, se trataba de un régimen autoritario basado en un sistema de partido hegemónico, donde las reglas eran muy claras: para acceder al poder era necesario ser miembro del partido, y el poder no estaba en juego en las elecciones. Vale la pena citar la definición del gran politólogo florentino Giovanni Sartori sobre la naturaleza de estos sistemas de partido: “Se permite la existencia de otros partidos, pero como partidos de segunda clase, tolerados, ya que no se les permite competir con el partido hegemónico en términos antagónicos y en igualdad de condiciones. No solo no ocurre una alternancia en la práctica, sino que no puede ocurrir, ya que ni siquiera se contempla la posibilidad de una rotación en el poder. La implicación es que el partido hegemónico se mantendrá en el poder, sea o no del agrado de la gente.”

Las reglas para acceder al poder en un régimen autoritario pueden ser formales o informales. Por ejemplo, una regla informal clave en el régimen autoritario del PRI era el llamado “dedazo”: el derecho inalienable del presidente saliente de nombrar a su sucesor en el cargo. Este derecho no estaba escrito en ningún estatuto del PRI, pero todos los priistas lo reconocían y acataban sin cuestionarlo. Lo mismo ocurría con las candidaturas a las gubernaturas: quien quisiera ocupar una silla de gobernador debía estar en buenos términos con el presidente, no con la población local, lo que convertía nuestro federalismo en letra muerta.

Pero sobre todo, el régimen del PRI impedía, tanto por la vía legal como por los hechos, que la oposición le disputara el poder en elecciones libres. Así pues, repito: el autoritarismo no es sinónimo de arbitrariedad. Todo lo contrario: las reglas electorales del autoritarismo priista aseguraban que el PRI ganara siempre, al poner la organización de las elecciones en manos de la Secretaría de Gobernación y la declaratoria de validez en el Congreso, este último compuesto en su abrumadora mayoría por integrantes del PRI. Es decir, declaraban válidas sus propias elecciones, actuando como juez y parte.

Eso era, pues, un régimen político con reglas claras y aceptadas sobre cómo llegar al poder y cómo tratar a la oposición. Básicamente, se accedía al poder haciendo carrera dentro del PRI, y se enfrentaba a la oposición haciéndole el vacío. Así funcionaba ese régimen, hasta que comenzó la transición democrática.

Una transición es exactamente lo opuesto a un régimen. Se trata de un momento político en el que las reglas se están negociando y los actores no están de acuerdo sobre ellas. En buen español, podemos decir que una transición es un paréntesis entre dos regímenes, es decir, entre dos conjuntos de reglas. En México, aunque algunos lo duden de manera interesada, hubo una transición democrática: un paréntesis entre el régimen autoritario del PRI y un régimen democrático que podemos llamar de entre siglos, en el que el poder se disputa (¿se disputaba?) en elecciones libres. Otro gran politólogo, el argentino Guillermo O’Donnell, escribe que “La señal típica de que una transición ha comenzado se presenta cuando los gobernantes autoritarios, por la razón que sea, empiezan a modificar sus propias reglas en dirección a brindar garantías más seguras para los derechos de individuos y grupos”.

¿En qué momento sucedió eso en México? Fue en 1977, cuando se aprobó la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE), que otorgó garantías a los partidos de oposición y permitió la entrada de sus diputados al Congreso a través de la representación proporcional. No es que el PRI deliberadamente iniciara la transición. Al contrario: volvamos a O’Donnell, quien señala que los gobernantes autoritarios, “por la razón que sea”, pueden modificar sus propias reglas en favor de otros grupos. Ahí está el quid del asunto. ¿Cuál fue la razón del PRI para aprobar la LOPPE, que en apariencia le era desventajosa? La respuesta es que buscaba dotarse de una hoja de parra democrática para ocultar su desnudez autoritaria. ¿Por qué lo hizo? Porque los tiempos habían cambiado: la tercera ola democratizadora comenzó en abril de 1974 con la Revolución de los Claveles en Portugal y cobró fuerza con la muerte de Franco en 1975. México no es una isla, a pesar de lo que muchos creen, y el PRI tuvo que adaptarse a los tiempos que exigían un autoritarismo más moderado.

En este punto, recurro de nuevo a O’Donnell, quien señala que el inicio de una transición no garantiza en modo alguno que culmine en un régimen democrático, es decir en un nuevo conjunto de reglas para acceder al poder a través de elecciones libres. La transición democrática en México es un claro ejemplo de esto, pues nunca fue un esfuerzo deliberado ni tuvo un hilo conductor. Se trató más bien de una serie de reformas electorales que avanzaron a trompicones, pero siempre con el objetivo de dotar de autonomía a las autoridades electorales en relación con el poder ejecutivo. Estas reformas carecieron de un enfoque coherente y no se implementaron de manera ordenada. Más bien, fueron reacciones a circunstancias específicas que obligaron al PRI y a la oposición a negociar. Aunque estaban orientadas hacia la democratización, avanzaron sin un plan claro; más bien, fueron concesiones políticas dentro de la dinámica parlamentaria, un punto más en la agenda del día. Las reformas de 1986, 1989-1990, 1993 y 1994 se enmarcan en este patrón. Cada una surgió como respuesta a una crisis del sistema: la de 1986 frente a la severa crisis económica de los años ochenta; la de 1989-1990 tras la “caída del sistema” en las polémicas elecciones de 1988; la de 1993 debido a la necesidad del gobierno de Carlos Salinas de ganar legitimidad política; y la de 1994 en respuesta al levantamiento zapatista.

En 1996, se alcanzó plenamente el gran objetivo de las reformas emprendidas en los ochenta y principios de los noventa: la creación de organismos electorales autónomos del poder ejecutivo. Esta reforma electoral tuvo lugar en un contexto de crisis, marcado por el “error de diciembre” y la devaluación del peso. Así, sin grandes celebraciones, nació la democracia en México con la autonomía conferida al Instituto Federal Electoral (IFE) y al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Con esto culminó un extenso proceso iniciado en 1977 con una reforma política que, aunque buscaba consolidar la hegemonía del PRI, también impulsó accidentalmente una transición hacia la democracia.

¿Por qué digo que la transición terminó ahí? O’Donnell afirma que “la transición ha terminado cuando la ‘anormalidad’ deja de ser la característica central de la vida política, es decir, cuando los actores han acordado y obedecen un conjunto más o menos explícito de reglas que definen los canales que pueden utilizar para acceder a roles de gobierno, los medios que pueden emplear legítimamente en sus conflictos, los procedimientos que deben aplicar al tomar decisiones y los criterios que pueden usar para excluir a otros del juego. En otras palabras, la normalidad se convierte en una característica principal de la vida política cuando aquellos que participan activamente en ella esperan que los demás jueguen según las reglas –y el conjunto de estas reglas es lo que entendemos por un [régimen democrático].” En el caso de México, la anormalidad era que el PRI-gobierno fuera el encargado de organizar las elecciones.

Pero ese no es el fin de la historia. Las reglas, como estamos viendo estos días, pueden cambiarse en sentido opuesto: avanzar hacia un nuevo régimen autoritario. Para ello, en línea con las ideas de O’Donnell, algo muy significativo debe ocurrir: que los actores políticos dejen de reconocer las reglas del juego. Eso fue justamente lo que sucedió en 2006, cuando Andrés Manuel López Obrador decidió no reconocer su derrota frente a Felipe Calderón en las elecciones presidenciales de ese año. Las reglas eran claras: las elecciones las organiza el INE y las declara válidas el TEPJF. AMLO se rebeló ante estas autoridades y las mandó “al diablo”, rompiendo con ello el consenso político del régimen democrático de entre siglos. Esto lo sugiere claramente otro gran politólogo, el polaco-estadounidense Adam Przeworski, quien señala que la prueba del ácido de una democracia es que los perdedores acepten sus derrotas. En México, esto ha sucedido tres veces en veintitantos años de democracia: en 2000 con Labastida, en 2018 con Anaya, y en 2024 con Gálvez. En 2006 y 2012, el perdedor, que fue AMLO, se negó a reconocer su derrota. Vale aclarar lo siguiente, aunque resulta obvio: estas cinco elecciones se llevaron a cabo bajo las mismas reglas del régimen democrático de entre siglos que nos dimos los mexicanos.

Ahora bien, en los últimos años, bajo la presidencia de López Obrador, pasamos de las palabras a los hechos. En efecto, una cosa es que un candidato opositor actúe como un pésimo perdedor y mande al diablo a las autoridades, y otra muy distinta es que, ya desde el poder ejecutivo, este mismo individuo vuelva por sus fueros e intente recapturar a las autoridades electorales, poniéndolas bajo su órbita de influencia con nocturnidad y alevosía, y a punta de mentiras. La reforma electoral planteada justamente hace eso: pretende engañar a la gente al hacerla pensar que, si los consejeros del INE son electos por voto popular, seremos un país más democrático. Todo lo contrario. Esos consejeros serán propuestos por el poder ejecutivo (esto es, Morena), el legislativo (Morena otra vez) y el judicial (cuya independencia pende de un hilo).

Así, pues, es muy claro que estamos parados en una regresión democrática. Venimos de un régimen democrático que se consolidó en 1996, cuando las autoridades electorales obtuvieron su autonomía respecto al poder ejecutivo. Ese régimen fue, como no podía ser de otra forma, resultado de una transición democrática, que comenzó en 1977; antes de ella hubo un régimen autoritario, el del PRI, con sus reglas muy particulares, por todos conocidas y aceptadas.

Entonces, ¿por qué se habla de un “régimen de transición”, si la transición fue solo un paréntesis entre el régimen autoritario del PRI y el régimen democrático de entre siglos? Sencillo: porque la gente no sabe hablar. ~

+ posts

es profesor de la Universidad de Toronto, investigador de RIWI Research y senior editor de Global Brief.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: