Las redes sociales son profundamente desinhibidoras, exhibicionistas por naturaleza en el sentido concreto de que son plataformas para trazar la crónica de cada pensamiento que tienes y acto que realizas. Al mismo tiempo, el pánico moral que se ha apoderado del imaginario colectivo de la anglosfera hoy en día -un pánico que lo woke ejemplifica pero que no ha creado y del que no es en ningún sentido totalmente responsable- y que se expresa más concretamente en la “cultura de la cancelación”, exige una expresión irreprochable en un grado que no se veía desde la época victoriana. Todo lo que no sea impecable es ahora culpable, y las mismas redes sociales que fomentan el exhibicionismo potencian un examen forense del pasado de todos. Y a diferencia de lo que ocurre con el código penal, no hay prescripción de lo que es y no es “cancelable”, y hay una norma moral cada vez más estricta para determinar lo que es inaceptable. El resultado es que las redes sociales son, en realidad, un simulacro de libertad de expresión, en el sentido de que la forma anima a ser salvaje y luego sanciona el desenfreno.
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