Donald Trump y Andrés Manuel López Obrador no podrían ser más diferentes. Trump es un narcisista megalomaníaco incapaz de sentir simpatía por nadie más que sí mismo. López Obrador tiene una preocupación genuina por los pobres y los excluidos, lo cual no quiere decir que tenga las mejores ideas para ayudarlos. Trump no conoce otro valor que el dinero y el lujo barato del advenedizo. El estilo de vida de López Obrador es genuinamente modesto y frugal. En lo que sí son muy parecidos Trump y López Obrador es en la forma en que construyen una identidad política en torno a ellos. El populismo, pues.
Me he acercado al populismo principalmente a través de la teoría de Ernesto Laclau. Lo entiendo como una forma de construir identidades de grupo que luego se movilizan en la arena política. Leyendo cuidadosamente a Laclau, uno se percata de que en su teoría no hay regímenes populistas “puros” y de que no en todo momento la acción política se limita a la polarización extrema, que es el momento cumbre del proceso político. Hay elementos de la teoría populista de Laclau que son claramente discernibles en otros tipos de movilizaciones políticas que no son propiamente “populistas”, como la suma y priorización de demandas en las coaliciones sociales y la minimización de las diferencias entre adversarios distintos con el fin de reforzar la identidad propia.
Sin embargo, la elección de Trump hace poco más de un año, y las terribles consecuencias para los individuos y grupos sociales estigmatizados por su discurso de exclusión, me hicieron replantearme seriamente la validez ética de acercarse a los terrenos de la polarización como una estrategia de izquierda para acceder al poder. La extrema derecha siempre ha sido mucho más eficaz que sus imitadores de izquierda para crear plataformas y regímenes políticos en los que la exclusión no solo es política, sino existencial. Cuando la ultraderecha se refiere al “pueblo”, no lo entiende como la masa de los oprimidos, sino como el conjunto de los miembros de la nación, como el volk de los nazis. Por supuesto, la derecha radical sabe explotar el resentimiento de clase, al que envuelve en el tóxico manto del etnonacionalismo.
El “pueblo” de los movimientos de izquierda es, en teoría, ajeno y refractario a la exclusión por motivos de raza, etnia o religión. Se basa principalmente en una apelación a la solidaridad de clase. En la práctica, sin embargo, la izquierda no es inmune a cierto contagio, que se manifiesta como un persistente antisemitismo en sus márgenes e incursiones en los terrenos fangosos de la nacionalidad étnica.
Los límites entre el populismo de derecha y el populismo de izquierda son siempre borrosos e inestables. Los izquierdistas herederos de la Ilustración y la política de la solidaridad deben estar siempre en guardia contra el enquistamiento del etnonacionalismo en las apelaciones al “pueblo”. En eso radica buena parte de la crítica al movimiento de López Obrador y la elección de sus símbolos políticos, desde el partido Morena hasta su reciente expresión de amor por la Virgen de Guadalupe.
Populistas en el sentido laclauiano, Trump y López Obrador monopolizan en sus movimientos la facultad de establecer la frontera entre Nosotros y Ellos: el momento crucial de su identidad política. Sabemos que ningún criterio socioeconómico ni ideológico sustenta la división en estos dos polos antagónicos. Es solo una construcción discursiva. Por eso mismo, la frontera entre Nosotros y Ellos, y el constante flujo entre uno y otro (los “traidores” expulsados del Nosotros, los purificados arrebatados al Ellos) son inherentemente inestables.
Cuando Trump presumió de que podría dispararle a la gente en la Quinta Avenida de Nueva York y no perdería ningún simpatizante, en realidad estaba vanagloriándose de la solidez de la identidad de grupo que había formado en torno a sí mismo. Este es un bloque que se reconoce por sus gorras rojas con las siglas “MAGA”, su odio a todos los diferentes y su adoración del Líder. Durante los trece meses de su gestión, Trump no ha hecho más que apelar a ese polo que lo sigue, y antagonizar a todos los demás. Cada acto que aparece como una abominación para la mayoría de los estadounidenses es una carta de amor del Líder a su secta. Los seguidores de Trump han perfeccionado la gimnasia mental que se requiere para racionalizar los pasos en falso, desviaciones y vueltas en redondo del presidente. Su apoyo no declina.
Comparado con Trump, López Obrador parece un populista menos eficiente, quizá por convicción o quizá por falta de talento. A primera vista, la alianza con el PES, los dedazos en favor de Cuauhtémoc Blanco, Napoleón Gómez Urrutia, Germán Martínez y otras acciones similares, parecen torpezas tácticas de un candidato puntero en las encuestas; actos fallidos que conllevan el riesgo de ocasionar desprendimientos en las orillas del movimiento y rechazo por parte de muchos persuasibles.
Pero es probable que sean algo peor: el intento por imponer un trago amarguísimo de manera temprana. No parece descabellado pensar que López Obrador está experimentado con una variante de los disparos en la Quinta Avenida. ¿Hasta dónde están dispuestos a llegar sus seguidores en la negación de los principios que supuestamente dieron origen a Morena? ¿Quién puede ser el personaje más nefasto y vilipendiando por la base morenista que ahora puede pasar el filtro de la purificación y recibir la bienvenida en el Reino? Una vez pasado este trago amargo y encontrándose codo a codo con charros sindicales, energúmenos religiosos y figuras de la farándula, ya no habrá nada que los lopezobradoristas no estén dispuestos a aceptar –y aun aplaudir– de su líder.
Será difícil interactuar con ese movimiento en el poder. Quienes no simpatizamos con esta expresión política, tenemos que centrarnos en socavar la estabilidad de su premisa y recordarles en todo momento que Morena se está volviendo indistinguible de la “mafia del poder” y que, en todos los casos, nosotros seguimos considerando un crimen los disparos en la Quinta Avenida.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.