No hay mejor momento que este para leer La crisis de los veinte años (Catarata), de E. H. Carr. Podría haberse escrito el mes pasado. Las similitudes de la situación que describe Carr (la primera edición del libro se publicó en 1939) y la actual son sorprendentes. No solo en los acontecimientos más recientes, incluido el desprecio del derecho internacional por parte de los signatarios del Estatuto de Roma, lo que no habría sorprendido a Carr puesto que creía que tal derecho no puede existir, o solo puede existir cuando se apoya en la fuerza, sino sobre todo y de forma más ominosa en las características estructurales del sistema internacional de entonces y de hoy: las que han conducido a la Segunda Guerra Mundial y las que parecen conducirnos a una nueva guerra.
Ambos sistemas estaban mal estructurados en sus inicios (Versalles y el final de la Guerra Fría). Ambos contenían las semillas de la destrucción. El sistema de Versalles comenzó como una empresa utópica y aparentemente basada en principios. Carr y muchos otros (como Keynes en Las consecuencias económicas de la paz) atribuyen con razón la mayor responsabilidad a Woodrow Wilson. Cuando decimos “responsabilidad” parece extraño culpar a alguien de las formas utópicas o aparentemente idealistas en que debería organizarse el sistema internacional. Pero en el primer paso la aplicación al mundo de los principios traídos de Princeton y Washington D.C. tropezó. Puso de manifiesto la hipocresía con más fuerza que si los principios hubieran sido menos idealistas. El derecho de autodeterminación se repartió de forma incoherente entre algunas naciones y se negó a otras. Como escribe Harold Nicolson en su hermoso The Peace-Making 1919:
El más ardiente defensor británico del principio de autodeterminación se encontraba, tarde o temprano, en una posición falsa. Por muy ferviente que fuera nuestra indignación ante las pretensiones italianas sobre Dalmacia y el Dodecaneso, podía enfriarse con una referencia, no solo a Chipre, sino a Irlanda, Egipto y la India. Habíamos aceptado para los demás un sistema que, si llegaba a la práctica, nos negaríamos a aplicarnos a nosotros mismos (p. 193).
Se concedieron colonias, protectorados, fideicomisos (con un periodo de duración indefinida) a las naciones menores. La igualdad racial fue rechazada incluso como un principio formal bastante benigno, a pesar de la retórica grandilocuente sobre la igualdad de los hombres. Ese rechazo, malo en sí mismo, fue acompañado de la transferencia más cínica de las posesiones controladas por Alemania en China a Japón, lo que condujo al movimiento del 4 de mayo y al inicio del nacionalismo chino moderno.
Según Carr, la paz cartaginesa de Versalles creó dos tipos de naciones. Las satisfechas naciones anglosajonas y, hasta cierto punto, Francia (aunque esta, al no sentirse lo bastante fuerte, siempre tuvo dudas sobre su estatus) y el trío de grandes Estados insatisfechos de Alemania, Italia y Japón. Estos dos últimos eran aliados occidentales descontentos con el reparto del botín en Versalles. Alemania intentó en los años veinte cambiar o invalidar algunos de los pactos del Tratado eximiéndose de la obligación de pagar las desorbitantes sumas en concepto de reparaciones (que, de hecho, nunca pagó en su totalidad) e inició subrepticiamente una cooperación militar con la Rusia soviética, intentando evitar los límites al tipo y tamaño de su ejército. Pero, en general, apenas obtuvo beneficios y el descontento creció. Cuando Alemania empezó a revocar, con entusiasmo, la letra y el espíritu de Versalles, lo hizo mediante la fuerza militar y la intimidación. “Nuestros enemigos son pequeños gusanos”, opinaba Hitler. La paradoja, como señala Carr, es que cuanto más lograba Alemania anular las normas que se le habían impuesto, y cuanto más pensaban que esto la satisfaría aquellos que, como Carr, no estaban de acuerdo con la falta de equidad del Tratado en primer lugar, más se enfadaba Alemania. Así, el enfado alemán (por entonces nazi) aumentó en proporción a su éxito en derribar Versalles. Lo que podría haberse concedido pacíficamente y se habría recibido con gratitud ahora se daba bajo la amenaza de las armas y se recibía con desprecio.
Al contar esta conocida historia, aunque nunca asigna de manera directa la culpa del colapso del sistema, Carr divide implícitamente la responsabilidad entre las dos partes. Culpa a las naciones satisfechas por no estar dispuestas a compartir parte de las ganancias obtenidas por haber ganado la guerra. Compara a menudo las relaciones internacionales con las domésticas. Para que las relaciones domésticas sean estables, los ricos deben ceder algo más que en proporción a lo que tienen. En otras palabras, para que un sistema político sea estable –ya sea a nivel nacional o internacional– los fuertes tienen que estar dispuestos a hacer sacrificios, a aceptar “algún toma y daca”, en palabras de Carr. Para crear un sistema internacional sostenible, las potencias satisfechas tienen que compartir el botín con otras potencias o imponer una paz relativamente equitativa (“equilibrio de poder”) para que los demás participen en el sistema. Si no lo hacen, las potencias insatisfechas no tendrán ningún interés. Esto es exactamente, escribe Carr, lo que ocurrió entre 1919 y 1939.
Todo orden internacional debe apoyarse en una hegemonía de poder. Pero esta hegemonía, como la supremacía de una clase dominante dentro del Estado, es en sí misma un desafío para quienes no la comparten; y debe, si quiere sobrevivir, contener un elemento de toma y daca, de sacrificio propio por parte de quienes lo tienen, que lo haga tolerable para los demás miembros de la comunidad mundial.
Carr explica incluso la pacificación del poder satisfecho por analogía con la política interior. Los ricos promueven la paz doméstica porque el mantenimiento del orden actual es beneficioso para ellos. “Del mismo modo que la clase dominante en una comunidad reza por la paz doméstica, que garantiza su propia seguridad y predominio, y denuncia la guerra de clases, que podría amenazarle, la paz internacional se convierte en un interés especial de las Potencias predominantes”.
Los llamamientos a la paz no se explican por la diferente moralidad de las potencias o clases, sino por la diferencia de sus posiciones. Pedir la paz no es per se algo que pueda considerarse moralmente superior. ¿Deberían haber seguido los revolucionarios americanos de 1776 los llamamientos a la paz?, se pregunta Carr. La moralización, que a veces observamos en las potencias que quieren mantener la paz, carece de superioridad ética. Simplemente se basa en el interés de dichas potencias por mantener el statu quo.
Como deja claro esta breve descripción, las similitudes con la situación actual son muchas. Mientras que la conclusión de la Guerra Fría no tuvo un final oficial similar al de Versalles, sus contornos principales reprodujeron los de Versalles. Las potencias satisfechas, las vencedoras de la Guerra Fría, fueron Estados Unidos, Reino Unido, Francia y, sobre todo, Alemania, que recuperó la unidad. Por otra parte, el “Nuevo Orden Mundial” produjo una gran potencia (Rusia) que desde el principio se mostró insatisfecha con el resultado, especialmente porque Rusia, como Alemania en 1918, no se sintió en absoluto derrotada. Desde el principio, cuando bajo Yeltsin el país estaba medio destruido y se comportaba internacionalmente más o menos como un vasallo de Estados Unidos, a Rusia le molestaba un aspecto de la política de los vencedores: la extensión de su alianza militar a las fronteras rusas. Como en el colapso del sistema de Versalles, aquí vemos la misma dinámica. Rusia se opuso a la ampliación en todo momento, incluso cuando se reconcilió a regañadientes con la adhesión a la OTAN de sus antiguos satélites de Europa Oriental y la inclusión de las repúblicas bálticas, pero no pudo, o no quiso, aceptar más.
Las quejas, como en el caso alemán, duraron mucho tiempo. Empezaron con Yeltsin, continuaron durante el primer y el segundo gobierno de Putin y no produjeron nada. El ya famoso discurso de Putin en Múnich en 2007 no generó ningún resultado. El mensaje era muy similar al que absorbió Alemania en la década de 1930: las características estructurales del sistema no pueden cambiarse pacíficamente y no pueden modificarse mediante ruegos o quejas del poder descontento. La potencia insatisfecha adoptó más o menos el mismo curso de acción que Alemania en los años treinta: las desigualdades, en su opinión, no podían corregirse mediante conversaciones, discusiones y negociaciones, sino solo mediante el puro ejercicio del poder militar. La guerra con Ucrania fue una forma de anular algunos de los pactos implícitos del final de la Guerra Fría, del mismo modo que para Alemania el Anschluss y la ocupación y la división de Checoslovaquia fueron las formas en que Alemania se encargó de aplicar los principios de autodeterminación proclamados por Wilson pero negados a Alemania.
A pesar de estas similitudes, cabría esperar que el resultado no fuera el mismo. No obstante, es interesante reflexionar sobre el hecho de que el libro fue escrito en 1938 y publicado en septiembre de 1939. Esperemos que no nos encontremos ahora en el mismo punto histórico que Carr entonces.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en el Substack del autor.
Branko Milanovic es economista. Su libro más reciente en español es "Miradas sobre la desigualdad. De la Revolución francesa al final de la guerra fría" (Taurus, 2024).