Democracia en América Latina: ¿madurez o crisis de los cuarenta?

A cuarenta años de que comenzó la ola de transformaciones hacia regímenes más abiertos en América Latina, el balance de la democracia en la región arroja claroscuros.
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Si tomamos la transición argentina como punto de referencia (1982-1983), sin olvidar que hay excepciones importantes que se desvían de los patrones regionales (Cuba, Venezuela, Nicaragua), se han cumplido cuarenta años desde que comenzó la ola de transformaciones políticas hacia regímenes relativamente más abiertos y democráticos. ¿Significa esto que la democracia en América Latina ha alcanzado cierta madurez, que hay retrocesos o que está en plena crisis de los cuarenta?

Quizás un poco de todo. El balance es relativamente positivo desde el punto de vista de los procedimientos electorales, esas condiciones que antes se consideraban básicas (las reglas del juego) y que ahora, cuatro décadas después, damos por sentadas. Sin embargo, estamos lejísimos de construir democracias sustantivas, que entreguen resultados palpables. Esto último es preocupante a la luz de los desafíos planteados por las nuevas generaciones de votantes.     

Por ejemplo, la elección de Lula da Silva en las pasadas elecciones de octubre es un triunfo para la democracia, no solo en Brasil sino en la región en general. Lo es, principalmente, porque Brasil ha refrendado el compromiso de alternancia civil, sin intervenciones militares, muy a pesar de los antecedentes de Bolsonaro y de una buena parte de sus ministros. Después de los escándalos de corrupción que derivaron en una crisis política de proporciones mayúsculas en 2016, con el eventual triunfo de la derecha conservadora en el 2018, el PT ha regresado. Eso se llama alternancia y es un símbolo inequívoco de una democracia electoral que sigue viva.

Perú atraviesa una crisis política tras el intento de Pedro Castillo de anular los poderes y llevar a cabo un autogolpe a finales del 2022. Habrá que ver el desenlace de esta saga, pero el caso peruano se ve como una excepción y no como un patrón que se vaya a extender en toda la región. Otro ejemplo: tan solo unos años antes, el presidente boliviano Evo Morales no pudo extender su mandato. A pesar de su popularidad durante un buen tramo de su gestión (2006-2019) y de una administración muy decente, gracias a los altos precios de materias primas durante la primera década y media del presente siglo, Morales se vio forzado a renunciar a su cargo cuando integrantes de la oposición documentaron acusaciones de fraude electoral. En enero de 2020, Luis Arce fue elegido presidente de Bolivia y un supuesto intento de golpe de Estado no prosperó. Se jugaron las reglas del juego electoral; al borde del abismo, pero se jugaron.

Nadie dijo que iba a ser fácil, que no habría retrocesos en el camino, zigzags, mucho menos cuando hablamos de una cartografía tan compleja como Latinoamérica. Está Venezuela, un planeta aislado que ha perdido toda noción de institucionalidad democrática. En algún momento, la legitimidad del régimen de Chávez-Maduro se sostenía en las políticas de redistribución hacia los pobres. Hoy no queda ni eso. Nicaragua se desliza rápidamente hacia un escenario similar, una cleptocracia que navega sin rumbo. Pero el triunfo de Gustavo Petro en Colombia y de Gabriel Boric en Chile son muy significativos, sobre todo en términos procedimentales.

Durante muchos años los indicadores de satisfacción con los partidos políticos se han mantenido a la baja (el último indicador de Latinobarómetro es de 13%, la mitad del registrado en 1995). Esto es peligroso. La insatisfacción con los partidos políticos puede traducirse en insatisfacción con las instituciones en general, y esto a su vez puede llevar a una disminución generalizada del apoyo hacia la democracia (el último indicador publicado por Latinobarómetro es el segundo más bajo desde 1995). Por lo tanto, el simple hecho de que surgieran nuevas alternativas más allá de los partidos tradicionales, y que estas fuesen capaces de organizarse, de agrupar intereses y de alcanzar cierta representatividad electoral (al menos por ahora), constituye una válvula de escape muy importante para la supervivencia de ambos sistemas político-democráticos. Puede haber tensiones y ansiedades, pero se sigue jugando con reglas relativamente claras.

Si las administraciones de Boric y de Petro logran ser funcionales para construir democracias sustantivas (a Lula ya lo conocemos), esto se verá en los años venideros, cuando se decanten las propuestas concretas y cuando, inevitablemente, se den las negociaciones con otras fuerzas políticas y con diversos sectores de la población. Todavía es muy temprano para evaluarlos.

Ahora bien, la región latinoamericana, junto con los países de África subsahariana, registra las mayores desigualdades socioeconómicas; los indicadores de muertes violentas son alarmantes (la mitad de los veinte países con mayor número de muertes violentas por cada 100 mil habitantes están en Latinoamérica; si contamos a los países del Caribe, son dieciséis de veinte); hay más de 200 millones de personas en situación de pobreza; la persecución de activistas ambientales y el amedrentamiento de periodistas son amenazadores; la infiltración del narcotráfico es un fenómeno prácticamente ubicuo. Esto sin mencionar los índices de violencia contra las mujeres, los feminicidios y las desapariciones forzadas en México.

En su conjunto, todos estos indicadores nos plantean democracias imperfectas que han funcionado con las reglas del juego, pero que, unas más que otras, se han quedado cortas en la entrega de resultados. Esto representa un peligro para la viabilidad democrática en América Latina, pero además, a cuarenta años de inaugurada la ola de transiciones políticas, hay otro factor de preocupación: los retos generacionales y la necesidad de nuevos liderazgos. En países como Brasil, Chile y Colombia, al menos un tercio de la población votante nació durante los años noventa –los llamados millennials– o a inicios de este siglo –los centennials. Esto significa que muchos de ellos no tienen memoria directa de las atrocidades cometidas por las dictaduras en el Cono Sur o de la etapa más sangrienta del conflicto armado en Colombia, por mencionar algunos ejemplos.

Aquellos que nacimos durante los setenta y los ochenta experimentamos la década perdida y nos resignamos; nos alimentamos de las precarias mieles que nos ofrecieron embarradas en el pan duro de las transiciones políticas, con el establecimiento de las reglas del juego y con la representación por medio de los partidos políticos tradicionales. Pero las generaciones que vienen atrás no se resignarán fácilmente, no se sienten representadas, viven con otras premisas, otras aspiraciones. De hecho, no estamos seguros si entienden la importancia de la institucionalidad democrática, pues Latinobarómetro sugiere que la población de 16 a 40 años es la que muestra relativamente menor apoyo a la democracia. Esto significa que, en un escenario benigno, los jóvenes se inclinan hacia candidatos como Boric en Chile, Bukele en El Salvador o Petro en Colombia (este último, no por su juventud, pero sí por su sello de político “no tradicional”), pero no estamos seguros de qué pasaría en otras circunstancias.

En este contexto, la creatividad política es bienvenida, siempre y cuando la búsqueda de soluciones a problemas urgentes no derive en aventuras sin fundamento o en propuestas antisistémicas que minen las bases mismas de la institucionalidad democrática. Si algo aprendimos en 2022 (y seguramente confirmaremos durante 2023) es que, a sus cuarenta de edad, las democracias en América Latina han logrado mantener un (precario) balance positivo en términos procedimentales, pero falta mucho por hacer en términos sustantivos. Considerando los retos que plantea una demografía electoral en constante transformación y las dimensiones de la desigualdad y la violencia,   la democracia en América Latina podría decaer antes de alcanzar su plenitud. ~

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es escritor, creador escénico y profesor investigador. Coordinó, en conjunto con Alejandro Monsiváis, el libro Democracias en vilo. La incertidumbre política en América Latina (Instituto Mora, 2020).


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