Felix Valloton

Casa Rorty III. Muerte y transfiguración del intelectual

Frente a los discursos que insisten en dar por amortizado al intelectual, sin embargo, hay que atender a la realidad que tenemos delante. Sigue habiendo figuras prominentes que publican en lugares prominentes, sin que esa prominencia deba asociarse necesariamente a la calidad o interés de lo que hacen.
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No deja de ser llamativo que una de las controversias públicas de las últimas semanas haya tenido como protagonista a un nonagenario filósofo alemán –Jürgen Habermas– que lleva seis décadas en la palestra europea. Nuestro hombre causó cierto revuelo al defender, desde las páginas del diario bávaro Süddeutsche Zeitung, la conveniencia de celebrar negociaciones de paz entre Ucrania y Rusia. Y aunque eso aquí sea lo de menos, es significativo que el argumento de Habermas entronque con una manera de ver el mundo que parece asociada al siglo XX y la política de bloques en la que se socializó el anciano pensador alemán: contexto es destino. Salvando las distancias, aun más sorprendente es el protagonismo adquirido por Ramón Tamames en España: a punto de cumplir los 90 años, el economista ha defendido en el parlamento la moción de censura presentada por un partido de ultraderecha –Vox– contra el gobierno de Pedro Sánchez, reverdeciendo así los laureles ganados durante aquella Transición a la democracia en la que batalló como militante comunista. Nos reencontramos así estos meses con la figura del intelectual que abandona la torre de marfil para participar en la contienda pública defendiendo sus puntos de vista: una larga estirpe que la que forman parte Voltaire, Kant, Mill, Marx, Tocqueville o Dewey, sin olvidarnos de los franceses –Sartre, Camus, Aron– ni de continuadores tan destacados como Pier Paolo Pasolini, Christopher Hitchens, Sánchez Ferlosio e tutti quanti.

Que sean perfiles tan distintos entre sí ya sugiere la dificultad que comporta determinar con claridad qué es exactamente un intelectual y qué función cumple en la sociedad democrática de masas. Es un tema al que acaba de dedicar una excelente monografía el académico y ensayista español David Jiménez Torres, quien en La palabra ambigua (Taurus, 2022) se pregunta por la trayectoria semántica de un término –“intelectual”– que no por casualidad sirve como sustantivo y como adjetivo. Jiménez Torres ilumina este problema a la luz de los discursos sobre el intelectual que han circulado en España entre 1889 y 2019; el suyo es un trabajo de genealogía conceptual que remite al magisterio de Reinhardt Koselleck. Ese recorrido histórico deja claro que llevamos más de un siglo diciendo las mismas cosas sobre los intelectuales, aun cuando –luego lo veremos– la digitalización de la esfera pública aconseja decir también algunas nuevas.

Jiménez Torres subraya la dificultad que comporta definir al intelectual de manera rigurosa, haciéndose eco de la distinción que establece Stefan Collini entre los distintos sentidos de la palabra: sociológico (quienes se ganan la vida con actividades intelectuales), subjetivo (interés desinteresado por las cosas del intelecto) y cultural (sujetos con autoridad que emiten juicios públicos). Si convenimos que la función del intelectual ya venían desempeñándola los philosophes y demás pensadores o literatos que encuentran en las nuevas sociedades comerciales e ilustradas el espacio natural para su desenvolvimiento público, habiendo intervenido algunos de ellos ya en distintas controversias en el marco del despotismo prerrevolucionario, lo cierto es que el concepto de intelectual es bastante tardío: no se generaliza hasta el último tercio del siglo XIX. Tal vez no haya ningún misterio en ello: el intelectual público es un resultado de la paulatina consolidación de las esferas públicas liberales, así como de la gradual apertura de las mismas a una clase media alfabetizada que encontraba en el derecho de sufragio un estímulo adicional para interesarse por los asuntos colectivos. Aquel intelectual temprano podía incluso convertirse en un héroe de la verdad, como testimonia el caso paradigmático de un Émile Zola que, tras batirse con los antydreifusards, fue canonizado por el naciente arte cinematográfico: Georges Mélies ya dedica un cortometraje al affaire en 1899 –el célebre Yo acuso aparece un año antes– y la Warner Brothers convierte al escritor en protagonista de uno de sus biopics de los años 30 con Paul Muni haciendo de Zola.

Ahora bien: el desempeño de los intelectuales liberales, pronto comandados en España por el inevitable Ortega y asociados de manera casi automática al sexo masculino pese a excepciones tan notables como María Zambrano, vino acompañado desde el principio por una reacción antiintelectual de la que Jiménez Torres da cuenta con lujo de detalles. Y si unos hablaban de “pseudo-intelectuales” para dar a entender que el problema radicaba en el carácter fraudulento de quienes se disfrazaban de auténticos intelectuales con objeto de impulsar un programa ideológico desaconsejable, el mismísimo Primo de Rivera dejó claro allá por 1925 que “antes que intelectual hay que ser español”. ¡Olé! Algo parecido dirá el primer franquismo, que atribuyó a los intelectuales buena parte de la culpa en la desintegración de la república y el estallido de la guerra civil. Esta moneda no tardaría en encontrar su reverso: pese a que los intelectuales republicanos hablaban desacomplejadamente de España, una parte de la izquierda española no concibe todavía hoy que un intelectual pueda reclamarse español.

Difícilmente podría sorprendernos que, como señala Jiménez Torres, los intelectuales asumieran un papel destacado durante la transición a la democracia y en el curso de la hegemonía socialista de los años 80. Ser intelectual en aquellos años significaba por lo general alinearse con el gobierno, salvo que se formase parte de aquellos “comprometidos” que desdeñaban la modernización social en el marco de la democracia liberal y apostaban por alguna clase de revolución de corte marxista; sin olvidarnos de que también los nacionalismos vasco y catalán hicieron desde primera hora lo necesario para contar con su propia clase intelectual. Por aquel entonces llegaron ecos del debate sobre la presunta muerte del intelectual, que para muchos quedó confirmada con el fracaso del comunismo soviético y la constatación de que se desvanecía la alternativa ideológica al capitalismo liberal. Tal como señala Jiménez Torres, una variación española de este tema fúnebre ha sido el lamento por el fracaso o la complicidad de los intelectuales: tanto la crisis financiera como el procés han sido leídos en esa clave por algunos analistas, entre ellos un Ignacio Sánchez-Cuenca que denuncia sin pudor la “desfachatez” de unos intelectuales de viejo cuño a los que acusa de opinar sobre cualquier asunto de actualidad sin poseer los conocimientos sólidos del científico social. Por desgracia, el crédito que hubiera podido acumular esta tesis durante los años en los que parecía existir en nuestro país una genuina preocupación por la llamada “regeneración democrática” se ha agotado con la moción de censura que llevó al poder a Pedro Sánchez: el abandono de los propósitos reformistas no ha despertado la indignación de los especialistas, que con ello han demostrado ser menos “científicos” de lo que se nos había dicho.

Tipos de intelectuales

A decir verdad, el problema que supone definir al intelectual puede resolverse fácilmente si decimos que será intelectual quien se inquiete por saber lo que sea o deje de ser un intelectual. ¡Arreglado! No en vano, el asunto despierta poca inquietud fuera del círculo de los que forman esa difusa “clase” o estrato. Sin embargo, no conviene frivolizar: los intelectuales son tenidos en cuenta por quienes toman decisiones relevantes dentro de una comunidad política y escuchados –unos más que otros– por los ciudadanos que tienen mayor interés por los asuntos públicos. Merece así la pena ensayar una caracterización del intelectual que funcione tanto en el plano sociológico (lo que son a ojos vista) como en el prescriptivo (lo que deberían ser con arreglo a su tipo ideal). Esto puede hacerse de muchas maneras; probemos aquí a emparejar el sustantivo «intelectual» con distintos adjetivos y veamos qué nos dice de ellos cada una de esas combinaciones.

Hablar del intelectual público sugiere un pleonasmo: ¿acaso hay otra manera de serlo? Si un pensador reflexionase en estricto silencio, rellenando cuadernos en casa sin darlos jamás a la imprenta, mal podríamos llamarlo “intelectual”. De la misma manera, el intelectual habrá de ocuparse de los asuntos políticamente relevantes de su tiempo; si no habla de aquello sobre lo que hablan los demás, será como si no hablase. Otra cosa es que el intelectual se adelante a su tiempo, politizando aspectos de la realidad –pensemos en las relaciones entre humanos y animales– que hasta ese momento se juzgaban carentes de relevancia pública. Por otro lado, que el intelectual sea público no impide que pueda utilizar imaginativamente su experiencia privada a la hora de defender sus puntos de vista: como si lanzase una flecha por encima de la barrera imaginaria que separa la vida personal de la colectiva. Asunto distinto es que se limite a contarnos su vida o pruebe a extraer de la misma conclusiones universalizables sin el pudor recomendable.

En fin, ya hemos dicho que un intelectual reservado es una contradicción: quien se calla no dice nada, por mucho que en el sosiego de su domicilio sea capaz de producir pensamiento e incluso de darle forma escrita. El intelectual quiere ejercer influencia sobre el público generalista y sobre las élites que toman decisiones. De ahí que expresarse abiertamente en los medios de comunicación no sea lo único que haga; acudirá también a foros de la sociedad civil y aceptará invitaciones privadas. Pero lo que aquí interesa es el rol público del intelectual, que como tal presupone una actividad oral y/o escrita por medio de los canales disponibles en cada momento. Sin la visibilidad que da esa presencia pública, el intelectual difícilmente podría aspirar a comportarse –lo dijo Hugo de Flaubert– como “inteligencia conductora” de su sociedad.

¿Tiene sentido hablar del intelectual experto, o ese hipotético centauro jamás sabría dar un paso sin caerse? No está claro: tan raro es el intelectual que carece de algún tipo de especialización, como el que se limita a hablar exclusivamente de aquello que conoce al dedillo. La mayoría de los expertos no son intelectuales públicos y la mayoría solo interviene en el debate público cuando el tema del que saben se pone de actualidad. Pero si aplicáramos a rajatabla el principio según el cual solo pueden hablar públicamente los especialistas, no habría ya intelectuales: solo “expertos”. Para bien o para mal, el intelectual produce algo diferente: más que presentar diagnósticos de orden “científico”, ofrece juicios fundamentados que tienen una base de conocimiento y, sin embargo, rehúyen el estilo comunicativo de los trabajos académicos con objeto de resultar accesibles al público. Frente a la neutralidad que se predica del experto, el intelectual no rehúye la prescripción moral: aunque podría limitarse a analizar hechos o argumentos, dando así herramientas de comprensión a los ciudadanos interesados en formarse un juicio propio conforme al ideal weberiano del científico, por lo general valora hechos o argumentos. ¡Y eso es lo que le permite tener “seguidores” en el sentido pleno de la palabra! Hay un riesgo: que el intelectual solo tenga palabras para los grandes fines morales y se cargue de razón sin atender a razones, transformándose en un literato aficionado a los sermones. Aunque es innegable que se trata de una fórmula de éxito.

Desembocamos así en la noción del intelectual comprometido que tanto éxito cosechó a lo largo del siglo XX: aquel que dedicaba sus esfuerzos en el espacio público a defender una sociedad sin clases de acuerdo con los parámetros del marxismo. Se trata de una constatación histórica: a los intelectuales liberales no se los suele tener por “comprometidos” por mucho que puedan llegar a comprometerse –Raymond Aron– y de los conservadores llega a dudarse incluso que tengan algo que decir. Pero el intelectual comprometido, tal como se lo ha entendido en nuestra tradición, es un oxímoron: la adhesión incondicional a un credo ideológico obstaculiza la búsqueda desprejuiciada de la verdad, única tarea con la que debería comprometerse el intelectual digno de tal nombre. Y dado que el intelectual comprometido vive de la atención que le prestan a su vez los ciudadanos comprometidos, su disposición a cambiar de punto de vista o reevaluar sus creencias será incluso menor de lo habitual; su primer compromiso será con el público que le sigue.

Me parece que esto último es determinante para entender al intelectual en la tercera década del siglo XXI. Aunque Jiménez Torres está en lo cierto cuando señala que es casi imposible definirlo y caracterizarlo con rigor, tan distintas son sus manifestaciones y tan variados los discursos que se articulan en torno a esta figura, recordemos que el intelectual es –reducido a sus componentes esenciales– un pensador que habla para el público. O sea: un tipo de operador social que aparece al mismo tiempo que la esfera pública en los albores de la Ilustración europea y adquiere en ella un valor especial por la lucidez que se le supone a la hora de evaluar asuntos públicos y redirigir a las comunidades humanas hacia el progreso. En el acta de nacimiento del intelectual se indica que la sociedad de la que forma parte tiene el propósito de autogobernarse racionalmente y él mismo se convierte en representante secular de una razón trascendente: de Hegel a Marx y de ahí al primer Fukuyama. Una vez convertida la historia en el espacio donde los seres humanos llevan a la práctica los dictados de la razón durante el largo viaje a la utopía, se requieren intérpretes cualificados de la racionalidad de lo real: para educar a las masas y aconsejar al gobernante. Pensemos en Sartre, cogiendo un megáfono para dejar sentado cuál era el curso correcto de los acontecimientos en el París del 68, o en ese Mao que elimina a los intermediarios y escribe él mismo el libro rojo que se encargaría de llevar –más o menos– a la práctica.

El intelectual del futuro

Era inevitable que el siglo XX debilitase la fe en el progreso lineal e inevitable de las sociedades humanas, pese al malentendido que provocó Fukuyama con su tesis sobre el final democrático de la historia. Aunque cabría sospechar que los primeros en desanimarse no fueron los ilustrados de corte escéptico, quienes que nunca perdieron de vista la necesidad de dar tiempo al tiempo, sino aquellos que depositaron su fe en las escatologías seculares de corte marxista: probado que la revolución era imposible o no llevaba –Cuba– a ninguna parte, ¿cómo seguir creyendo en un progreso dirigido por la razón? Los intelectuales no pueden llevar ya la vida emocionante de sus predecesores: Jünger, Koestler, Malraux, Lanzmann. Se trata de hombres de acción que tan pronto invadían Francia como entrevistaban a Mao, sobrevolaban Europa en zepelín o desenmascaraban a viejos nazis; lo más parecido que nos queda hoy son los viajes al frente del incansable Bernard-Henri Lévy, a quien aun cabría reprocharle la cantidad de CO2 que se emite durante sus desplazamientos.

Si la razón no es ya una fuerza trascendente, el intelectual verá forzosamente rebajada su estatura: ya no es un coloso que hace historia, sino un simple productor de interpretaciones acerca del sentido del mundo.  Vaya por delante que esta es una función de indudable utilidad cuyo inconveniente radica en que suele aburrir al público. Así lo señaló en plena segunda posguerra Joseph Schumpeter, quien dice en el prefacio a la segunda edición de Capitalismo, socialismo, democracia que su propósito ha sido hacer pensar al lector y explica que a tal fin “era esencial no desviar su atención discutiendo acerca de lo que ‘hubiera de hacerse al respecto’, cosa que habría monopolizado su interés”. Pero Schumpeter está señalando indirectamente razones por las cuales el intelectual no puede morir: ni los miembros de la sociedad de masas han perdido el gusto por las prescripciones normativas, ni las ideologías han dejado de enviar mensajes acerca del cambio social radical que llevarían a cabo si tuvieran ocasión. O sea: lo que más nos gusta es hablar de lo que hubiera de hacerse al respecto y en ese terreno compiten ferozmente políticos e intelectuales. Por eso los hay –intelectuales– que se dedican con mayor o menor fortuna a proponer formas de vida alternativas (las pastorales de Byung Chul-Han), mientras otros sirven de portavoces a doctrinas políticas con ambiciones totalizantes (los apóstoles del decrecimiento), e incluso el feminismo ha terminado siendo –en algunas de sus versiones– un proyecto de “superación” del capitalismo. Y desde luego, goza de magnífica salud el intelectual que se pone al servicio de un gobierno o de un partido para asegurarse –grandilocuencia moral mediante– la continuidad de sus ingresos. Claro que hay algo que los une a todos: el deseo de que les hagan caso.

No en vano, un intelectual sin público es como el árbol que cae en el proverbial dilema filosófico: nadie sabe si está pensando o no. Tratándose de un actor que opera en la esfera pública de las democracias, el intelectual se ve obligado a dirigirse al público con objeto de crearse un público cuyo tamaño y composición varía según los casos. Dudo que haya yuxtaposición alguna entre los seguidores de Marina Garcés y José Antonio Marina, pongamos por caso, o que podamos comparar la base juvenil de Ernesto Castro con la mayor edad media de los lectores de Adela Cortina o Manuel Cruz; incluso dentro del reducido espacio de la intelectualidad de habla hispana, los ejemplos son incontables. Y aunque existan vasos comunicantes entre distintas comunidades de recepción, así como figuras capaces de hacerse con un público heterogéneo, los compartimentos estancos serán la norma. Por mucho que hablemos de la opinión pública, no hay un público, sino muchos públicos en constante proceso de recomposición. De modo que la esfera pública es un ecosistema heterogéneo donde reina una feroz competencia por el más preciado de los recursos: la atención de quienes participan en ella.

Ocurre que la esfera pública ha cambiado mucho en las últimas dos décadas, afectando de lleno a la actividad del intelectual. A primera vista, este sigue haciendo las mismas cosas de siempre: presentar libros, conceder entrevistas, dar conferencias, escribir en los periódicos. Y aunque no está obligado a participar en las redes sociales, no cabe duda de que las redes sociales son hoy una arena determinante para la formación de la opinión y la difusión de ideas. Para los aspirantes a intelectuales, de hecho, las redes en su sentido más amplio –de Twitter a Instagram– son un regalo: en ellas se puede probar suerte como creador de contenidos y no son pocos los que han recibido la llamada de algún medio de comunicación o una editorial. O sea: si alguien se ha creado un público propio yendo por libre, la industria cultural tratará de aprovecharlo. Bajo este punto de vista, el fenómeno de la desintermediación ha beneficiado especialmente al establishment intelectual: en la esfera pública digital, todos los gatos son pardos y resulta más difícil distinguir al troll refinado del intelectual de corte clásico y no digamos a este último del científico social a sueldo del gobierno.

Frente a los discursos que insisten en dar por amortizado al intelectual, sin embargo, hay que atender a la realidad que tenemos delante: la digitalización de la esfera pública no ha producido la laminación horizontal de las jerarquías que algunos ingenuos habían anticipado. Sigue habiendo figuras prominentes que publican en lugares prominentes, sin que esa prominencia deba asociarse necesariamente a la calidad o interés de lo que hacen. Es verdad que el panorama circundante es más variado que antaño: no son pocos los tuiteros o youtubers que reclaman para sí la condición de intelectuales, dedicados como están a comentar la actualidad o glosar públicamente sus lecturas. Y existe también un público –unos públicos– que hacen valoraciones de lo que dicen los intelectuales a la vista de todos; ese mismo usuario escoge personalmente los contenidos que más le interesan en lugar de dedicarse a recibirlo pasivamente, lo que abre la posibilidad de que cada cual se busque sus intelectuales al margen del listado oficial que reúne a los consolidados dentro de cada sistema mediático. 

Contrariar a los propios

Podemos discutir hasta la extenuación acerca de si el poliálogo en curso es o no preferible a la vieja esfera pública, que giraba alrededor del predominio de los medios tradicionales de masas: unos ven cacofonía donde los otros encuentran pluralidad, sin que nada impida reconocer que las dos cosas pueden darse a la vez. Pero si los puntos de referencia no han desaparecido bajo el manto de un fenomenal anonimato participativo, es porque necesitamos temas y personajes para organizar la conversación: si cada uno hablase de una cosa distinta, terminaríamos por no hablar en absoluto. De otro lado, el carisma sigue contando: algunos hacen todo lo posible por subirse a un pedestal y terminan lográndolo. A eso hay que añadir el hecho de que la mayoría de los ciudadanos prefiere hacer suya la opinión manifestada por un “creador de opinión” antes que dedicar tiempo a formarse la propia.

Nos encontramos así con un paisaje contradictorio donde el intelectual sobrevive sin demasiada dificultad por más que se lo haya dado por muerto en multitud de ocasiones. Ha perdido su aura sacerdotal y se desenvuelve en un mercado más competitivo, caracterizado por la relativa fragmentación del público y la multiplicación de los canales de difusión, así como por la mayor interactividad en las relaciones con seguidores y detractores. Pero hay cosas que no cambian: quien se ha creado un público hará lo necesario para conservarlo. Y, como ha podido comprobarse con algunos medios digitales cuya buena salud financiera depende de la felicidad de sus suscriptores, el vínculo con la fanbase puede crear una dependencia esclavizante. Si el intelectual no quiere perder pie, ¿se atreverá a pensar libremente, arriesgándose con ello a contrariar a quienes lo siguen? Pensar libremente implica negarse a anticipar los efectos de lo que uno tiene que decir sobre su público, no digamos sobre los periódicos que le pagan –si es el caso– o su grupo de amigos. Es una lógica perversa: si se ha ganado prestigio manteniendo una determinada línea teórica o ideológica, su abandono puede tener efectos perjudiciales alienando a quienes se había logrado atraer en un primer momento, sin que nada asegure una ganancia correlativa procedente de otros caladeros.

Bien podría decirse entonces que la disposición a molestar al propio público será la marca distintiva del intelectual genuino. Entiéndase: no se trata de abrazar la incoherencia, saltando de Mao a Hayek en la misma semana y engrosando las filas del nativismo a la siguiente; el transformismo responde antes al temperamento que a la reflexión. Más que oponer los tipos ideales del librepensador insobornable y el intelectual orgánico, habría que pensar en una gradación que vaya de la completa servidumbre a la rara libertad. No se trata de reprochar al intelectual que se detenga a pensar en el efecto que podría causar lo que quiere decir; esa operación es aconsejable a la hora de decidir de qué forma se va a plantear un argumento o defender una idea. Pero dejar de pensar libremente con objeto de mantener un público estable representa la perversión del intelectual; aunque se trate, hasta cierto punto, de una perversión inevitable. Y no solo porque nadie quiere encontrarse de repente hablando solo; también porque el público suele castigar las desviaciones de sus intelectuales de referencia si entran en conflicto con adhesiones partidistas o querencias ideológicas de fuerte arraigo emocional. He aquí una verdad amarga: el primer demagogo es el público.

En definitiva, la palabra “intelectual” es ambigua –como demuestra Jiménez Torres– porque la figura del intelectual y su praxis también lo son. ¿Podría ser de otro modo? Dirigirse al público es una actividad peculiar, que encaja mal con el ideal del recogimiento asociado al pensador en la tradición clásica. Las contaminaciones mundanas son frecuentes –mantenerse fiel al partido, ponerse de moda, conseguir una columna– y la búsqueda de la verdad no siempre es lo más importante; incluso puede resultar más cómodo dejar de creer en ella. De ahí que la esfera pública de las sociedades liberales no conceda a nadie el derecho a tener la última palabra, sino que por el contrario estimule una pluralidad cacofónica que va en detrimento del rigor y en beneficio de la libertad. Ahí es donde habrá de desenvolverse el intelectual contemporáneo, que no tendrá más privilegios que los que sepa ganarse diciendo cosas interesantes, útiles o simplemente seductoras. Y aunque no se podrá evitar que muchos tengan éxito haciendo moralismo o demagogia, no quedará más remedio que compadecer a quien siga considerándose portavoz autorizado de la razón universal: no está el siglo para semejantes delirios de grandeza.

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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