Cataluña y la voluntad política

La política tiene que conservar cierto idealismo de que puede cambiar las cosas y de que nunca es demasiado tarde.
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El debate público es siempre complejo, y se agradecen las opiniones que asumen esa complejidad. Pero a veces decir que las cosas son complejas, especialmente cuando hay algo de claridad, es una manera de escurrir el bulto. El conflicto del secesionismo catalán, especialmente a partir de las jornadas del 6 y 7 de septiembre en las que se aprobaron ilegalmente las leyes del referéndum y transitoriedad, es relativamente sencillo: una mayoría parlamentaria pero no social intenta forzar una secesión unilateral en contra de la mitad de la población, de la Constitución y del Estatuto de autonomía, es decir, en contra de la legalidad vigente y de los derechos de sus ciudadanos. Lo hace a partir del argumento de una legitimidad popular de la que carece. Y la ley que aprueba está llena de tics autoritarios, supuestamente hasta que se declare oficialmente la independencia tras el referéndum. Es también una ley que declara a Cataluña ya soberana e independiente de facto. En el caso del referéndum, la ley no establece un mínimo de participación, lo que podría suponer una secesión con un 40% de participación. La campaña del referéndum es exclusivamente del Sí, y el Govern hace una campaña explícitamente en favor del sí. El censo es posible que se haya obtenido de forma ilegal (es algo que investiga la Fiscalía), y la votación se realizará en unas urnas y en unos locales que se desconocen.

También son relativamente sencillas de comprender las actitudes de asociaciones que reciben dinero público como Assemblea Nacional Catalana (ANC), que habla de fascismo, franquismo y dictadura con una facilidad pasmosa y engaña a pensionistas, funcionarios y estudiantes prometiendo mayores pensiones, sueldos y becas en una Cataluña independiente; como la Asociación de Municipios Independentistas, que dice en sus estatutos que “en Cataluña el trabajo, la ciencia, las artes, el pensamiento siempre han estado a la vanguardia de la realidad y del sentimiento de un pueblo, en contraposición de la dedicación de las élites españolas de habla castellana, dedicadas a la gran administración, al ejército y la judicatura”; como Súmate, que afirma que España es irreformable y ha promovido señalamientos a equidistantes.

También son sencillos de comprender los editoriales del periódico El Nacional, que tiene columnistas que acusan a la familia sindicalista de Coscubiela de ser españoles que vinieron a boicotear a las empresas catalanas, o que hablan de Marta Pujol Ferrusola con frases como “disociación entre el cuerpo y el espíritu que la ocupación española impone a los catalanes con un poco de ambición […] la espiritualidad del país se haya visto obligada a encajar en formas extranjeras y hostiles”. O los de El Punt Avui, que tuvo que retirar esta viñeta repugnante, o Vila Web, que tiene columnistas que acusaron indirectamente a España del atentado de las Ramblas, mediante un ataque de falsa bandera, o El Món, que el otro día publicó una noticia porque un vecino de Girona sacó una bandera española al balcón durante una manifestación independentista. Este tipo de discursos están aceptados, subvencionados y promovidos, o al menos tolerados en silencio. Los directores y periodistas de estos medios aparecen en la televisión y la radio pública con frecuencia. Su relación con el Govern es muy cercana, y algunos incluso han trabajado para las instituciones.

Las culpas no pueden repartirse equitativamente entre el Gobierno central y el independentismo: la fábrica de independentistas es el independentismo, el autogobierno se lo han cargado los propios independentistas, igual que la convivencia, y la polarización y el odio son esencialmente culpa del independentismo más radical. Una vez establecidos estos hechos, es posible interpretar la reacción del Gobierno en los últimos días como exagerada, sobre todo en comparación con la inacción de los últimos meses y años. La Guardia Civil ha requisado papeletas y carteles de propaganda, entrado en periódicos y revistas para informar sobre posibles actos ilegales, registrado sedes de la Generalitat y detenido a 12 cargos públicos. El Gobierno ha cortado el grifo financiero de la Generalitat, lo que supone que el Estado ha intervenido financieramente la autonomía y se hará cargo del pago de los servicios públicos, y la fiscalía ha citado a más de 700 alcaldes (que representan a alrededor de un 43% de la población catalana: coincide con las alcaldías que forman parte de la Asociación de Municipios por la Independencia) que apoyan el referéndum.

El registro de los últimos días viene motivado por la investigación sobre la supuesta obtención de datos fiscales ilegalmente, para elaborar un censo para el referéndum. La Fiscalía lleva desde enero investigando este caso, a partir de los comentarios de Santiago Vidal. También estas actuaciones judiciales se realizan porque se está usando dinero público para cometer delitos de malversación y prevaricación. No parecen acciones de un gobierno autoritario ni se ha instalado un Estado de excepción: son respuesta del Estado de derecho a actos ilegales.

Pero es inevitable no pensar que estas acciones resultan una escenificación exagerada. Rajoy siempre actúa de manera reactiva y en los últimos momentos, con la esperanza de que los problemas desaparezcan solos antes de tener que intervenir. Esto ha provocado que, durante años, el independentismo no haya necesitado represión para justificarse, porque la ha inventado. Rajoy es acusado de inmovilista y al mismo tiempo de excesivamente opresor. Ante esto uno podría argumentar que da igual intervenir: haya o no una intervención, los independentistas inventarán un agravio. Pero un Gobierno no debería ser tan cínico como para descartar siempre las soluciones políticas.

Cuando se habla de la excesiva “judicialización” del procés hay parte de razón. Aunque el discurso tiene algo naíf, como si la ley y la política pudieran ir por separado, es cierto que no ha habido voluntad política suficiente. Tener la razón solo sirve para tener la razón. Por muy difícil que sea el conflicto, la dejación es siempre peor. La política tiene que conservar cierto idealismo de que puede cambiar las cosas y de que nunca es demasiado tarde, aunque se enfrente a un conflicto que probablemente no tenga ninguna solución y realmente sea demasiado tarde.

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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