La respuesta internacional a las elecciones presidenciales en Venezuela, celebradas el 28 de julio de este año (28J), ha sido diversa. Bielorrusia, China, Irán, Rusia y Siria han expresado su respaldo a Maduro, no así la Unión Europea, Estados Unidos y Canadá. La reacción latinoamericana ha sido también heterogénea, especialmente entre los gobiernos de izquierda de la región.
Por un lado, no ha sorprendido el apoyo incondicional de gobiernos como los de Cuba, Nicaragua, Bolivia y Honduras, así como seis miembros del bloque de la Comunidad del Caribe (CARICOM). Estos países comparten intereses económicos y una gran afinidad ideológica con la Revolución bolivariana, en especial con su retórica antiestadounidense. Por otro lado, el caso de Chile es particularmente significativo. Gabriel Boric ha sido uno de los líderes más firmes en rechazar el proceso electoral de Venezuela desde antes del 28J. Chile, además de haber enfrentado un creciente flujo de migrantes, ha tenido que lidiar tanto con la presencia del grupo criminal El Tren de Aragua como con graves incidentes de violencia que involucran a venezolanos. Aunque Boric envió en 2023 una señal de acercamiento al régimen de Maduro, al designar como embajador en Caracas a Jaime Gazmurri, después de años de solo tener a un jefe de misión sin este rango diplomático, las relaciones se han deteriorado drásticamente tras las elecciones. Boric ha calificado al régimen de Maduro como una dictadura, acusándolo de reprimir a la oposición y de ser indiferente ante el éxodo masivo de venezolanos, al que incluso ha comparado con la crisis de refugiados sirios. El gobierno de Maduro respondió rompiendo relaciones diplomáticas con Chile, lo que agrega mayores dificultades a la situación de los migrantes venezolanos en ese país y aísla todavía más a Venezuela en el contexto de la región.
Otro crítico del resultado electoral, muchísimo menos enfático que Boric, ha sido el líder de izquierda y presidente colombiano Gustavo Petro. Tras el 28J, el canciller de Colombia Luis Gilberto Murillo se pronunció en contra de la manipulación del proceso comicial. Petro reiteró que Colombia y Brasil no reconocerían los resultados hasta que se den a conocer las actas electorales en su integridad. Se generó una división entre el ejecutivo y el Senado, que aprobó una propuesta instando a Petro a reconocer a Edmundo González como presidente electo de Venezuela. Mientras, el gobierno de Maduro decidió vender Monómeros Colombo Venezolanos, una empresa venezolana de fertilizantes con sede en Barranquilla, lo que ha generado críticas de Petro, que teme que la privatización afecte los precios de los productos agrícolas esenciales. Su gobierno le acaba de abrir un procedimiento de supervisión y control a la empresa.
Colombia es el país de la región que ha recibido el mayor número de migrantes venezolanos. A pesar de esta situación, Petro ha optado por no presionar directamente a Maduro. Aunque es posible argumentar que la diplomacia colombiana no tiene efectividad, la postura presidencial podría responder más a una cuestión interna. Petro está consolidando su poder a través del miedo, la coerción y un liderazgo que guarda más similitudes con el estilo autoritario de Maduro que con el modelo democrático que promueve la oposición venezolana. Mientras divide al país y radicaliza a sus seguidores, el descontento a nivel nacional es palpable. Cuando le quedan unos veinte meses más en el gobierno, la migración venezolana y la figura de Maduro son, en última instancia, un problema secundario para Petro. Su prioridad está en consolidar un legado y asegurar un sucesor.
México adoptó una postura tibia. Al día siguiente de las elecciones, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador publicó un comunicado en el que se comprometió a esperar el conteo final de las actas y el resultado oficial anunciado por el Consejo Nacional Electoral (CNE). Con Claudia Sheinbaum como presidenta, ya es notorio que México no se involucrará en lo concerniente a los resultados electorales del 28J. Sheinbaum declaró que México optaba por la neutralidad respecto al enfrentamiento entre gobierno y oposición.
El caso de Brasil es quizás el más emblemático de todos los gobiernos de izquierda latinoamericana, debido a su cercanía histórica con el chavismo. Las dificultades actuales en la relación bilateral se deben esencialmente a las formas y a cómo se dieron a conocer los resultados de las elecciones en Venezuela. Tras el 28J, la respuesta de Brasil incluyó una declaración conjunta con el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, pidiendo la divulgación inmediata de las actas electorales. Celso Amorim, principal asesor de política exterior de Lula y observador in situ de las elecciones en Venezuela, también exigió transparencia en cuanto a los resultados. Un momento clave de las tensiones ha sido el reciente conflicto diplomático durante la cumbre de los BRICS en Rusia. La decisión de Brasil de vetar la entrada de Venezuela como estado asociado al bloque fue interpretada por el gobierno de Maduro como “una puñalada por la espalda.”
La postura de Brasil no solo refleja su preocupación por la falta de transparencia en las elecciones de Venezuela, sino también las diferencias ideológicas y políticas entre los gobiernos de ambos países, más cercanos en el pasado durante la presidencia de Hugo Chávez. Finalmente, Lula ha declarado que Venezuela no es su problema y que él lo que debe preocuparse es de Brasil. Esa declaración no hay que tomarla a la ligera. Si bien es claro que el distanciamiento entre Brasil y Venezuela se está profundizando y que Lula prioriza su imagen y liderazgo económico y político a nivel regional e internacional en beneficio de Brasil, no cuestionar asuntos que son internos es una manera de protegerse en el futuro de que otros hagan lo mismo con su país. Esto significa una ganancia para Maduro y un retroceso del apoyo inicial a la oposición venezolana. Pero, a pesar de la reciente postura de Lula, es indudable que los gobiernos de Brasil y Venezuela han llegado a un punto de quiebre importante.
Vistas las reacciones de gobiernos de izquierda a los resultados del 28J, hay un aspecto fundamental a destacar: ya la distinción tradicional entre derecha e izquierda no resulta tan útil ni relevante. El panorama político en América Latina ha cambiado profundamente y, hoy en día, la etiqueta de “izquierda” no necesariamente alinea a todos los actores políticos con las mismas ideas o principios como en décadas pasadas.
En cierto sentido, la división internacional posterior al 28J es una repetición del 2019 aunque el contexto nacional sea distinto y González Urrutia no sea Juan Guaidó sino el depositario del voto popular. Desde la perspectiva del régimen de Maduro, las elecciones del 28J se han tratado de un desafío a las presiones externas. Ha rechazado las acusaciones de fraude electoral, presentando las críticas como parte de una campaña de desestabilización orquestada por Estados Unidos y sus aliados. Esta narrativa, aunque repetitiva y obsoleta, sigue teniendo eco en la izquierda más extremista dentro de la región latinoamericana. En definitiva, el tablero internacional no se ha modificado sustancialmente en contra de Maduro, cuyo mandato sigue enfrentando un creciente aislamiento internacional, con el apoyo de regímenes antioccidentales y antidemocráticos.
En cuanto a la oposición venezolana, ha recibido abierto respaldo de varios gobiernos latinoamericanos que han rechazado los resultados de las elecciones, como en los casos de Argentina, Chile, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana y Uruguay. También cuenta con el apoyo de dos países del norte de América: Estados Unidos y Canadá. Como consecuencia, la mayoría de estos países han sufrido el corte de relaciones diplomáticas con Venezuela, una medida unilateral de Maduro, y la reducción de vuelos entre Caracas y algunas ciudades de la región. Se han sumado a la denuncia de las graves irregularidades, instancias multilaterales como la Organización de Estados Americanos (OEA), Naciones Unidas (ONU) y el Parlamento Europeo, que reconoció a Edmundo González en calidad de presidente electo. Este gesto es puramente simbólico ya que dicho reconocimiento, en la práctica, no pondrá fin al régimen de Maduro ni impedirá que tome el poder en enero de 2025.
Finalmente, el panorama hemisférico experimentará un cambio significativo tras la reelección de Donald Trump. Si bien se anticipa que su gobierno será más radical, con la posibilidad de reimponer o intensificar las sanciones y presionar por la salida de Maduro, no está claro si Venezuela será una prioridad para la Casa Blanca, ya que la democracia no fue un tema central en su campaña. Como sabemos, la historia nos orienta pero no nos da certezas absolutas sobre lo que puede ocurrir en el futuro.
La escogencia de Marco Rubio como secretario de Estado puede analizarse desde dos perspectivas. La primera atiende a su trayectoria respecto a Venezuela; como senador, ha sido un firme defensor de las sanciones económicas, fue uno de los primeros en apoyar al líder opositor Juan Guaidó en 2019 y participó como coautor de la Ley de Estatus de Protección Temporal (TPS) para Venezuela (2021). Visto así, Venezuela ocupará un lugar destacado en la política exterior estadounidense a partir de 2025. Sin embargo, la importancia concedida al país suramericano no necesariamente redundaría en beneficios para la oposición venezolana. Aunque el secretario de Estado tiene un poder considerable para influir en la dirección de la política exterior, hay que considerar que su autoridad siempre está subordinada a la política general establecida por el presidente.
La segunda perspectiva es la de Trump. El presidente electo está premiando a Rubio por su lealtad, no exclusivamente por su postura y experiencia sobre temas internacionales o su defensa de la democracia en América Latina. Ha insistido en que los temas claves de la región son México, la migración irregular (que se disparó durante la administración de Biden), el narcotráfico y la presencia de China. Para Rubio estos temas deberán ser los prioritarios en la agenda. Dado que las sanciones impuestas en su primer gobierno no lograron el efecto esperado sobre el régimen de Maduro y que Trump ha elogiado a líderes autoritarios “fuertes” (incluso a Maduro, aunque no en público), no sería sorprendente que su nueva administración busque negociar con el régimen venezolano. Dos asuntos claves serían un acceso mayor al sector petrolero o acuerdos que faciliten la política de deportación masiva que Trump está decidido a implementar. Acercarse a Maduro, tras haber sobredimensionado el poder de la oposición en 2019, podría relegar a esta última y debilitar aún más las opciones de un eventual retorno a la democracia en Venezuela.
A pesar de múltiples esfuerzos que han incluido presiones diplomáticas, medidas coercitivas, negociaciones y mediaciones, Maduro ha mantenido el poder gracias, en una medida importante, a su asociación con los gobiernos de China, Cuba, Irán, y Rusia. A pesar de ello, no es definitivo que Brasil o la Unión Europea vayan a abandonar sus esfuerzos. La comunidad internacional puede seguir utilizando herramientas diplomáticas, a despecho del desgaste de su estrategia. Este tipo de presión sigue siendo vital, pero el papel de la sociedad y la oposición venezolana es, como siempre, lo crucial para generar cambios dentro del régimen de Maduro y avanzar hacia una transición democrática en el país. Las experiencias de Europa del Este y otros contextos autoritarios destacan la importancia de seguir en el camino ya andado por la oposición: la construcción de frentes amplios, la movilización sostenida y el propiciar las rupturas internas dentro del régimen, incluyendo la defección militar. Se trata de factores clave para debilitar al autoritarismo,independientemente de que hasta ahora no se ha obtenido el resultado esperado. ~
Profesora asistente de Ciencia Política en The Citadel (College). Reside en Estados Unidos.