En la jornada dominical del 3 de septiembre, tras dos meses de agitada reanimación social y disrupción política, la esperanza opositora obtuvo aval legal en la figura de Xóchitl Gálvez. Lo que ha sucedido esta semana en México con la definición de la candidatura presidencial opositora puede leerse en dos claves. Una, analítica y normativa, remite a la disputa entre proyectos políticos (Alberto Olvera dixit), donde ubicamos las matrices y sentido de la acción. Otra, de agenda operativa, se enfoca en los retos prácticos que imponen el contexto y coyuntura nacionales para los adversarios del proyecto de la llamada 4T. Ambas dimensiones guardan estrecha relación con los modos de concebir y ejercer la democracia.
En México conviven varias formas o modelos de entender lo democrático. Estas visiones se hibridan en la realidad, a partir de las agendas de liderazgos, organizaciones y militantes particulares, que oscilan hacia uno u otro proyecto político, combinando a veces sus elementos constitutivos.
El primer modelo, el orden de la transición, se estructuró alrededor de una democracia representativa de fundamento liberal, basada en la primacía de partidos y parlamentarios, que tiene como sujetos fundamentales a los electores y políticos profesionales. El contenido de sus agendas se concreta en votar, representar, deliberar, consensuar. Sus objetivos son la renovación periódica de los órganos representativos, el funcionamiento de los contrapesos, la realización (mediada) de la soberanía popular. Su deriva corrupta es el elitismo oligarquizante.
En paralelo al orden vigente, un segundo modelo corresponde a la democracia participativa con referente republicano, que convoca el protagonismo de una ciudadanía organizada y actuante, que además de votar busca incidir sobre los poderes constituidos y fácticos. Sus metas son, además de la renovación periódica de los órganos representativos, el empoderamiento ciudadano y la realización ampliada de soberanía popular. Sus riesgos son caer en un participacionismo vacío, incapaz y anarquizante, incapaz de convertir la energía y creatividad ciudadana en agendas concretas y viables de innovación institucional y políticas públicas.
Más recientemente, en conexión con el triunfo de Morena en 2018, irrumpe a nivel nacional un tercer modelo, una democracia plebiscitaria y de raigambre populista, que gira alrededor de un liderazgo movilizador y un pueblo leal y movilizado. Dicha apuesta mantiene los procesos formales de elección y expresión, pero expande la confrontación polarizada y la apropiación personalizada de la soberanía popular. Su horizonte nocivo es el cesarismo autocratizante.
La oposición ha apostado por el primer modelo y el oficialismo por el tercero, aunque cada uno incorpora, de forma subordinada, elementos de las otras alternativas, incluyendo logros virtuosos y, en ocasiones, malas prácticas. El Frente Amplio por México (FAM), a partir de la candidatura de Xóchitl Gálvez, combinó los elementos liberales y republicanos. Pero el poder de las cúpulas partidarias y la herencia caudillista de la cultura política nacional amenazan con contaminar el proceso, hasta ahora promisorio, de cara a lo que sigue.
Cancelar la votación del 3 de septiembre fue, a nivel simbólico (y en política forma y fondo van de la mano), una decisión trascendente, que acota, en el cierre, un protagonismo ciudadano probadamente relevante en la constitución, ascenso y definición de la máxima candidatura opositora. En ese sentido, hubiera sido positivo que los millones de personas que dieron su voto de confianza en el proceso y se inscribieron en el FAM tuvieran la oportunidad de participar directamente en una práctica que ejercitara el músculo de la participación ciudadana, evaluando de paso las fortalezas y debilidades del propio proceso. También que las directivas frentistas dieran una justificación plausible de las razones –logísticas, políticas o del tipo que sea– para dicha suspensión. Todo con el fin de enviar un mensaje claro al partido oficial y, sobre todo, abonar al posible triunfo de la oposición en las próximas elecciones presidenciales.
Luego de esta experiencia, de cara a 2024 y en el plano operativo, la oposición debe movilizarse socialmente, no depositar su esperanza en las capacidades operativas de las maquinarias partidistas y las decisiones estratégicas de las elites políticas. Necesita construir, de cara al proceso electoral, instancias de coordinación y candidaturas políticas donde lo ciudadano no sea solo un bonito eslogan carente de contenido; crear organizaciones y candidatos que no nieguen antipolíticamente el rol de los partidos, pero que tampoco les dejen un protagonismo excesivo. Solo así se podrá lograr un resultado distinto.
Aceptar la polarización como hecho y ambiente de la política realmente existente, aquí y ahora, es diferente a celebrarla como la narrativa posible y la estrategia deseable de lo político. Todas las experiencias recientes de movilizaciones ante gobiernos populistas –en Polonia y en Venezuela, en Turquía y en Tailandia– han pasado por construir frentes amplios y plurales, alrededor de liderazgos, candidaturas y programas mínimos –siempre en defensa de la democracia–, compartidos. Las terceras vías, por muy despolarizantes y puras que quieran presentarse, acaban abonando a los objetivos de uno de los bloques en pugna, y por lo general, a la permanencia en el poder del oficialismo.
Si bien el juego político en México aún transcurre dentro de las reglas y canales democráticos, el sentido de esta disputa abarca la existencia misma de la democracia, ante la que se abren los escenarios de un mantenimiento precario –alrededor del régimen de la transición–, un relanzamiento modernizador –ampliando el liberal con republicanos– o una erosión creciente, de contenido populista y horizonte autoritario. Las experiencias de auge global de la política populista y de sus resistencias cívicas deja un legado que podemos revisar.
El marco para esa la contienda electoral será polarizado. Requerirá de movilización autónoma y concertada de la ciudadanía democrática, para las acciones de organización, observación, vigilancia y conteo de los votos. Siendo de tal magnitud el desafío, aún le queda al FAM –en particular a sus organizaciones y ciudadanos no partidizados– un largo camino por recorrer, donde tendrá que vigilar de cerca a la nueva directiva del árbitro electoral y a los propios partidos políticos que se han visto obligados, en la coyuntura, a conformar tan plural coalición. Quizá una consecuencia positiva de este proceso de sucesión tan adelantado sea que las y los mexicanos entendamos que tenemos que involucrarnos para obtener un resultado distinto a los saldos del régimen de la transición y a la alternativa populista. ~