El triste heroísmo: la víctima

Definirse víctima ha mutado en justificación última de la existencia, y desde tan poco deseable lugar de enunciación se pretende afirmar la verdad indiscutida de nuestra condición como sujetos del mundo y en el mundo.
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En Crítica de la víctima (2018), Daniele Giglioli señala que en el mundo del pensamiento se olvidan los logros de la centuria anterior a favor de su cara mortífera y cruel. Los resultados de la ola democratizadora del siglo XX, de la revolución científico-técnica y de las políticas públicas acertadas, responsables en definitiva de que una mujer como Kamala Harris sea vicepresidenta de Estados Unidos, no conmueven la sensibilidad mayoritaria actual.  Pareciera que poco queda del ímpetu del siglo pasado, protagonizado por hombres y mujeres que desafiaron el mundo que les tocó desde la responsabilidad, la organización y la agencia, negados a ser los continuadores de las diversas servidumbres consagradas por la tradición y los poderes en juego. No se trata, por cierto, de que actualmente no existan la rebeldía y la agencia, sino de que estas privilegian la continuación del dolor y la impotencia, no su superación.

Las víctimas reales, según Giglioli, son borradas por la simulación de su padecimiento desde una memoria que se asume heredera del dolor del pasado. La historia deviene en memoria, en relato de horrores no vividos, mientras las víctimas de las guerras, de las violaciones a los derechos humanos por parte de los Estados y de las discriminaciones varias, presentes en mayor o menor grado en todas las sociedades, dejan de importar. Definirse víctima ha mutado en justificación última de la existencia, y desde tan poco deseable lugar de enunciación se pretende afirmar la verdad indiscutida de nuestra condición como sujetos del mundo y en el mundo. No importa si quien habla es un estudiante o docente de una universidad carísima y prestigiosa, o que los actos cometidos por la víctima hayan sido atroces, como ha ocurrido con atentados contra civiles por parte de fundamentalistas islámicos. La ética, indica Giglioli, es silenciada en nombre del dolor, pues quien padece no es responsable de sus actos. Todo lo que hace la víctima está justificado por el simple hecho de serlo, se trate de asesinatos masivos, actos de violencia doméstica o censura de ideas y expresiones estéticas. Si en el siglo XX destacan las personalidades insobornables ante las exigencias de la mayoría, en el XXI fundirse en una identidad claramente definida es el fin de las víctimas y de quienes las aúpan por cualquier razón. La víctima, además, es celosa: solo ella puede hablar de sí misma como si el conocimiento no fuese el compañero racional de la empatía.

Convertirnos en esclavos de nuestra memoria de agravios nos opone a la historia como pasado colectivo siempre en revisión. En Pensar el siglo XX (2012), el historiador Tony Judt se lamenta que dentro de las humanidades y ciencias sociales el enfoque identitario cobró importancia en detrimento del estudio de los eventos históricos compartidos. Coincide, entonces, con Giglioli, quien por cierto opone memoria a historia e insiste en que la deliberación, clave de la ciudadanía, no es posible para la víctima, objeto de socorro y conmiseración, pero nunca agente de su destino.

Estas reflexiones son centrales para el feminismo y el activismo LGBTIQ, causas ligadas de manera indisoluble a la democratización del siglo XX y a la ampliación de los derechos civiles y políticos. Sin historia, el feminismo y el activismo LGBTIQ se vacían de su carga emancipatoria para afincarse en la denuncia del agravio y en la debilidad de la víctima. Cuando Elliot Page, antes Ellen Page, narró la serie documental Gaycation (2016), confesó su asombro ante los padecimientos de la población LGBTIQ en tantos países del mundo. Reconoció que ser estadounidense en su situación era una gran ventaja al compararse, por ejemplo, con las transgéneros jamaiquinas, víctimas de tratos infamantes de marginación y violencia. Como feministas y activistas LGBTIQ, se nos impone una revisión constante de los logros para facilitar los necesarios avances. Sin historia, las nuevas generaciones se someten a la lógica de un relato traumático insuperable, lo cual impide la deliberación democrática, aspecto esencial para construir sociedades en las que se amplíe el margen de acción de los individuos en su definición colectiva.

Cuando feministas y activistas LGBTIQ recuperamos la dimensión histórica, damos pie a la razón y a las emociones políticas que estimulan la posibilidad de la diferencia, en lugar de refugiarnos en un grupo relativamente homogéneo para defendernos de posibles enemigos desde el dolor y la ira. Tal homogeneidad es solo aparente, es en definitiva la hegemonía de quien más escándalo puede hacer o de quien más poder tiene en un momento dado. Como indica Marta Lamas en Cuerpo, sexo y política (2014), la mejor intervención pública que puede hacerse desde el mundo universitario y de la especialización es la de dar lugar a la deliberación democrática, muy alejada del clima de debate actual en medios, redes sociales e, incluso, en las instituciones de educación superior. Por ejemplo, las diferencias entre académicas y activistas feministas por el tema transgénero se están jugando en el terreno de la víctima, no en el de la escucha de la variedad de opiniones que existen más allá de nuestras certezas. Tal impasse no beneficia a ninguna de las partes involucradas ni permite las alianzas necesarias y el diálogo con todos los sectores de la sociedad interesados en la democracia.

Esta situación se repite en torno a causas vitales para los derechos humanos, verbigracia el racismo y la xenofobia. El caso de Estados Unidos es especialmente dramático, pues pareciera que los puentes de la deliberación pública han sido volados. El espíritu de la víctima campea en todos los sectores políticos y se impone el miedo al otro como cemento identitario. Tal predisposición se traduce en censura, conspiraciones de mentes calenturientas y sensibilidades exacerbadas. Cuando demócratas y republicanos llegaron a atacarse en términos de “socialistas y fascistas”, el déjà vu con la primera mitad del siglo XX es inevitable. No obstante, las diferencias superan a las semejanzas y en la historia nada está escrito. Con certeza, no es desde el victimismo que se pueden enfrentar estos retos históricos, sino superando los dolores del pasado en nuestro carácter de agentes plenos del presente y deliberando como adultos responsables de sí mismos y ante los otros. Se lo debemos a las verdaderas víctimas.

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Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


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