El periódico argentino Página12 publicó recientemente una entrevista con Chantal Mouffe, profesora de la Universidad de Westminster y una de las principales ideólogas del populismo. El otro era su marido, Ernesto Laclau, intelectual de cabecera de Pablo Iglesias, que falleció hace unos años.
Sobre qué es el populismo Mouffe y Laclau están de acuerdo: una herramienta para llegar al poder. Dado que a través de los cauces de la democracia representativa los populistas no suelen conseguirlo, se trata de deslegitimar esas vías y “construir un sujeto político” alternativo. “El pueblo no es la población, no es un referente empírico, el pueblo es una construcción política”, dice Mouffe. Una vez “construida”, esa parte de la sociedad se erige sin más en representación del todo. O, como dice Laclau con total tranquilidad, la plebs se arroga la representación del populus. Acabamos de escuchar a Pablo Iglesias y Garzón tras los pobres resultados de Podemos en las elecciones andaluzas hablar de la creación de un “bloque antifascista”, de la construcción de una “alternativa democrática” contra la “hidra de tres cabezas” de la extrema derecha que viene a “acabar con los derechos sociales y laborales” comenzando una “noche oscura”… Esta es la primera característica del populismo: la representación democrática es sustituida por el designio arbitrario del populista. Solo serán considerados representantes válidos de la sociedad aquellos que le ayuden a alcanzar el poder, quedando inmediatamente investidos con una autoridad moral en exclusiva.
¿Cómo se crea este sujeto político alternativo? “Cuando tú hablas de crear un pueblo, en realidad hablas de crear un nosotros, gente que se reconoce y se identifica como una colectividad. Eso implica un elemento afectivo, no es una cuestión puramente racional.” En efecto, como Mouffe dice, no es una cuestión racional. Es el abandono de la razón ilustrada y el retorno a los sótanos más lóbregos de nuestro bagaje emocional, como veremos. Resulta desolador que sean intelectuales quienes lo propongan, aunque, eso sí, adornándolo de palabrería vistosa. Y esta es la segunda característica del populismo: es un movimiento antiilustrado de retorno a la tribu.
Mouffe y Laclau saben que los descontentos de una sociedad tienen motivos variados: unos son justos, algunos tienen solución, otros son meras frustraciones personales. En todo caso, el populista tenderá a exagerarlos y exacerbarlos para desestabilizar la democracia. Pero al ser las “demandas insatisfechas” –en terminología de Laclau– heterogéneas, y con frecuencia contradictorias, el populista evitará cuidadosamente los hechos, la coherencia y el discurso racional. A cambio proporcionará a sus oyentes lo que Laclau llama “significantes flotantes” y “significantes vacíos”. En estos momentos, tras enumerar con seriedad de opositor los grupos dispares cuyo descontento va a intentar fomentar –con los pensionistas cabalgando junto a los grupos LGTB– Pablo Iglesias ofrece su solución mágica a la “noche oscura”: la república federal de España. Porque la “posdemocracia” –¿“Podemoscracia”?– que reivindica Mouffe requiere “posverdad”, y en ella el decoro intelectual es sustituido por el bullshit, el discurso fofo y la mentira directa. Esta es la tercera característica del populismo.
Para crear ese nosotros hace falta crear un ellos, y eso es sencillo. Somos animales xenófobos, acostumbrados a tratar bien a los de nuestro grupo y a temer, odiar, y eventualmente destruir, al de fuera. El populismo se limita a reunir a los más descontentos –por lo que sea– de la sociedad, agitarlos, convencerlos de que padecen un agravio intolerable y premeditado, y de que la culpa de todos sus males –que pueden incluir, digamos, la alopecia– la tiene un malvado enemigo común. Es la técnica del chivo expiatorio de toda la vida, sobre cuyo cadáver las sociedades aspiran a superar las crisis. “Es una construcción sobre la base de la frontera pueblo-oligarquía”, dice más finamente Mouffe. Porque esta ideología tan progresista se limita a activar el mecanismo xenófobo que llevamos implantado desde que éramos cazadores recolectores: nosotros frente a ellos. Estas son la cuarta –el ciudadano es reemplazado por una masa airada– y la quinta característica del populismo: es una ideología destructiva de confrontación, opuesta al principio transaccional y cauteloso de la democracia.
Pero la masa así creada es una tribu virtuosa: está convencida de tener razón y de estar justamente legitimada para castigar a los malos. Hannah Arendt advirtió de que el mayor mal no lo infligen los sádicos, sino los banales. Ahora Baumeister nos dice que los que más daño producen son los virtuosos. Ya es visible en nuestra sociedad la proliferación de virtuosos armados con antorchas, fanáticos puritanos dispuestos a castigar el mal. Esta es la sexta característica: es una ideología especialmente destructiva.
A pesar de todo esto Mouffe niega tranquilamente que todo populismo sea escasamente compatible con la democracia –aunque al afirmarlo quizás esté empleando algún significante vacío–. Para ella solo es antidemocrático el populismo de derechas y, como estamos viendo en directo, Pablo Iglesias coincide plenamente en esta hemiplejía intelectual. Por un populismo de izquierdas, se llama el libro de Mouffe. No creo que sea muy vendido en España, donde ya lo tenemos. Alineado junto con los nacional-populistas de Cataluña, además.
Exdiputado de Ciudadanos.