No somos los únicos. El fantasma del rechazo a los políticos actuales y a sus modos de gobernar recorre todo el mundo occidental. Una encuesta de 2013 entre votantes estadounidenses mostró un resultado que muchos mexicanos compartirían: los diputados y senadores son más impopulares que los embotellamientos y las cucarachas. Y en Gran Bretaña, 62% de entrevistados en una consulta de 2012 estuvo de acuerdo en que “los políticos mienten siempre: no se les puede creer nada”.*
La desilusión ciudadana ha erosionado la democracia: la tasa de abstención ha aumentado año con año y un número creciente de votantes ha optado por grupos y partidos populistas y radicales. La abstención deslegitima cualquier proceso democrático porque la democracia está enraizada en la participación ciudadana. Los partidos de derecha –que en su mayoría mezclan el conservadurismo social con propuestas económicas de izquierda como nacionalizar industrias y fortalecer al Estado interventor (a imagen y semejanza de los partidos fascistas europeos de los treinta)– vulneran la democracia porque son por naturaleza autoritarios. Ponen en duda la validez de los órganos representativos de la democracia –y de las leyes que aprueban–, promueven la parálisis del gobierno como estrategia política sin importar los costos, envenenan el discurso político, son intolerantes e introducen en el cauce del quehacer político agendas antidemocráticas. Toda proporción guardada –y esta proporción es considerable si se consideran factores como el racismo y la xenofobia galopante de grupos como el Frente Nacional francés, el UK Independence Party británico y el Partido del Té en los Estados Unidos– el impacto negativo de esos partidos populistas en el armazón democrático ha sido igual aquí y en otros países.
Las razones del descontento ciudadano son muchas. Algunas son estructurales y se aplican a todos los países, como la “doble delegación” en las democracias modernas que ha convertido a tecnócratas que nadie eligió en gobernantes de hecho, la desigualdad que pone en duda uno de los fundamentos de la democracia –todos son iguales ante la ley– o el impacto de la globalización que ha reducido la capacidad de maniobra y la soberanía de los Estados. Otras causas son de factura local: las costosas campañas financiadas por los ricos que han convertido a los políticos en rehenes de los grupos más privilegiados en los Estados Unidos y la falta de regulación de su sistema financiero –causa principal de la crisis del 2008– o el déficit democrático de la Unión Europea. En México la lista de esas deudas es muy larga: a la cerrazón del sistema partidista, habría que sumar la irresponsabilidad y la escasa rendición de cuentas de los políticos y la corrupción rampante que perdona a muy pocos, para no hablar de su ineficacia para resolver problemas gravísimos como la inseguridad que padecemos todos los mexicanos.
Sin embargo, y ningún gobierno debe olvidarlo, la vía más directa para restaurar la democracia es atacar el denominador común del descontento del electorado en todas partes: el pobre desempeño económico de los últimos años. La democracia favorece el crecimiento económico sostenido porque provee el armazón institucional y legal que protege, entre otras cosas, la propiedad, la educación para todos y el espíritu empresarial, pero no es un antídoto infalible contra el voto irracional y desinformado. Si una mayoría del electorado vota por partidos populistas o elige políticos ineficientes, comparte la responsabilidad de un mal gobierno. Con la ventaja de que podrá deshacerse de ellos, sin violencia –el único mecanismo de relevo de mando en sistemas autoritarios, dictatoriales o autocráticos– en las siguientes elecciones.
La democracia tiene una última ventaja comparativa: es el único arreglo político que permite equilibrar la búsqueda del bienestar colectivo y la protección de las libertades individuales. Winston Churchill tenía razón: la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado.
* Philip Coggan, The Last Vote, (Penguin Books, 2013) p.2
(Publicado previamente en el periódico Reforma)
Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.