Me importa un comino que haya quien intente minimizar los alcances de la pandemia que ahora vivimos comparándola con otras epidemias. Sé que en los últimos seis meses 12 mil personas han muerto de influenza en Estados Unidos, que el Sida ha matado más de 32 millones de personas y que la peste bubónica mató entre 75 y 200 millones de personas en el siglo XIV, porque nada de esto palia la sensación de incertidumbre que siento.
En California, donde yo vivo, quienes tenemos más de 65 años de edad hemos sido conminados a no salir de la casa y a enjabonarnos las manos tan frecuentemente como podamos y durante el tiempo que toma cantar el “Happy Birthday”.
Hace días, mi esposa y yo tuvimos que ir al mercado a comprar provisiones y llegamos tarde para surtirnos de todo lo que necesitábamos. Había límites al número de botellones de agua, de mascarillas respiratorias, de rollos de papel de baño, de toallas de papel, de desinfectantes, de productos para la limpieza y de termómetros. Pudimos comprar comida enlatada, pero al llegar a los anaqueles de las verduras dudamos si deberíamos comprarlas porque veíamos a los empleados manipularlas.
Sí, el miedo a lo desconocido siembra la duda y el miedo a la escasez provoca más escasez.
La semana pasada se suspendieron las clases en todas las escuelas, desde kindergarten hasta universidades, y muchas compañías pidieron a sus empleados que trabajen desde sus casas. La privacidad, que tanto se aprecia en este país, se redobló con una nueva regla: guardar una distancia social de por lo menos un metro y evitar los saludos de mano y los abrazos y besos de bienvenida.
En el encierro forzado, uno empieza a preguntarse ¿qué sucederá cuando tengamos que comprar medicinas? Muchos de los ingredientes activos de las medicinas que tomamos, sobre todo los viejos, se importan de China e India.
Y mientras contemplamos posibles escenarios futuros, también evaluamos la lentitud y la torpeza con la que ha actuado el presidente del país más rico del mundo. Temeroso de que la pandemia ocasionara una desaceleración de la economía que pusiera en peligro su posible reelección en noviembre, la reacción inicial de Trump fue negar la gravedad de la crisis.
De diciembre a marzo, mientras el virus se extendía por China, Corea o Italia, y las autoridades sanitarias del país daban la voz de alarma sobre su inminente llegada a Estados Unidos, Trump los contradecía sistemáticamente con tuits en los que, fiel a su costumbre, mentía descaradamente. “Calma”, “no hay de qué preocuparse”, “lo tenemos bajo control”, “todo saldrá bien”, “tenemos a los mejores expertos del mundo trabajando a diario las 24 horas del día”, “tenemos kits de detección del coronavirus disponibles para todo el que los requiera”.
El errático manejo de la crisis empezó en realidad en 2018, cuando desapareció la oficina de seguridad sanitaria en la Casa Blanca, que el presidente Obama instaló en 2016 para coordinar la respuesta a las emergencias sanitarias.
Y mientras Trump se negaba a asumir su responsabilidad, confundiéndose y confundiéndonos, el coronavirus creció exponencialmente por todo el mundo. En Estados Unidos los casos pasaron de menos de 100 a inicios de marzo a unos 33 mil al momento de publicar esto. Los esfuerzos para su detección siguen siendo disparejos: en Corea del Sur se han hecho 5,832 pruebas por cada millón de habitantes, 3,423en Italia, y solo 2 por millón en E.U.
Sin duda, como señalan los escépticos, ha habido plagas más mortíferas que el coronavirus, pero a mí lo que me importa es no saber cuánto tiempo más viviremos en la incertidumbre y cuántas muertes tendremos que lamentar.
Escribe sobre temas políticos en varios periódicos en las Américas.