El esencialismo subjetivo o la utopía de nuestro tiempo

Hemos entrado en algo muy diferente: un utopismo del sujeto, cada individuo tiene un control absoluto sobre su propia identidad, un control totalmente basado en cómo se siente.
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La utopía y la revolución suelen confundirse. Cuando digo que soy un antiutópico, los lectores de mi obra que por lo demás podrían estar de acuerdo conmigo en aspectos importantes todavía exigen saber cómo puedo hacer tal afirmación cuando la historia demuestra claramente que algunas transformaciones tanto del orden social como del consenso moral que durante siglos han parecido inconcebibles al menos a veces llegan a suceder. Y, en cuanto a que la historia da lugar a las transformaciones más inverosímiles, tienen razón: la esclavitud se consideró una parte inmutable del orden durante casi toda la historia humana, hasta que, en un espacio de menos de trescientos años, se ha llegado a ver como totalmente ilegítimo. Lo mismo puede decirse del sometimiento de las mujeres por los hombres. Entonces, si lo que significa utopía es simplemente la posibilidad siempre presente de cambio, nadie, al menos nadie que no piense que ya se han hecho todos los cambios positivos, debería llamarse antiutópico.

Pero hay una segunda definición de utopía que propone una versión laica de la idea religiosa de la redención e imagina una sociedad de la que han desaparecido todas las preocupaciones humanas. Esa es la forma de utopismo que he pasado la mayor parte de mi ahora muy larga vida como escritor tratando de cuestionar.

El feminismo es una poderosa iteración del primer tipo de utopismo. Cuando las feministas de la década de 1970 insistían en que lo personal era lo político, hablaban del poder y la justicia. Su posición era que una sociedad que no transformara las relaciones de poder de la vida privada –dominio masculino y subordinación femenina– no podía considerarse justa en el nivel más fundamental, sin importar qué otras transformaciones lograra. Pero decir que lo personal era lo político se ha interpretado desde entonces como que todo es político. Y este es el utopismo del objeto, es decir, el correlato objetivo es la sociedad.

Sin embargo, parece que últimamente hemos entrado en algo muy diferente: un utopismo del sujeto. No se trata simplemente de que todas las identidades fluctúen, ya que eso suele ocurrir en momentos de agitación social. Más bien es que cada individuo tiene un control absoluto sobre su propia identidad, un control totalmente basado en cómo se siente. Un caso emblemático es la reevaluación generalizada de la naturaleza del sexo y el género que el movimiento trans ha planteado y ahora tiene una gran influencia no solo en el mundo académico, sino también en la medicina –sobre todo en obstetricia y ginecología– y en salud pública.

Ahora se da por sentado en el mundo médico mainstream que el sexo y el género son categorías distintas. En la sección de Salud infantil del sitio web (muy mainstream) de Mayo Clinic, por ejemplo, se presenta como un hecho científico que “un sexo en particular asignado al nacer o una expresión de género no significa que una persona tenga una identidad de género u orientación sexual específica.” Los médicos más militantes van mucho más allá. Por ejemplo, al hablar sobre las ecografías, Justin Brandt, médico de la Universidad de Rutgers que se especializa en medicina materno-fetal, le dijo a un entrevistador del sitio web MedPage que “la ecografía presenta una oportunidad para promover el uso de un lenguaje preciso sobre el sexo fetal versus el género fetal”. Proponía decirle lo siguiente: “podemos identificar si hay genitales que parezcan masculinos o femeninos, pero no podemos identificar el género de este bebé. Este niño nos dirá su género cuando esté listo para describir cómo se siente.”

Aunque pasemos por alto el truco retórico de fullero del Dr. Brandt al usar el verbo “parecer” –como si hasta esa identificación fuera de alguna manera sospechosa–, lo que llama la atención es la creencia de que no hay una distinción significativa entre lo que uno siente y lo que uno es. No es el triunfo de lo terapéutico, es la dictadura de lo terapéutico, como si lo que sentimos, una vez que lo descubrimos, se volviera inmutable a partir de ese momento. ¿Significa esto que no existe tal cosa como la disforia corporal? Evidentemente no, pero las cifras son bastante pequeñas. Muchos activistas transgénero están de acuerdo con esto. Por ejemplo, en un artículo de opinión reciente del New York Daily News, el activista transgénero Sean Ebony Coleman pidió al nuevo alcalde de la ciudad de Nueva York, Eric Adams, que “designara a una persona transgénero para un puesto de liderazgo clave [en su administración]”. Esto, argumentó Coleman, era necesario para que los neoyorquinos transgénero estuvieran representados de manera justa. Pero la cifra que Coleman dio para el número de personas transgénero en todo el estado de Nueva York fue de “90.000”, en otras palabras, el 0,45 % de los casi 20 millones de residentes del estado.

Pero esto no ha impedido que la sacralización de lo subjetivo avance con paso firme. En cierto modo, todo esto es muy estadounidense en el sentido de que siempre ha sido parte del contrato imaginado de los estadounidenses con el Zeitgeist: uno puede ser quien quiere ser. Lo que cambia con el movimiento trans es su adopción de un esencialismo subjetivo, por muy contradictoria que pueda parecer a primera vista la fusión de esas dos ideas. La idea no es tanto que uno elija quién quiere ser, que “no hay segundo acto en la vida de los estadounidenses”, como dijo F. Scott Fitzgerald, sino que es comprendiendo la naturaleza real de los sentimientos sobre uno mismo como uno será capaz de identificar quién es.

Y la idea de que uno pueda estar equivocado en algún aspecto del asunto se rechaza de plano. Esta es la razón por la cual a los activistas trans, o más bien los defensores de la cirugía de “afirmación de género”, para usar la terminología preferida del movimiento, les preocupa tan poco la idea de personas muy jóvenes –¿podría uno llamarlos, con disculpas a Prince, “¿las personas antes conocidas como niños?”– que se sometan a severos regímenes químicos para prevenir o detener el inicio de la pubertad, y que puedan optar por procedimientos quirúrgicos muy radicales e irreversibles. Y si realmente creen que la autoidentificación de algo tan fundamental como el propio género se encuentra fuera de toda duda, entonces no hay ningún problema moral.

Pero ¿es así? ¿O Leonard Cohen estaba más cerca de la esencia de tu condición humana cuando en una de sus canciones declamaba: “Desconfío de mis sentimientos íntimos / Los sentimientos íntimos van y vienen?”. Judith Thurman ha planteado el asunto con gran claridad, escribiendo que “el pensamiento utópico se vuelve tiránico, en lugar de meramente ilusorio, cuando niega las paradojas de la naturaleza humana. Y la naturaleza humana se basa en la paradoja. De hecho, se basa en las paradojas que experimentamos en nuestra vida onírica. Ese es seguramente uno de los grandes problemas de lo woke. Niega las verdades que reprimimos u olvidamos cuando nos ‘despertamos’”. Pero para algunos, al menos, cuando eso suceda será demasiado tarde.

Traducción de Daniel Gascón

Publicado originalmente en Desire and Fate.

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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