El emperador de facto chino, Xi Jinping, adoptó en 2012 el combate a la corrupción como mantra acusatorio tras su veloz ascenso al poder. La corrupción, acusaba Xi, era el mal de males en el corazón del establishment político chino desde la revolución cultural maoísta. Desde los más altos funcionarios del partido hasta ínfimos servidores civiles, pasando por numerosas cabezas de las fuerzas armadas, estaban cobijados por un pacto tácito de impunidad. Pero el secretario general del Partido Comunista chino no utilizó la cacería para llegar al poder tanto como para consolidarlo. Desde entonces, más de 100 mil personas han sido inculpadas por corrupción, incluidos algunos de los principales miembros del politburó, el ejército, políticos locales y empresarios. La clave de la campaña fue el miedo: cualquiera podía ser acusado y, dado que las resoluciones residían en Xi y sus esbirros, todo mundo se cuadró. Que nadie se atreviera a moverse un centímetro, tanto más cuanto que el mal denunciado –la corrupción– era en efecto repudiado por el grueso social, y el acusador era percibido como virtuoso. Una tradicional cacería de brujas.
La sociedad china conoce bien este tipo de purgas. El propio Mao se lanzó en los años 60 contra otra forma de corrupción, la moral, que engendraba al capitalismo y debía ser extirpada de la nueva generación. Murieron millones. Y tampoco son exclusivas de las sociedades autoritarias. No hace falta evocar el gulag: los estadounidenses vivieron la paranoia del macartismo con sus debidas listas negras de potenciales traidores que portaban el virus comunista, lo que llevó a Arthur Miller a revivir a las brujas de Salem en su memorable El crisol. Podría uno regresar a las histerias masivas de siglos religiosos, pero abundan ejemplos actuales, específicamente con la corrupción: desde las cacerías putinistas contra los oligarcas de Boris Yeltsin, hasta las redadas anticorrupción en el Egipto post-Mubarak, las limpias de Mohamed bin Salmán en Arabia Saudí, y las campañas de Maithripala Sirisena en Sri Lanka. Pareciera que el combate a la corrupción –ya sea moral o material– es una poderosísima arma política.
Qué buen caldo de cultivo es México, como sabemos una sociedad corroída. La degeneración es de antaño, pero después de un sexenio tan fastuoso como el de Peña Nieto fue muy fácil vender una cruzada anticorrupción. Y a López Obrador le fue concedido el beneficio de la duda, en gran medida porque –es cierto– nunca ha sido sospechoso de corrupción, o no al estilo Atlacomulco, ésa de casas y relojes. Sostengo que el uso clientelar que habitualmente hace de los recursos públicos es corrupción, además de que está rodeado de enormes y coloridos dinosaurios, pero ciertamente tiene un halo de ascetismo monástico que lo vuelve intocable. Y en este país basta con parecer santo. Además, los tiempos de demagogia y efervescencia social dieron permiso. Así que la máxima promesa de campaña se podía convertir en ablución masiva.
Al principio se prometía cazar a los saqueadores de arriba. Después la cosa cambió un poco para perdonar a los culpables del pasado (buena parte de los cuales se habían sumado a la transformación histórica) pero no tolerar a los de aquí en adelante. Y finalmente quedó en unos cuantos: de alto perfil hasta el momento sólo Rosario Robles y Juan Collado (y falta ver qué sucede con Emilio Lozoya). De modo que no ha habido, ni mucho menos, una purga general, pero el mantra acusatorio sigue intacto y creíble.
El mantra, que en sánscrito significa “instrumento mental”, es una admonición virtual que el régimen emite ubicuamente a todos los sujetos. Hasta ahí es una advertencia. Se vuelve acusatorio cuando se pronuncia. La pronunciación es la transición del mantra, de un poder persuasivo (el miedo) a un poder coercitivo (la difamación o la cárcel). Es muy poderoso porque es monopólico, es decir, solo el acusador lo puede practicar, de manera que él nunca sea objeto del mismo. Y, aunque es general, está específicamente diseñado para el control y reorganización de ciertas élites, pues son ellas las antagonistas de la ecuación. Difícilmente se aplicaría contra el pueblo en México, en cuyo nombre el mantra es pronunciado.
Generalmente se ejerce desde la conferencia mañanera, donde se ha acusado a empresarios, funcionarios, doctores y periodistas. Son juicios sumarios en plaza pública que no pasarían la prueba del siglo XIX, pero rara vez han tenido consecuencias judiciales (aunque sí morales). Y precisamente por ello –porque hay que mantener el mantra vivo– se requerían instrumentos de poder coercitivo verosímiles. Uno fue la inclusión de la corrupción como delito grave, merecedor de prisión preventiva oficiosa en casos de enriquecimiento ilícito y abuso de funciones, lo que en esencia significa que cualquier persona acusada de corrupción puede ser aprehendida sin presunción de inocencia. Y otro, el policía financiero Santiago Nieto, usado para librar obstáculos a la concentración de poder, como ejemplifican bien las amenazas al exmagistrado Medina Mora.
De tal suerte que, a juzgar por lo sucedido hasta ahora, el mantra acusatorio cumple tres funciones. Primero, mantener y administrar el pacto de impunidad con actores del pasado: se persigue a unos pocos –quienes más bien fungen de chivos expiatorios–, y se protege a otros. Segundo, blindar al politburó: el régimen y sus judiciarios, como Manuel Bartlett y Napoleón Gómez Urrutia, quedan impunes. Y tercero, tener a la mano la intimidación futura. Así, las piezas están puestas para que todos se cuadren si es necesario, sobre todo a través de lo que el maestro Miguel Ángel Granados Chapa llamaba la “censura ambiental”: el régimen manda las señales, pone los límites, y cada quien sabe hasta donde llega. No es necesaria la represión, salvo en casos extremos, pues los actores se autocontrolan al son del poder. Pasar la charola a empresarios, eliminar a un juez, o capturar una institución se vuelve factible. La lucha obradorista contra la corrupción es un arma política. Ahí siguen las adjudicaciones directas, el uso clientelar de recursos públicos, el compadrazgo, el nepotismo. Lo único que cambió es que el persecutor queda absuelto a priori y sus opositores se la tienen que pensar dos veces.
Es periodista, articulista y editor digital