El pasado jueves, durante el fallido operativo en que se capturó y posteriormente liberó a Ovidio Guzmán, hijo de Joaquín “el Chapo” Guzmán, quedó expuesta la debilidad del Estado mexicano. Frente al crimen organizado, la autoridad se mostró descoordinada y carente de planes, y dejó a los ciudadanos en una total indefensión.
Pero más allá de eso, en los hechos de Culiacán parece reiterarse una constante de los gobiernos mexicanos, que no ha variado en el de López Obrador: la de la opacidad en casos de alto impacto relacionados con la seguridad pública. Si algo podemos saber hoy de Culiacán es que al final no sabremos nada.
Transcurrida una semana desde los hechos, las cifras de la Secretaría de Seguridad de Sinaloa dan cuenta de la muerte de catorce personas, cuatro de ellos civiles, y de la fuga de 55 reos del penal de Aguaruto. Aunque por comprensibles razones de seguridad y respeto a la intimidad es difícil conocer la identidad de las personas fallecidas en los hechos, consideramos que merecen el reconocimiento –en todos los sentidos de la palabra– de la ciudadanía, ya sean ciudadanos inocentes o personal de servicio de las fuerzas de seguridad del Estado. Es esencial visibilizar a las víctimas de la violencia y ofrecer el nombre y los rostros de los mexicanos asesinados.
Desde las primeras horas de la crisis, hubo evidentes contradicciones entre las versiones dadas por el gabinete de seguridad: la noche del jueves, Alfonso Durazo, secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, informó que el descubrimiento de la vivienda donde se encontraba Ovidio Guzmán fue resultado de un “patrullaje de rutina” y que con el propósito de “salvaguardar la tranquilidad” de la ciudadanía, los titulares del gabinete de seguridad tomaron la decisión de suspender las acciones. La mañana del viernes, la versión se modificó y en conferencia de prensa, Durazo afirmó que el operativo se realizó para capturar a Ovidio Guzmán en cumplimiento de una petición de extradición hecha por el gobierno estadunidense, pero sin el conocimiento y la aprobación de ningún miembro del gabinete de seguridad. El martes 22 de septiembre, el presidente López Obrador corroboró esta versión y negó que se le hubiera informado con anterioridad que se realizaría un operativo para aprehender a Ovidio Guzmán, pero que avaló la decisión de liberarlo para frenar la violencia que se desató en la ciudad. Dado que el presidente se reúne cada mañana con su gabinete de seguridad, resulta sorprendente que no estuviera al tanto de un plan para detener a un heredero de una de las organizaciones criminales más poderosas del mundo. Si el presidente no conoce información crucial sobre la seguridad del país, ¿qué podemos esperar saber los ciudadanos?
Esa misma mañana, como si estuviera advirtiendo sobre lo que podría ocurrir, el fiscal General de la República, Alejandro Gertz Manero, declaró que Culiacán no se va a convertir en otro Ayotzinapa, pues “se esclarecerán con precisión las responsabilidades de quienes participaron en el operativo del pasado jueves y no habrá impunidad”. Pero Culiacán es solo uno más en la lista de los casos que el fiscal se ha comprometido a resolver.
Solo unas semanas después de que inició la administración lopezobradorista, el 24 de diciembre, el helicóptero en el que viajaban la gobernadora de Puebla, Martha Érika Alonso, y el senador Rafael Moreno Valle se desplomó a los diez minutos de haber despegado. Hasta la fecha se desconocen las causas del accidente, pero se prevé que para el 25 de octubre se termine de redactar el informe que explique qué fue lo que sucedió. Sus resultados se harán públicos hasta noviembre.
El 18 de enero, la explosión de un ducto de gasolina en Tlahuelilpan, Hidalgo, provocó la muerte de 135 personas. A nueve meses del accidente no se ha identificado a los responsables de la fuga de gasolina. Ningún funcionario, ni de Pemex ni del gobierno federal o local, ha sido sancionado por no haber activado el protocolo de emergencia para evitar la tragedia.
En agosto, un ataque a un bar en Coatzacoalcos dejó un saldo de 29 muertos. La FGR atrajo la investigación para dar con los responsables, pero hasta el momento Ricardo “N”, presunto perpetrador del crimen e integrante del cártel Jalisco Nueva Generación, sigue libre.
La semana pasada fue una de las más violentas en lo que va de este gobierno. El lunes 14 de octubre, 13 policías del estado de Michoacán fueron emboscados en Aguililla por integrantes del cártel Jalisco Nueva Generación. Las autoridades afirmaron que no habría impunidad para los responsables, pero una semana después continúan las interrogantes acerca de quién dio la orden para que los policías acudieran a la zona sin respaldo y por qué no estaban debidamente armados. Sobre los criminales que los asesinaron no se sabe nada. Un día después, en Tepochica, Guerrero, hombres armados y militares se enfrentaron, dejando un saldo de 15 muertos. Las investigaciones no han respondido por qué inició el enfrentamiento, cuánto duró y cuántas armas y de qué tipo se decomisaron.
En todos estos casos la FGR ha permanecido en silencio. Sería deseable que con Culiacán sea diferente y que tengamos claridad sobre lo que ocurrió ahí. Pero en materia de seguridad, existe en el país una “debilidad crónica en la rendición de cuentas”, como ha escrito Ernesto López Portillo. Al no justificar las decisiones que toma, el gobierno viola un principio básico de todo Estado constitucional y democrático. Las autoridades tienen el deber de informar con claridad sobre las acciones que ejecutan y que tienen repercusiones en el país, y los ciudadanos tenemos derecho a saber.
López Obrador insiste en que su estrategia de seguridad no consiste en “pegarle al avispero”, como hicieron sus antecesores, y que al detener el operativo de Culiacán antepuso la protección de las vidas de civiles a la captura de un delincuente buscado. Pero esta posición omite admitir que hubo catorce muertos como consecuencia de un operativo “precipitado y deficiente”, según lo describió el secretario de la Defensa. Por respeto a esas catorce personas, y por el buen funcionamiento futuro de los planes de seguridad, es necesario que el gobierno investigue y dé cuentas puntuales de lo que sucedió: qué falló y qué medidas se tomarán para evitar que falle de nuevo.
Los hechos de la semana pasada revelan que ni siquiera al interior de las fuerzas armadas está claro cuál es el plan a seguir. El presidente no ha cumplido su promesa de reducir el número de homicidios y de devolver la paz a las calles. Nos encontramos ante el inicio de mandato más violento en la historia moderna del país con una tasa de 29 mil homicidios en solo nueve meses. Y si a esto se agrega la omisión de información y el deslinde de responsabilidades, no parece que la tranquilidad llegará pronto.
Con investigación de Karla Sánchez.