Ha vuelto por sus fueros la herramienta más antigua para movilizar voluntades: el discurso. De nada sirvió el big data. Ni la geospatial referentiation. Ni el social listening. De nada sirvió saber si la gente tiene gato o perro (dicen que los liberales prefieren a los gatos y los conservadores a los perros). Todas esas nuevas técnicas sofisticadas para entender a los votantes se rindieron ante el poder de un personaje que tenía claro qué quería decir y lo decía. Ni siquiera “su majestad” el comercial de televisión pudo con el discurso. Hillary gastó el doble que Trump en spots (muchos espectacularmente buenos) y perdió.
Aquí cinco razones por las que el discurso demagógico de Trump superó al de su rival en efectividad.
- Consistencia. Trump nunca cambió su discurso. No lo cambió cuando iba empatado con Hillary ni cuando iba muy abajo en las encuestas. No lo cambió en los debates. No lo cambió en medio de los escándalos. Cuando todos esperaban el famoso “apaciguamiento”, cuando todos le recomendaban bajar el tono, Trump siguió siendo Trump. Y lo seguirá siendo. En cambio, Hillary cambió su mensaje varias veces. Primero con un discurso de “Yo te defiendo” (“I’m your champion”) cuando quiso ganarse a la clase media. Luego, el famoso “Estoy con ella” (“I’m with Her”) cuando quiso vender experiencia y capacidad. Y ya al final, “Más fuertes juntos” (“Stronger Together”) cuando quiso contrastar su propuesta con la división que planteaba Trump. ¿Y la gente? ¿Y el futuro? Más centrada en su currículum que en su audiencia, el discurso de Hillary nunca tomó fuerza propia.
- Narrativa. Desde el principio, Trump les ofreció a los estadounidenses una narrativa clara: antes éramos un país grandioso, pero ahora estamos en decadencia. Identificó un causante claro: el establishment, es decir, los políticos débiles y corruptos como los Clinton. Y mientras todos nos escandalizamos con las hojas (el muro, deportaciones, misoginia, etcétera) perdimos de vista el bosque: Trump estaba hablando todo este tiempo de cambio radical. Y eso era lo que la gente quería. Por su parte, el discurso de Hillary no encontró una narrativa propia y su discurso se volvió un plebiscito entre dos opciones: “Trump sí” o “Trump no”. Y ya vimos qué decidieron los vecinos.
- Promesas más atractivas. Hillary es hiper-racional y sus propuestas estaban tan detalladas que nadie les entendía y a nadie emocionaban. Al saber más de política pública que de política, Clinton era enemiga de las promesas exageradas de campaña. Por ejemplo, cuando le dijeron que tomara la promesa de Bernie de “universidad gratuita para todos”, ella prefirió anunciar un plan complejísimo para bajar la deuda de los universitarios. Además, no podía criticar a Obama, porque estaba compitiendo por la continuidad. Eso hizo su propuesta todavía más insípida. Por su lado, la promesa de Trump se concentró en la arraigada creencia de que hay gente que “le hace trampa” a la sociedad: los inmigrantes ilegales que “se meten en la fila” de los beneficios que son para los ciudadanos, las empresas que “se llevan” los empleos, los países que “se roban” las fábricas, los políticos que “se enriquecen”. ¿Suena a venganza de los “hombres blancos sin educación”? Sí, pero en muchos casos los argumentos tenían algo de verdad, por eso funcionaron tan bien.
- Autenticidad. Trump jamás siguió las reglas de las campañas, especialmente la corrección política. “Decir las cosas como son” le valió que el 70% de los votantes republicanos lo consideraran “auténtico”, contra un 25% que lo encontraban “ofensivo”. Lo que para los liberales es “racismo” o “misoginia” para sus votantes fue autenticidad, rebeldía… y entretenimiento diario. Entre peores modales tuviera, menos “político” y más “auténtico” y entre más “auténtico”, más atención de los medios, y entre más rating, más seguidores… Y algo tremendo: entre más irritaba a las élites con sus modos patanes, más simpatía le tuvieron. Esto resultó ser kriptonita para una candidata acartonada que, además, era blanco fácil de las críticas por su presunta opacidad y doble discurso.
- Emoción. Trump es un maestro en el arte de activar dos emociones tan malignas como poderosas: el miedo y el odio. Hillary apelaba a un razonamiento: yo soy mejor para gobernar que Trump y solo yo tengo propuestas sensatas. ¿Y la emoción? Ausente la mayor parte del tiempo. Hillary hablaba de indignación sin indignarse, hablaba de temor sin alarmarse, hablaba de los desposeídos sin conmoverse. El discurso más emotivo y sincero que he visto de Hillary Clinton fue su discurso de reconocimiento de la derrota. Qué manera más triste y amarga de comprobar una regla básica del discurso: por mejores argumentos racionales que tengas, si no logras transmitir emoción genuina, si no logras comunicar en tu discurso que crees en lo que dices y que sólo dices lo que realmente crees, la gente terminará por dudar de tus palabras… y de ti.
Especialista en discurso político y manejo de crisis.