“Nosotros somos privilegiados. Hay gente que lo ha perdido todo, se han quedado sin casa, siguen sin luz, sin agua corriente. Tienen familiares fallecidos o desparecidos. Ancianos que viven solos, sin familia, sin poderse mover. Personas que han tenido que irse a otros pueblos, a otra ciudad, a vivir en casa de amigos o conocidos porque ya no tienen nada. Ellos sí que lo están pasando mal. Nosotros corrimos con suerte”. Al teléfono, Enrique Ros, de 54 años, vecino de Paiporta “de toda la vida”, habla con voz pausada al referirse a la tragedia que hace 30 días azotó la provincia española de Valencia, anegando el garaje y la planta baja de su edificio, así como el resto de su localidad. Amén de muchas otras en la comunidad autonómica levantina.
Quedamos de vernos frente a la Biblioteca Municipal, hoy cerrada y otrora epicentro cultural de Paiporta, contigua a la Iglesia de San Jorge Mártir, una pequeña joya de arte religioso que muestra la transición del barroco al neoclásico y cuya construcción data de 1754. Ambas a espaldas de la Plaza Mayor, ambas aún manchadas de barro, con considerables cicatrices de lo que el sistema de baja presión conocido como dana (siglas de depresión aislada en niveles altos) trajo consigo cuatro semanas atrás. Hubo pérdidas considerables en el acervo de la Biblioteca; tallas de madera, el piano y reclinatorios del inventario de la parroquia quedaron destruidos. Ha pasado un mes de las inundaciones y los deslaves provocados por la lluvia torrencial, pero Paiporta sigue siendo una de las zonas cero de la catástrofe natural.
Son poco más de 7 kilómetros y medio los que separan a la población del centro de la ciudad de Valencia, sin embargo, la distancia entre ambas es abismal. A lo largo del estrecho ramal que conduce a Paiporta desde la carretera V 30, las escenas aún son desoladoras, prueba de lo acaecido entre la noche del 29 de octubre y la madrugada del día 30. Gasolineras abandonadas, con las bombas arrancadas y los cristales rotos, huertos de frutales inundados de barro seco hasta la coronilla, la carpeta asfáltica levantada, agujereada, llena de obstáculos. Montones de ramas y juncos, con deshechos, restos de ropa y plásticos enmarañados, arrumbados a uno y otro lado del camino. Árboles enteros arrancados de raíz, semáforos sin funcionar, mobiliario urbano y señales de tránsito desvencijados. En la rotonda de Mestre Palau, a la entrada del pueblo, una alfombra de lodo y barro que todavía lo cubre todo y el comité de bienvenida a Paiporta: camiones de bomberos, ambulancias, patrullas policiales, tanquetas de agua y vehículos blindados de la Unidad Militar de Emergencias del ejército español.
“Parecen imágenes sacadas de una película sobre el apocalipsis”, advierte, con voz altisonante, Francisco Olmeda, taxista valenciano que realiza el viaje entre la ciudad y Paiporta. Desde las afectaciones por la dana, la línea de metro que conecta ambos puntos continúa inoperativa y no se tiene todavía fecha prevista para que vuelva a funcionar. Los autobuses habilitados por la Generalitat valenciana para sustituirla son, en ocasiones, insuficientes y realizan el recorrido que en coche toma 15 minutos en aproximadamente 60, sin paradas intermedias, dependiendo de la hora del día y del tráfico. La Cámara de Comercio de Valencia calcula en 120,000 el número de vehículos particulares afectados por la dana. Caminar desde la Plaza Mayor del municipio hasta la ciudad de Valencia, toma, en promedio, dos horas. Lo que antes era un trayecto habitual para la inmensa mayoría de los 25,309 habitantes de Paiporta, es actualmente un periplo inabarcable.
Son poco más de las nueve de la mañana del sábado y la actividad comienza a repuntar. Soldados, cooperantes, voluntarios, policías, bomberos, personal médico y de emergencias con botas de hule, mascarillas, palas, escobas, guantes y, en algunos casos, overoles de protección que cubren todo el cuerpo, gafas antisalpicaduras y cascos, se cruzan por las calles y la plaza con vecinos, quizá menos ajuareados, pero con la misma convicción: trabajar para volver a poner de pie a Paiporta.
“Se podía haber evitado, dando la alarma, avisando temprano, advirtiendo con tiempo. Para que la gente no saliera, evitando muertes. Hubo mucha falta de coordinación”. Enrique reflexiona sobre una tragedia que podría, quizá, no haberlo sido. Nos encontramos frente al bar Ca Pepe, el primero en reabrir tras la dana, gestionado por una pareja de inmigrantes chinos, quienes, afanosos, comienzan a desplegar un par de docenas de sillas y mesas al interior del local y sobre la plaza. Enfrente, desde hace apenas unos días, los cajeros de los bancos ya funcionan, la panadería Rial, de las primeras en reabrir, dibuja ya una fila de vecinos a sus puertas y, unos locales más adelante, un supermercado se alista a subir la cortina. “Esos abrieron hace apenas dos días, antes de eso, imposible conseguir nada aquí”, remata Enrique antes de doblar la esquina, camino de su finca, pasado el poste de luz que tumbó la tormenta y en paralelo al Auditorio Municipal, que sirve de centro logístico para la distribución de la copiosa ayuda que ha llegado a Paiporta a lo largo de estas semanas, desde toda la península.
“Aquí curramos todos y aun así la cosa va muy lenta. Si no fuera por los voluntarios, principalmente jóvenes, que han venido de toda España, catalanes, vascos, andaluces, hasta murcianos, a trabajar, a sacarnos adelante, a echarnos una mano, aquí no habríamos salido de esto”, afirma Enrique mientras descendemos al sótano de su edificio, donde sus 14 condóminos, auxiliados por vecinos de otras casas de la manzana, más amigos y familiares, trabajan para borrar las huellas de la desgracia. Tras sacar con grúa los vehículos ahí destrozados y apilados por la riada, llevan días intentando extraer el barro, el lodo y los escombros. Falta limpiar el cascarón del garaje, que luego tocará reparar para, algún día, utilizar de nuevo. En la misma cuadra, menos de la mitad de los edificios han logrado llegar a ese punto. Van trabajando en uno a la vez y les toma días. Toda ayuda es bienvenida.
En las calles circundantes, la presencia de todo tipo de fuereños, en su mayoría voluntarios y cooperantes, es notoria y da la razón a Enrique y al resto de sus vecinos. “El pueblo salva al pueblo”, “Gràcies”, “Gracias voluntarios”, se lee en pancartas, mantas y letreros que cuelgan de balcones y ventanales. Acentos tan diversos como la geografía cultural y lingüística de España se escuchan de arriba abajo por las maltrechas calles de Paiporta y cruzando los puentes que no derribó la dana. Ingenieros, arquitectas, enfermeros, médicos, psiquiatras, cocineros, peluqueros, fisioterapeutas, artistas y creativos. Acción contra el Hambre, Cruz Roja, World Central Kitchen, Juntos por la vida y un largo etcétera de organizaciones no gubernamentales y asociaciones civiles. Pero no solo ellos, también empresarios y emprendedores locales y de allende, la Óptica Santander que regala lentes para vista cansada a los damnificados que lo necesiten o la Churrería de Librada, que obsequia todas las mañanas churros y chocolate caliente a vecinos y voluntarios. Xavi, venido de Valencia, con su camioneta de redilas cargada de colchones, tambores, sillas, mesas, cómodas y vestidores que reparte entre casas y familias que se han quedado sin muebles como consecuencia de la crecida del agua. Gorka y Roberto venidos desde Irún, en la frontera con Francia, para proveer equipo de oficina, incluidas computadoras, impresoras y escritorios, para aquellos comercios y negocios que perdieron su material de trabajo en la tragedia. Los más de 500 voluntarios de la Federación de Sijs de España, que diariamente reparten comidas recién preparadas en Paiporta y en varias otras localidades valencianas para los damnificados. Ellos, los voluntarios, la sociedad civil, antes que nadie más, fueron los primeros en llegar, en ayudar, en escuchar, en entender, en actuar.
“Yo lo que percibí fue un abandono total del Estado, una ausencia completa de las instituciones”. Ann Sleebus, de 57 años, es una barcelonesa de origen flamenco quien pasó cuatro días en Paiporta limpiando fango, llevando comida caliente a casas de ancianos y de personas con problemas de movilidad, gestionando una tienda de reparto de alimentos enlatados para vecinos afectados y coordinando labores con otros voluntarios. Reconoce que el coste emocional de ayudar es elevado, pero la recompensa gratificante. No es solo saberse útil, sino contagiada por el ánimo de la gente, que a sabiendas de haberlo perdido todo y ante la respuesta, si acaso errática, de las autoridades, sabe que no cuenta más que consigo misma.
“Aquí no nos ha ayudado nadie, fuera de los voluntarios que han sacado la casta y venido a quitar el barro. Ni el gobierno central ni el valenciano nos han asistido de forma oportuna. El poco caso que nos han hecho unos y otros nos hace sentirnos solos, abandonados”. María Eugenia Moreno, de 65 años, es vecina de la parte vieja de Paiporta, de calles estrechas y casas de dos alturas, contiguas al barranco, una de las zonas más afectadas por el torrente. Pasó siete horas con el agua al cuello, junto a su marido y uno de sus hijos, en el rincón más alto de la primera planta de su vivienda, donde antes de la tragedia regentaba un taller de corte y confección, del que hoy no quedan más que patrones destruidos por el barro y dos máquinas de coser, de las seis que tenía, a medio funcionar.
La dana entró con fuerza un martes, pero “no fue sino hasta el viernes que hubo aquí presencia de las autoridades, de las fuerzas del orden o de los servicios de emergencia”, afirma Enrique. Suma su desconcierto al de María Eugenia y otros tantos vecinos, al respecto de la ausencia del Estado que percibió Ann, junto a varios voluntarios más, en la Paiporta convertida en zona cero de la destrucción. El 3 de noviembre, la visita a la localidad del presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, junto al presidente de la Generalitat valenciana, Carlos Mazón, y los reyes de España, Felipe VI y Letizia, fue frustrada por reclamos de vecinos encolerizados, frustrados, cansados. “Asesinos, asesinos”, “Sánchez y Mazón, dimisión” se escucha en los audios y videos que capturaron el momento. Al cumplirse un mes del infortunio, la presencia de Estado e instituciones se hace sentir, pero la asunción de responsabilidades dista mucho de tomar forma. Una nueva marcha de protesta bajo el lema de “Ni olvido ni perdón”, a la que asisten cerca de 100,000 personas, recorre las calles de Valencia exigiendo rendición de cuentas a los gobiernos central y autonómico, a populares y a socialistas, sin hacer distingos políticos. En Paiporta, las campanas de la Iglesia de San Jorge Mártir repican por los fallecidos y los desaparecidos, cientos de veladoras encendidas dibujan los contornos del barranco en su honor, por su eterno descanso.
“A mí, la verdad, [la política] me tiene un poco asqueado”. El día de la dana, Enrique Ros, de 21 años, homónimo de su padre, tuvo que escapar del instituto junto con el resto de sus compañeros de clase a media tarde, cuando las aguas empezaron a desbordarse del barranco. Desde las ocho de la noche y hasta pasadas las 4 de la mañana, con decenas de otras personas, esperó apertrechado sobre el capó de un coche a que las aguas cedieran, para arriesgarse y volver a casa, donde su madre le esperaba en vela. Como muchos jóvenes de su edad, no puede evitar sentir zozobra por los tiempos que vivimos, aunque evita, como otros, ser presa de la polarización. “Aquí lo que ha quedado demostrado es que el pueblo es el que salva al pueblo”, concluye con voz resoluta. “Ahora sí que me quiero enterar más [de política] para cambiar las cosas”, agrega antes de reincorporarse a las tareas de limpieza con sus padres y el resto de vecinos.
La acción social de hombres y mujeres de Paiporta, de jóvenes y no tan jóvenes, responde sin duda a la urgencia que aún les aqueja, incluso a un mes de una de las tragedias más graves registradas en lo que va el siglo en toda España. Pero también, quizá, es sintomática de un sistema político desgastado, anquilosado, ineficaz y divisor, que clama a la sociedad de la que es producto reformarlo, so pena de seguirlo sufriendo.
La tarde cae en la Plaza Mayor de Paiporta y el bar de Ca Pepe está a tope. La camarera entre y sale con charolas repletas de cafés con leche, tercios de cerveza, vermús, cacaolats y botellas de agua. Mesas contiguas con sillas repletas, adentro y afuera, el sol otoñal ha dado tregua a los 9 grados con los que amaneció por la mañana, trayendo un poco de solaz. Vecinos, voluntarios, soldados, sentados lado a lado. Fumando, conversando, disfrutando, en todos los casos. “Por Paiporta”, se escucha en un extremo a alguien levantando la copa. “Por Paiporta”, responden todos al unísono, sin distingos. ~
(Ciudad de México, 1977) es diplomático, periodista y escritor; su libro más reciente es “África, radiografía de un continente” (Taurus, 2023).