La democracia sin sus críticos

En años recientes, la crítica se ha convertido en algo inaceptable para el poder político. Los controles que se ejercen sobre ella empobrecerán, de manera inevitable, nuestras conversaciones públicas.
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Nuestra era de la transición a la democracia fue, también, una era de la crítica política, gubernamental, social. Las decisiones y las acciones de gobierno, las declaraciones de los políticos y los funcionarios, los escándalos de corrupción y los errores administrativos, las discutibles propuestas y los inacabados procesos de reforma, todo ello fue objeto de incontables editoriales, análisis, mesas de debate, “periodicazos”, caricaturas y hashtags. La crítica expresada en todas sus formas, por muy diversos actores y por todos los medios. La crítica ante el “toallagate”, los comportamientos de las “primeras damas”, el “haiga sido como haiga sido”, el incendio de la guardería ABC, los “gasolinazos”, la caída de la Línea 12, Ayotzinapa, la Casa Blanca, etc. 

La crítica de la era de la transición democrática fue plural y diversa. Las opiniones, comentarios y análisis críticos aparecieron lo mismo en La Jornada y Proceso que en El Universal, Milenio, Reforma o El Economista; en Vuelta, Letras Libres, Nexos, Este País, Voz y Voto, Buen Gobierno; en la radio y los canales televisivos públicos y privados; en Facebook y Twitter. La opinión pública se convirtió en un espacio en el que convivieron plumas de izquierda, centro y derecha, con sus desencuentros y posturas, pero contrastando argumentos e ideas. Los espacios mediáticos se llenaron de programas de opinión en donde conversaron intelectuales, académicos, gobernantes y activistas, con sus diferencias y posiciones, pero debatiendo agendas y propuestas. Si durante los tiempos del partido de Estado la crítica tuvo que ejercerse en voz baja, en espacios limitados y con disimulos, en los años de la transición los críticos estuvieron siempre en las primeras filas de los medios y las decisiones públicas.   

Además, durante las tres décadas anteriores, la crítica trajo consigo múltiples y muy diversos efectos. Para empezar, la era de la transición democrática fue, también, la de las alternancias en los gobiernos municipales y estatales y, por supuesto, en el federal. Pasamos del monopolio priista al panismo y al perredismo, con algunos enclaves del Verde y Movimiento Ciudadano, esporádicos regresos al priísmo y, finalmente, tomamos rumbo al cuasimonopolio morenista de nuestros días. La crítica funcionó, así, no solo como canal de expresión ciudadana, debate intelectual o articulación opositora, sino como mecanismo detonador de la rendición de cuentas político-electoral y acompañante indispensable de la incipiente vida democrática en México. 

La crítica sirvió para sacudir liderazgos, instituciones, iniciativas gubernamentales, políticas públicas y formas de gobernar. Algunos funcionarios tuvieron que dejar sus puestos cuando la opinión pública criticó sus falsos títulos académicos o su uso de recursos públicos (helicópteros, por ejemplo) para fines privados. Hubo importantes proyectos gubernamentales (el tren México-Querétaro) que no se concretaron por los escándalos públicos que les rodearon. Ciertos nombramientos políticos (como la posible designación de Raúl Cervantes como primer fiscal general de la República) se echaron para atrás gracias a las críticas de organizaciones sociales. Finalmente, el diseño de numerosas leyes y políticas (de la transparencia al sistema nacional anticorrupción, pasando por diversos programas y regulaciones) se ajustó atendiendo las críticas (y las propuestas) de organizaciones académicas y sociales.

De 2018 a la fecha, sin embargo, el sentido que la crítica pública (al presidente o la presidenta, a sus gabinetes, a sus decisiones, a sus políticas, a los legisladores de su partido) ha adquirido en el sistema político-administrativo mexicano ha cambiado sustancialmente. De ser un incómodo pero inevitable componente de la vida democrática que gobernantes y funcionarios debían afrontar, en años recientes la crítica se ha convertido en algo inaceptable, inapropiado, innecesario, criticable en sí mismo. Las y los críticos han dejado de ser eso para, poco a poco, convertirse en los enemigos, los defensores del “neoliberalismo”, los “vendepatrias”, los traidores. Sin importar ni las credenciales, las experiencias o las representatividades, ni los argumentos o las razones de académicos, intelectuales, científicos, reporteros, empresarios, opositores políticos o “ciudadanos de a pie”, las opiniones críticas sobre las acciones de la élite gobernante han ido perdiendo no sólo importancia y presencia, sino incluso legitimidad. Así, de verse como un esencial instrumento de control democrático/administrativo, la crítica hoy suele presentarse como una perversa herramienta del “golpismo”.

Esta difuminación de la crítica en nuestra incipiente democracia no ha ocurrido de golpe. Sin prisa, pero sin pausa, y a la vista de todas y todos, una serie de procesos han ido desgastando el valor y la efectividad que la crítica tienen en nuestra democracia. Desde el espacio de las “mañaneras” fue (y sigue siendo) constante la descalificación de periodistas, académicos, instituciones y organizaciones sociales que cuestionan las iniciativas gubernamentales, o que ponen en duda (con datos, explicaciones y evidencias) los dichos oficiales. A diferencia de tiempos previos, la postura desde el poder hoy no pareciera limitarse a defender sus políticas o verdades, sino que busca redefinir los criterios bajo los cuales se asigna legitimidad (o no) a los diversos actores de la esfera pública. Poco a poco, la disputa ha dejado de ser en torno a quién posee la razón o cuál es la verdad sobre cada asunto público, para centrarse en quién tiene (o no) derecho a opinar sobre los temas de la agenda y, por lo tanto, para determinar quién sí puede (o no) criticar las políticas y las decisiones gubernamentales.

La deslegitimación política de las y los críticos ha contado con el apoyo y complicidad de un ejército variopinto de actores preocupados por defender y normalizar las verdades oficiales. Primero están los “troles” de la red social X, que incluyen lo mismo cuentas anónimas, pseudointelectuales wannabes y académicos mediocres cuyas carreras solo han despegado al cobijo de la nueva élite gobernante. Son personajes dedicados a agredir y descalificar a quienes opinan algo distinto a lo marcado por la línea oficial, que cuando “dialogan” con los críticos construyen sus respuestas con una mezcla de falacias, ataques personales y sinsentidos. Luego están los periodistas y especialistas que nos explican “el sentir” de los gobernantes y sus decisiones. Su bothsidesism (o postura de “falsa equivalencia”), tan dañino para la discusión democrática, suele dar igual o mayor peso a las “buenas intenciones” de los gobernantes que a la evidencia existente sobre los daños sociales, ambientales o económicos de sus políticas. En su afán por justificar las acciones oficiales, estos líderes de opinión tienden a minimizar (cuando no incluso a ridiculizar) las opiniones críticas, por más razón que estas tengan. Finalmente, están los académicos e intelectuales que, buscando un puesto público (para sí mismos o sus familiares) o acceso directo al primer círculo del poder, celebran como algo histórico cada iniciativa, discurso o desplante nacionalista. Sin importarles su reputación pública o prestigio profesional, han olvidado el espíritu crítico, la congruencia intelectual y la búsqueda de la veracidad que debería caracterizarles y que, supuestamente, defendieron a lo largo de sus carreras.   

Los ataques a la crítica y los críticos han llegado, también, por otros lados. En meses recientes hemos visto cómo diversos medios de comunicación privados han cerrado sus espacios a buen número de columnistas y comentaristas caracterizados por analizar críticamente las posturas oficiales. Bajo el pretexto de “renovar” sus barras editoriales y de noticieros, los medios han sustituido a algunas de las voces más escépticas de los logros de la “transformación” por comentaristas más empáticos o claramente vinculados con el movimiento político dominante. También hemos sido testigos del cambio radical de postura de algunos reconocidos editores y conductoras de radio y televisión, quienes de pronto han asumido un tono menos crítico, cuando no de abierto apoyo, hacia las decisiones gubernamentales. Y ni hablar del histórico diario de “la izquierda”, que en los últimos años ha pasado de ser un espacio crítico por excelencia a órgano de propaganda gubernamental (con millonarios subsidios de por medio). Mientras todo esto ha sucedido, la colonización política de los medios públicos ha avanzado de forma cada vez más abierta, convirtiendo a los noticieros y los programas de análisis en meros espacios partidistas y de culto a la figura presidencial.      

El golpe más reciente a la naturaleza crítica de nuestro sistema político-administrativo ha llegado con las reformas constitucionales de los últimos meses. Más allá de los terribles daños causados a la legalidad, la especialización burocrática y la separación de poderes, las reformas que han eliminado instituciones como el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política Social (CONEVAL), la Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación (MEJOREDU) o el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) suponen un ataque directo a la infraestructura del Estado que, entre otras cosas, aportaba información útil para la discusión y la crítica públicas. En la medida en que los actores sociales cuenten con menos estadísticas, datos, documentos y evaluaciones sobre el funcionamiento y desempeño de las instituciones gubernamentales, será más complicado para todos emitir juicios objetivos o sugerir mejoras a las políticas existentes. Por supuesto, desde la élite gobernante también será más fácil descalificar las opiniones o críticas de esos mismos actores bajo el argumento de que no entienden bien cómo o por qué la operación gubernamental es de una u otra forma.

Habrá quien diga que estos párrafos son exagerados; que si las limitaciones a la crítica fueran tan serias, este ensayo no hubiera podido publicarse; o que, incluso si todo esto fuera cierto, en poco o nada afecta la realidad democrática de nuestro país. Puede ser, pero cada uno de estos dichos amerita por lo menos una breve réplica. Para empezar, aun cuando siempre ha habido periodistas y académicos oficialistas, en las décadas de la transición democrática estos siempre fueron superados (en números y, sobre todo, en argumentos), por quienes prefirieron criticar las decisiones de los gobiernos en turno y buscaron espacios para promover mejoras o alternativas de política. De hecho, durante los años de la transición, los espacios para ejercer el periodismo y el análisis crítico no dejaron de multiplicarse. Además, la inaceptable censura que afrontaron algunos periodistas (como José Gutiérrez Vivo o Carmen Aristégui) nunca se convirtió en patrón generalizado. Tampoco existieron los niveles de agresiones y violencia verbal desde el poder, ni la denostación generalizada que han enfrentado las posturas críticas en estos años. Por otra parte, los espacios noticiosos del Estado (por ejemplo, en canal 11, canal 22 o la Hora Nacional), nunca mostraron los niveles de politización partidista que hoy podemos observar. En cualquier caso, suponiendo sin conceder que todo lo aquí descrito fuera una mera continuación de nuestras décadas previas, habría que preguntarse por qué la supuesta renovación de la vida pública no ha logrado romper con todos los vicios del pasado como se había prometido.

Las limitaciones a la crítica no son, por supuesto, absolutas. Afortunadamente, no vivimos (aún) en un régimen político en el que el pensamiento y la voz sean únicos. Pero eso no significa que la crítica hoy pueda expresarse y ejercerse libremente, sin temor a consecuencias indeseadas o represalias. Algunas organizaciones sociales e instituciones académicas han tratado de moderar el tono crítico de sus mensajes y sus reportes para evitar confrontaciones directas con la élite gobernante o incomodar a sus donantes. En contraste con muchos estudios realizados durante el periodo “neoliberal”, en los que académicos de instituciones públicas señalaban sin reserva las fallas de los programas gubernamentales, en años recientes se han limitado las colaboraciones del gobierno con las universidades y se han reorientado a solicitar propuestas (más que análisis críticos o evaluaciones) que den sustento a las prioridades gubernamentales. No son pocos las y los académicos que autocensuran sus opiniones en redes sociales y foros de discusión, o que cambian de agendas de investigación para no inmiscuirse en polémicas desgastantes u ser objeto de hostigamientos mediáticos. Por supuesto, ni qué decir de la crítica dentro del mismo gobierno, en donde alzar la voz para señalar, con base en experiencias o evidencias, las posibles limitaciones de las propuestas presidenciales es algo impensable. Habría que ser muy cínicos para afirmar que la crítica hoy es más libre que nunca. 

La democracia mexicana resiste, pero, ¿hasta cuándo? Los controles directos e indirectos sobre la opinión pública podrán ser muy efectivos en términos político-electorales, pero inevitablemente irán pauperizando nuestras conversaciones públicas. La pluralidad y riqueza de la agenda pública se erosionan cuando la opinión de la élite gobernante no deja espacios a opiniones distintas o divergentes. Perdemos todos si la discusión pública se limita a la agenda gubernamental y si esta no refleja las inquietudes y las aportaciones de todos los actores sociales. Se debilitan la credibilidad y la solidez técnica de las políticas y los programas públicos si las únicas ideas que informan su diseño, implementación y ajuste son las de un mismo grupo político, autocomplaciente y ajeno a las críticas, sugerencias y propuestas de las y los especialistas ajenos al gobierno.

Sin opiniones, análisis y evaluaciones que revisen y critiquen el desempeño gubernamental no habrá posibilidades de corrección oportuna ante decisiones equivocadas. Al demeritar las críticas y acallar a los críticos, nuestro régimen político será incapaz de aprender y renovarse de cara a las complejas condiciones del entorno internacional actual. Quizá sigamos teniendo una democracia muy popular; pero será una democracia sin las capacidades y la inteligencia social necesarias para resolver sus problemas presentes y afrontar sus retos futuros. ~

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es doctor en ciencia política por The London School of Economics and Political Science y profesor investigador en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede México.


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