En 1963, el historiador John H. Elliott se hizo célebre por un estudio llamado a marcar una época: La rebelión de los catalanes: Un estudio sobre la decadencia de España (1598-1640). Esta obra esencial exploraba las motivaciones de la secesión. El pasado 27 de septiembre, en una carta enviada al Times, John H. Elliott, profesor emérito de la Universidad de Oxford, denunciaba las manipulaciones del discurso de las autoridades catalanas y escribía: “Cataluña sufrió mucho tiempo bajo el régimen dictatorial de Franco, pero entre 1978 y la crisis económica de 2008, ha disfrutado de un self-government de muy alto nivel. Los partidarios de la independendencia pueden hablar de supuestas medidas represivas del gobierno de Madrid, pero es posible que los defensores del referéndum [de autodeterminación] no sean conscientes de hasta qué punto el gobierno catalán intenta desde hace mucho imponer su agenda radical a la sociedad catalana en su conjunto. A través del control de su sistema educativo, de su influencia en los medios de comunicación, de su manipulación de la historia catalana en provecho de sus intereses, y en ciertos casos a través de la intimidación, el gobierno catalán ha logrado inculcar en la población la imagen de una Cataluña víctima de perversas fuerzas exteriores. Si esta imagen, que remite quizá a 1900, pudo tener ciertos elementos de verdad en el pasado, no corresponde ni a la situación actual ni al lugar que ocupa Cataluña en la España democrática”. Este juicio equilibrado y sereno debe escucharse y retomarse para entender lo que está en juego en Cataluña. Se está produciendo nueva rebelión de Cataluña. Sea cual sea su resultado, es evidente que ocupará un lugar importante en las historias de la España del siglo XXI y en unas décadas necesitaremos a un historiador tan talentoso como John H. Elliot para que dé cuenta de ella. Quizá, en la serie de contribuciones que hemos hecho aquí, nos baste intentar mostrar la situación presentando una hipótesis: ¿asistimos hoy en Cataluña a la primera revolución contra una democracia liberal?
La situación
El sábado 21 de octubre, el consejo de ministros decidió activar el artículo 155 de la Constitución española, que prevé obligar a las autoridades de una comunidad autónoma, si esta deja de respetar las obligaciones constitucionales o si amenaza el interés general de España, a regresar al marco constitucional. Contrariamente a los análisis apresurados la prensa audiovisual más aficionada al espectáculo que al análisis, la autonomía de Cataluña no se ha suspendido. Son las autoridades catalanas, y especialmente el Govern catalán, a quienes se dirige la medida. La autonomía de Cataluña es un hecho constitucional: ningún gobierno puede borrarla sin ser anticonstitucional. En cambio, y siguiendo el espíritu del artículo 155, la actuación se dirigen a las autoridades ejecutivas de Cataluña y Mariano Rajoy exige al Senado que proceda a su destitución. La medida es dramática: el presidente del gobierno español es consciente de ello. En el anuncio no dejó de repetir que tomaba la decisión contra su voluntad y obligado por la obstinación tenaz del presidente Carles Puigdemont.
La respuesta de este último, la misma tarde del 22 de octubre, fue una declaración institucional para los catalanes, pronunciada en catalán, en español y en inglés. Totalmente inmerso en su estrategia de victimización, presentó a las instituciones catalanas como víctimas de Madrid y reivindicó la legitimidad de la Generalitat como bien superior a la Constitución. Reivindicando la herencia de Josep Tarradellas, presidente de la Generalitat en el exilio, cuyo regreso a Barcelona el 23 de octubre de 1977 supuso una etapa importante en la construcción del pacto democrático español, Carles Puigdemont ha querido hacer de Cataluña una tierra de tradiciones políticas distintas al resto de España. Lo que no dijo es que este regreso de Tarradellas permitió una operación de recomposición política importante en Cataluña, en detrimento de la izquierda. El presidente Adolfo Suárez se apoyó en un nacionalismo de centro-derecha para debilitar a la izquierda socialista española que, en Cataluña, se apoyaba en fuerzas comunistas todavía potentes y en fuerzas nacionalistas mucho más radicales. En cambio Carles Puigdemont tenía razón al afirmar que el restablecimiento de la Generalitat desde 1977 suponía un injerto de legitimidad democrática venido de la Segunda República y que hacía creíble la sinceridad del proceso de democratización en curso en España.
La segunda parte del discurso del presidente Puigdemont: la petición de socorro de las fuerzas democráticas y de los europeos. Es la democracia lo que se asesina, intentaba explicar un presidente catalán cada vez más constreñido por sus contradicciones políticas. Apelaba al Estado de derecho y a la Constitución 1978, mientras que hace apenas un mes, negaba toda autoridad a los mecanismos constitucionales salidos de este texto consensual y llamaba a España “Estado fascista”. En un esfuerzo desesperado por internacionalizar la crisis, llamaba al socorro europeo… consciente de su aislamiento.
Lo más grave es que esta estrategia de tensión empujada al máximo es una elección consciente: los independentistas quieren provocar lo irreparable para hacer inevitable la independencia. El carácter pacífico de su comportamiento se pone por delante para justificar mejor los excesos posteriores. En su esquema, los “enemigos” van a provocar la violencia y los “catalanes” serán las víctimas. No hace falta esperar cómo siguen los acontecimientos para conocer el comentario.
Escenarios imaginables
La aplicación del artículo 155 es una realidad desconocida. Provoca numerosas incertidumbres jurídicas en medio de una certeza que conviene recordar: este artículo de autodefensa de la Constitución se redactó en 1978. No es una ley de circunstancias. Y su no aplicación anterior es más bien muestra del buen funcionamiento de las instituciones autonómicas hasta ahora. Al igual que en Francia el artículo 16 reviste de un carácter excepcional que explica que se recurriera a él en 1961, con el golpe de los generales, y que su falta de aplicación es una buena señal, el artículo 155 forma parte de los elementos necesarios del Estado de derecho español para protegerse frente a cuestionamientos graves.
Hay pocas dudas del resultado del debate parlamentario en el Senado que, el 27 de octubre, debería aprobar por 4/5 la propuesta del gobierno de Rajoy. En cambio, las condiciones concretas de su aplicación desembocan en una verdadera terra incognita. Una vez destituidos el presidente Puigdemont y sus consellers, ¿quién se asegura de su salida concreta de los lugares del poder? ¿No los protegerán manifestaciones masivas? ¿Podemos imaginar medidas de fuerza capaces de inflamar a los militantes más convencidos y movilizados? Porque parece evidente que ni Puigdemont ni su gobierno cederán amablemente ante los requerimientos de Madrid. El discurso de la resistencia ya tiene música. Se habla en Barcelona de una situación comparable al Vichy de 1940: un gobierno fantoche de colaboradores al servicio de una potencia extranjera. Insoportable deformación de la historia.
Carles Puigdemont todavía es presidente de la Generalitat de Cataluña. Dispone por tanto de los poderes de disolución del parlament de Cataluña. ¿Se puede imaginar que, frente a la amenaza de una destitución y de una convocatoria electoral que controlaría Madrid, Carles Puigdemont decide, una vez más, acelerar la marcha y anunciar, esta semana, la disolución del parlamento catalán después de haber hecho que reconociera la independencia en una votación? Esas elecciones serían por tanto elecciones constituyentes para una asamblea constituyente de una “República de Cataluña”. El embrollo jurídico sería enorme: por un lado, la disolución sería constitucional (Mariano Rajoy había incluso precisado que en caso de elecciones anticipadas no pondría en marcha el artículo 155); por otro, el objeto de las elecciones sería delictivo. Madrid estaría atrapado entre la prohibición de un escrutinio legal pero cuyos resultados serían interpretados de otra manera. Algunos se considerarían elegidos para el “Parlament de Catalunya” (nombre de la asamblea regional), otros para la Asamblea Constituyente. Prohibir el escrutinio es encontrarse de nuevo con los problemas del 1 de octubre. Es imposible retomar la escena. Aceptar la ambigüedad sobre la naturaleza de las elecciones es correr el riesgo de recurrir al artículo 155 al día siguiente de las elecciones si la mayoría es independentista, con los costes políticos que podemos imaginar. ¿Cómo justificar la suspensión de un gobierno que acaba de recibir el respaldo de las urnas? Por tanto, en mi humilde opinión, esta solución de una convocatoria electoral que impide la puesta en acción del artículo 155 es a estas alturas el escenario más creíble. Pero la política catalana supera en sutilidad ubuesca las prácticas italianas y es de todo punto posible que esta suposición sea demasiado racional para hacerse realidad. La elección de la agitación en la calle podría ser otra opción…
¿Una revolución antiliberal?
Y aquí estamos frente a la hipótesis central de mi reflexión: ¿lo que está viviendo Cataluña es la primera revolución contra una democracia liberal?
Me parece claro que estamos ante una situación revolucionaria: existe un marco cuestionado en nombre de una nueva legalidad futura. El lugar de este cuestionamiento no es otro que el Parlament de Cataluña. La ley del referéndum del 6 de septiembre pasado y las leyes de “transición” o de “desconexión” de Cataluña y de España son totalmente anticonstitucionales -y los independentistas lo saben y por eso rechazan la autoridad del Tribunal Constitucional, en nombre de la legitimidad del pueblo catalán. Esta aspiración, sostienen los promotores de la secesión, se expresó el pasado 1 de octubre. En el periódico Ara, un diario catalanófono independentista, encontramos un artículo de Josep Domingo Ferrer que explica que la cifra del 90% con un 43% de participación es extrapolable: según su razonamiento, la votación hubo de enfrentarse a obstáculos y es razonable pensar que la proporción del 90% de votantes del sí se mantendría idéntica con una participación superior. El mundo paralelo en el que viven algunos militantes… Fortalecidos por este “mandato democrático”, Carles Puigdemont, su gobierno y sus apoyos parlamentarios quieren obligar a toda Cataluña y a España a un cambio forzado. Es propio de una estrategia revolucionaria.
El fundamento ideológico del asunto es la pasión nacionalista e identitaria. Pasa por la distorsión de la realidad y la destrucción del espacio público como lugar de discusión razonable y racional. La democracia representativa queda en segundo lugar ante una democracia “popular” y “directa”. En su discurso ante el parlamento de Cataluña, el 10 de octubre pasado, Puigdemont afirmó que había algo más allá de las leyes y que ese más allá era más democrático que los límites que la democracia se impone a sí misma para funcionar en un Estado de derecho. En nombre de la lucha nacional se pueden ultrajar los derechos de las minorías: ¡encontramos ahí un viejo clásico del nacionalismo! Tras el 6 y el 7 del pasado septiembre, el Parlament de Cataluña solo se ha reunido una vez: el 10 de octubre. Ya no hay sesiones de control al gobierno, ni plenos. Todo está cerrado por la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, expresidenta de la Asamblea Nacional Catalana (ANC), una organización independentista. La democracia representativa está en peligro en este laboratorio de fusión política en que se ha convertido Cataluña. Esta misma democracia representativa es descalificada cuando se denuncia la aplicación del artículo 155: pero esta vez es la democracia española el objetivo.
Otro argumento a añadir a nuestra hipótesis: el posicionamiento ambiguo de Podemos y de Pablo Iglesias y de su compañera y competidora Ada Colau, alcaldesa de Barcelona. La extrema derecha se decía hostil a la independencia y favorable al referéndum. Ada Colau había dicho que votaría no. Finalmente, votó claramente en blanco (pero ¿hay que recordar que no había ni cabina ni sobre?). Podemos calificó las decisiones del consejo de ministros del 21 de atentado a la democracia española y de nuevo 23-F. En una inversión dialéctica asombrosa, los instrumentos del Estado democrático se convierten en ataques contra la verdadera democracia. Podemos ha entendido perfectamente el potencial explosivo de la situación catalana y se ha subido al tren de la agitación revolucionaria. Porque, frente a lo que se puede pensar a este lado de los Pirineos, los diputados de Podemos no se encuentran cómodos en un parlamento liberal. Su modelo es distinto.
Y no hablo aquí de la actuación de la extrema izquierda bolchevique catalana -la CUP-, que quiere conjugar independencia y revolución y cuyos 10 diputados del Parlament son indispensables para que Carles Puigdemont complete su mayoría.
La cuestión catalana no es solo una cuestión catalana. Ni siquiera es un debate sobre el nacionalismo y sus aspiraciones legítimas. Es un cuestionamiento de la democracia representativa en nombre de pasiones políticas identitarias, de proyectos de transformación social y económica radicales y también producto de una agitación incoherente de todos esos ingredientes en beneficio de una casta política que lo tiene todo por ganar con la independencia y todo por perder si se mantiene el statu quo. El tiempo de los kamikazes ha llegado en Cataluña. Hay razones para temer que Carles Puigdemont será un ejemplo histórico durante mucho tiempo.
Traducción del francés de Daniel Gascón.
Publicado originalmente en Telos.
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Benoît Pellistrandi es historiador e hispanista francés. Es miembro de la Real Academia de la Historia.